ENTREVISTA
A fines del
primer milenio, la literatura japonesa produjo una obra maestra llamada
“El libro de la almohada”. Su autora, Sei Shônagon, fue una cortesana
aguda y mordaz que, a través de listas, fragmentos de diario y observaciones
cotidianas, construyó un texto talismán que acaba de ser editado por
Adriana Hidalgo. Esta primera traducción al castellano ha sido realizada
por Amalia Sato.
Por María
Moreno
En el Japón,
durante el período Heian (7941185), hubo una mujer cuyo
nombre se desconoce, pero que usaba el apodo de Sei Shônagon.
Era hija del poeta Motosuke y se desempeñaba como dama de la
corte de la emperatriz Sudako. Como muchas mujeres venideras, Sei Shônagon
llevó un cuaderno íntimo en el se atrevió a ejercer
todos los géneros literarios privilegiados por el otro sexo:
ensayo crítico, poesía, relato corto, apunte filosófico.
Vivía en la corte entretenida en sofisticados juegos de retórica
que consistían en recordar poemas, completarlos de acuerdo con
una consigna o modificarlos para loas de los soberanos. Lo más
vanguardista de la escritora eran sus listas, una mezcla
de epigrama, sentencia o zuihitsu (ensayo hecho como al correr de la
pluma, en este caso el pincel). La editorial Adriana Hidalgo acaba de
editar El libro de la almohada de Sei Shônagon, cuya traducción
ha sido realizada por Amalia Sato, una crítica que está
preparando su propio libro de la almohada que ella denomina,
por modestia, apuntes de lectura. Amalia Sato es directora
de la revista Tokonoma, especializada en literatura japonesa o en el
efecto Japón en la literatura nacional. Uno de esos efectos ha
sido una obra de teatro noh escrita por el pintor Alfredo Prior con
el seudónimo de Omote Akira.
El manuscrito de Sei Shônagon se perdió cuenta
Sato. Lo que tenemos son copias de copias y versiones de versiones.
Eran papeles manuscritos de la corte que circulaban en un material muy
precario. Quedaron Genji Monogatari (Romance de Genji) de Murasaki Shikibu
y Makura no Sôshi (El libro de la almohada). Mi versión
de éste está trabajada sobre el texto de Ivan Morris,
que es como la versión canónica en lenguas occidentales.
¿Por qué El libro de la almohada?
De acuerdo con la lectura más literal puede pensarse que
ella usaba metafóricamente los papeles como almohada. O que guardaba
estos papeles de escritura en una almohada. No una almohada en el sentido
actual sino una especie de mueble que se colocaba en la cabecera del
lecho y donde se guardaban papeles personales, elementos de escritura.
Otra versión es la anécdota que está hacia el final
del libro y donde aparece la emperatriz hablando de unos cuadernos que
no se iban a utilizar, y Sei Shônagon dice: Si fueran míos,
los usaría como almohada. En japonés, la misma palabra
designa a almohada y epíteto. Entonces también se puede
interpretar El libro de la almohada como un libro de retórica.
Lo que sorprende es que suene totalmente contemporáneo.
Generalmente
se habla de cultura japonesa como milenaria. Pero, en realidad, milenarias
son las culturas de China y de la India. La escritura en Japón
aparece muy tardíamente. Los primeros escritos son del siglo
VI y la primera antología, del siglo VIII después de Cristo.
O sea que, si hiciéramos una escala cronológica, comienza
prácticamente con las lenguas romances occidentales y con una
torsión muy fuerte que es la adopción del ideograma chino.
Lo interesante es que estos ideogramas van siendo simplificados. En
ellos son muy importantes los elementos de escritura y la caligrafía,
fundamentales para la estilización formal. Cuando el ideograma,
que era una lectura conceptual, se va simplificando, se le adjudica
una lectura fonética. A partir de la simplificación de
ciertaspartes del ideograma se elabora una escritura fonética:
el hiragana, que se escribe con la caligrafía soshô de
líneas suaves. Y ésa es la escritura vernácula,
propia de Japón. En su elaboración, si bien no hay ningún
dato histórico que lo pruebe, se supone que intervinieron las
mujeres, porque se la llamó escritura femenina o de mano de mujer.
