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CULTURA

 

 

En la jaula de la métrica

Por María Moreno

La novelista Djuna Barnes realizaba con pluma pre-rafaelista ilustraciones que la hubieran hecho entrar en la historia sin que ella hubiera tenido necesidad de escribir una sola palabra. Vladimir Nabokov gozaba de tanto prestigio entre los entomólogos como para que se bautizara como nabocovy a una especie de mariposa que él había descubierto. Los lectores toleran mal estas vidas paralelas de sus autores y también consideran como parte de estas vidas paralelas al género que éstos cultivan cuando dejan de cultivar su género más evidente. Silvina Ocampo realizó una obra poética que parece escrita con regla y escuadra –casi siempre recurre a la métrica y a la rima– y que aparece un poco como entre las bambalinas de su obra narrativa. Noemí Ulla ha recogido y prologado poemas dispersos que se reúnen hoy en una antología publicada por EMC y que se titula Silvina Ocampo, poesía inédita y dispersa. Pero ya antes se había ocupado de la autora en Invenciones a dos voces: ficción y poesía en Silvina Ocampo, Silvina Ocampo, una escritora oculta y Encuentros con Silvina Ocampo. Este último libro es tal vez el más singular. Mucho menos que un reportaje, es el diálogo entre una escritora y su crítica, un contrapunto sobre la cocina de la escritura –Bioy lo llamaba el diálogo entre dos locas–, una conversación íntima donde dos mujeres evocan la infancia y van extrayendo de ella, a la manera de tarjetas postales o miniaturas, recuerdos –el de un postre que se llamaba “Pobres caballeros”, el del miedo al silbido del tren en la noche, el de una negra que se vestía de negro, el de una flor llamada tumbergia– para someterlos a la observación maravillada. Es en ese diálogo íntimo, y en donde Silvina le pidió a Noemí que escribieran juntas algunos cuentos y que Noemí rehusó por pudor, donde esta última debe haber encontrado las claves para seleccionar los poemas.
–Fue un trabajo con muchas idas y vueltas. Mucho echarse atrás. A veces, Silvina me decía: “Yo esto no lo sigo porque vos me estás psicoanalizando”. Hasta que le dije: “Mirá, Silvina, es muy sencillo. A mí me van a hacer un juicio enorme si no cumplo con este trabajo”.
–¿Los procedimientos en los poemas son muy diferentes de los de los cuentos?
–A veces sí y otras no. A veces cuentan una historia a la manera de los juglares y respetando la versificación tradicional, o con verso libre. Otras, Silvina usa un lenguaje coloquial, como el de sus cuentos, el sencillismo poético. Por eso se permite empezar un poema con una pregunta como “¿te interesa saber cómo me relacioné/ con la pintura o el dibujo?”. Lo escribí en el prólogo: Ofelia Kovaci dice que las poetas de la generación del 40 se ceñían a la métrica tradicional, incluso era común que hicieran sonetos. Silvina suele tomar la forma clásica, pero por algún lado la transgrede. En El caballo blanco, por ejemplo, que es autobiográfico, la visión del sexo del animal parece provocar la ruptura de la métrica y de la rima. En La sombrilla rompe el hilo de la enumeración descriptiva, aunque mantenga la forma del soneto. Ella decía que el soneto le parecía como una jaula: “Una jaula bien ajustada”. Los que agrupé con el título de Poemas breves son como sentencias, consejos, sentimientos vividos a partir de determinada experiencia, con una intención teórica de darles un valor general.
Para contar historias en verso, Silvina siguió a Byron, como cuenta en Encuentros...: “En Byron yo he encontrado que muchos de sus versos pareados no sufren monotonía, porque está el relato y probablemente él se ha dejado llevar por el verso porque lo ayudaba a escribir una cosa tan importante como el Don Juan, que tiene un argumento muy importante y lo que él tenía que decir era más importante todavía”.
Los cuentos de Silvina Ocampo suelen ser perversos. El mal que ella describía con gracia, como: “Un cuadro pintado con acrílico: un durazno tan lindo que parece una alcancía, devorado por un gusano que parece un dragón”, suele presentarse a través de diversas mutaciones. Los actos más abyectos pueden ser purificables por su sentido de develación, los impulsos primarios porque son verdaderos, la fuerza del deseo porque desconoce toda mala fe, todo interés material. Los cuentos de Silvina Ocampo son moralistas, pero de un moralismo escandalizante, por las transgresiones que infringe a la moral tradicional, un moralismo que evoca al de la infancia: capaz de auspiciar el crimen de un padre injusto, pero jamás la tortura de un animal doméstico. Los poemas parecen ser el lado diurno de los cuentos, prima en ellos el conocimiento como ponderación, la elegía como captura y conservación del tiempo recobrado, pero, al igual que en los cuentos, las plantas y las flores como esos objetos llenos de signos que Roger Caillois llamaba “alfabetos vacantes”.

Lazos de familia
Quizás los poemas más hermosos de esta selección sean los que evocan los lazos de familia. Por ejemplo, Como siempre y El ramo, dedicados a Victoria Ocampo y escritos luego de su muerte. En el primero, Silvina parece haber tenido, para eliminar toda ambivalencia, que remontarse al recuerdo más antiguo y fundante: el del día de su bautismo y donde Victoria, su hermana mayor, fue la madrina (por supuesto, se trata de un recuerdo imaginado). A través del equívoco entre la palabra francesa “marraine” (madrina) y la expresión “mi reina”, de la reconvención “como siempre” que se le adjudica a la destinataria del poema y de la evocación de su rostro como el de Nefertiti, la autora parece querer dar cuenta de un dominio que percibió desde muy temprano, un deseo de avasallar sobre el que el amor tuvo que imponerse. En el poema El ramo se habla de una ofrenda fallida, un ramo donde un agapanto, una rosa y una flor parecida a un arlequín se secaron misteriosamente antes de ser regaladas y del que sólo sobrevivió, turgente, un jazmín. El poema lamenta el dar algo que el otro tiene en exceso y parece hacerlo a modo de alegoría. Silvina cuenta en verso cómo le termina dando ese jazmín a Victoria, que los tiene por todas partes: por lo menos como adorno en la solapa, para perfumar sus guantes y adornar su mesa de trabajo.
La relación entre Victoria y Silvina Ocampo ha inspirado mitos de pequeño formato: ésta era tímida y como al sesgo; aquélla, locuaz de cabecera; ésta, narradora y poeta; aquélla, periodista y fundadora; ésta, fantasía y artesanado; aquélla, musas y administración.
Victoria Ocampo ha dicho “Mi patria es el hombre” y ese hombre va escrito en letras mayúsculas, ya que ella sólo se tuteaba con nombres propios como José Ortega y Gasset, Drie La Rochelle, Herman Keyserling; ella escribe para que ellos le escriban, para escribir sobre ellos. Silvina Ocampo prefería parar la oreja en las antecocinas, ser médium de las Clotilde Ifrán, las Ana Valergas y los Celestino Abril, nombre simples llevados de la cátedra oral barriobajera a sus personajes. Si Freud convirtió la pasión de Juanito por los caballos en miedo y a los caballos mismos en una suerte de ectoplasma del soplón del padre, los niños ocampianos son más bien transedípicos. En el paidófilo del cuarto de servicio, la maestra que amenaza con la estatua de los grandes próceres a los niños retrasados, y la adivina que fabrica fajas y corpiños en sus ratos de ocio, ellos encuentran a ese alguien que los arrancade esa dialéctica familiar donde la megalomanía ilustrada de los padres convierte sus fornicaciones nocturnas en el fantasma privilegiado de la novela infantil. Por suerte existen el rapto, la soga Prímula, el libidinoso perro Clavel, tan amable como la cacatúa verde que enamoró de niña a la princesa Bibesco.
Victoria Ocampo dialogó con el amo Mussolini o con el príncipe de Gales; al primero le chantó cuatro tímidas frescas, al segundo lo invitó a tocar el ukelele. En este testimonio le afloja un poco la bisagra al fascismo de Drieu, en aquel otro pone entre comillas a Ortega y a Franck, luego comenta lo puesto entre comillas. Es decir, habla de lo que quiere el otro.
Silvina Ocampo, entre tres B (Borges, Bioy y Brahms), triangula un discurso donde las comillas se han caído y que permaneceráenteramente secreto. Sin nombre propio, la palabra de cada uno permanece en la obra del otro.
Victoria Ocampo fue puesta presa por Eva Perón y con feminismo sui generis le dijo “no, gracias” al voto femenino al que le encontraría un cierto olor a “catinga”.
Silvina Ocampo, en un cuento llamado Visiones, habla del aniversario de “una suerte de reina”, de una plaza donde se improvisan altares y se toca una melodía “sublime”. Allí escribía: “Yo no usaría la palabra ‘sublime’ para ninguna música. Pero, ¿con qué palabra designar a ésta? En la nota más aguda que entra en los oídos como un largo alfiler, la gente se turba de tal modo que el sonido trémulo vibra, se prolonga indefinidamente. ¡Cómo no oí antes esta música tan conocida!”. Cuánta ternura para hablar de “la marchita”.
Victoria Ocampo se vestía en las grandes casas con nombres de dos sílabas –Paquin, Chanel– y se hacía retratar por Helleu y Bouveret.
Silvina Ocampo, a juzgar por sus anteojos y su piloto de plástico, las camisas de su marido con que solía enfundarse, fue freak antes de tiempo.
¿Las Lange como semejantes? ¿Las Grondona como parodia? Mejor: la literatura como legado de familia, como los secretos que la hermandad despliega en las fronteras de la lengua, como si ésta fuera la antigua caja de juguetes. Si el ramo se secó para dejar intacto lo que sobraba, permanece intacto en el poema a través de las palabras que nombran las flores evocadas como si éstas revivieran. En el final de El ramo no hay regalo fallido sino reconciliación: “Nos une la naturaleza/ el árbol, una flor, las tardes, las barrancas/ misterios que no rompen la armonía./ ¿Lo habrá sabido aquel esquivo ramo/ color de mar de mármol y de rosa/ color de sol de verde y de naranja? /Andará en busca de su integridad/ en busca de esa tarde con nosotros,/ pobres nosotros, sin nosotros mismos/ en los actuales días, bajo el sol/ bajo la luna, en la orilla del mar/ con músicas que ya no puedo oír/ sin dedicarte lágrimas, Victoria/ cada una con nombres diferentes/ como las cuentas de un collar sin fin”.

Recuerdos

En el año ‘76 entrevisté a Silvina Ocampo. El diálogo, que fue publicado en el suplemento literario de El Cronista Comercial, tiene algo más que ese tono de evasión que el impulso diario de supervivencia y la censura imprimían entonces a las necesidades de un suplemento literario. La evasión se había extendido hasta el tema de la literatura. El tono era éste:
–¿Cómo inside lo fantástico en su vida?
–Como el canto de un mono en la noche.
–¿Y ese canto es agradable o desagradable?
–Agradable. Un día, y a pesar de que siempre me trajeron mala suerte, quise comprar un pájaro. Un vendedor me los mostró uno por uno. Yo deseaba elegirlo por su canto, no por su plumaje. El vendedor me señalaba, por ejemplo, un canario. Yo pensaba: detesto el canto del canario; luego, un zorzal, que me gusta tanto; pero no me decidía. El vendedor me mostraba calandrias, cardenales, tordos y hasta una cotorra que, según él, cambiaría mi suerte. Pero yo seguía resistiéndome. Entonces escuché el sonido muy extraño que provenía de las jaulas ubicadas en la parte inferior del cuarto: “Ese es el canto que quiero”, dije. El vendedor me indicó con un gesto el lugar de donde provenían. Me acerqué y vi un mono tan pequeño que su cara era como una moneda.
–¿Era de noche?
–No, aunque sólo de noche ocurren cosas tan misteriosas.
En una ocasión, mientras un profesor norteamericano trataba infructuosamente de hacerla opinar sobre ciertos escritores latinoamericanos en mi presencia, éste se disculpó antes de retirarse con la siguiente frase: “Bueno, es hora de abandonar esta bella conversación”. Silvina me miró de reojo y me dijo con un falso desdén destinado a disimular que el cumplido lo estaba haciendo ella misma. “Te llamó conversación. Qué raro, ¿no?”
En otra ocasión, para explicar su tardanza en abrir la puerta de su departamento el sonar el timbre, me explicó: “En esta casa, todos los sonidos son bajos como las voces que escuchaba Juana de Arco. Deben ser las cucarachas las que ensordecen el timbre”. Y como yo, como todas las tímidas, suelo suplir la timidez con la extravagancia, me entregué inmediatamente a una prolongada y detallista digresión acerca de la variedad, insistencia y capacidad de adaptación de la cucaracha –puede vivir en el Polo Sur y en el Desierto de Sahara–, unida a su apariencia de eternidad –existen pruebas de su presencia en la Edad de Piedra–; ella se me acercó con afectuosa complicidad y, bajando la voz, con un tono solemne, como si se tratara de un mensaje secreto transmitido de un maestro a su discípulo, me dijo: “La cucaracha es El Ser”.
Un día, en otro encuentro destinado a completar el reportaje –fue arduo, puesto que no concedía entonces entrevistas–, fingió enojarse.
–¿De qué prejuicios es motivo su apellido?
–Nunca se me ocurrió que existieran esos prejuicios. Manuel Puig me llamó O Field, otras personas me dicen ¡Oh Campo! Naturalmente, estas variaciones me gustan mucho.
–Cuando se otorgó el voto en la Argentina, ¿qué actitud tomó?
–Confieso que no me acuerdo. Me pareció tan natural, tan evidente, tan justo, que no juzgué que requería una actitud especial.
–Su hermana Victoria, por ejemplo, hizo declaraciones polémicas...
–Es que yo estaba en un claustro.
–¿En uno verdadero o en uno imaginario?
–En uno verdadero.
–¿En cuál?
–No sé. ¡Estuve en tantos!
–¿Cuál es su opinión sobre el feminismo?
–Mi opinión es un aplauso que me hace doler las manos.
–¿Un aplauso que le molesta dispensar?
–¿Por qué no se va al diablo?