¿Protofeminismo?
No habría que ser tan programático. Al principio,
cuando empecé a leer ciertos temas, pensaba siempre desde lo
femenino, pero yo diría que si las mujeres no hubieran compartido
esta escritura con los hombres en el epistolario amoroso, no sé
si habrían tenido el mismo éxito. No sólo hubo
en Japón fonetización de las escrituras. Hubo también
en China y en Corea. En China la escritura nü shu, de ideogramas
fonetizados, se descubrió recién en la década del
90. La estudió una antropóloga norteamericana, Cathy
Silves, que cuando fue a estudiar a China sólo encontró
a una informante de más de 90 años. Había una tradición
de escritura fonética sólo compartida por mujeres y que
también se perdió. Y en Corea también hubo fonetización
en el siglo XV, la época de expansión del confucionismo.
Se la utilizaba para adoctrinamiento de las mujeres a las cuales les
estaba vedado tanto en China como en Japón el estudio del ideograma,
que era algo de la escritura oficial. La fonetización, como el
exotismo, siempre estuvo relacionada con mujeres.
¿Cómo se ingresaba a la corte del emperador?
Había un estamento de damas, de servidoras que tenían
un acceso intelectual muy alto precisamente por tener que servir. De
ahí la capacidad de esas mujeres de acceder a la escritura, que
era un modo de expresión muy codiciado además de un pasatiempo.
La originalidad de Sei Shônagon es que ella constantemente está
opinando. Es un individuo, de ahí su modernidad. El diario es
el género por antonomasia japonés. En él, ella
utiliza sus famosas listas que se estudiaron hasta el siglo XVIII, porque
se las consideraba repertorios poéticos. El romance de Genji
es diferente. Hay quien dice que es proustiano. Trabaja con la memoria,
con la noción de karma, de varias vidas, con una obsesión
amorosa que se va repitiendo genéticamente y que atraviesa tres
generaciones. El protagonista es un Don Juan japonés.
¿Qué dificultades tuvo la traducción?
Lo que más me costó fue transmitir esa claridad
espacial. Cómo circula la gente, por dónde entra, desde
dónde está mirando. El palacio era una serie de alas unidas
por corredores. No había paredes. La privacidad se establecía
con biombos muy bajitos detrás de los que las damas se sentaban
para entablar conversación. También colgaban los quimonos
que funcionaban como cortinados cuando recibían visitas o a algún
amante. Y para que la reconocieran, mostraba una manga. Los vestidos
tenían doce capas de colores, cada uno con una coloración
muy especial y, de acuerdo con la combinación que se viera, se
podía saber quién era la dueña de la manga. También
se las podía reconocer por los perfumes. Era una vida muy sigilosa
que se desarrollaba a partir del anochecer.
¿Había separación entre el ala de los hombres
y el de las mujeres?
Sí, y también las damas de los estadios más
altos de la nobleza estaban veladas a las otras. Pero eran muy libres.
Las mujeres tenían su ala, no diría el cuarto propio como
suele decir el lugar común, pero sí sus espacios donde
ejercían su intimidad, su escritura, sus encuentros. Si se casaban,
se retiraban de la corte y eran muy apreciadas por esposas de gobernantes
porque tenían un verdadero savoir faire de etiqueta. En la corte
todos eran muy jóvenes. Cuando Sei Shônagon escribe el
libro, tiene 30 años y habla de sí misma como si fuera
una vieja. Y la emperatriz tendrá 17 o 18 años, el emperador,
quizás catorce. Las representaciones que se hacen de esa época
son recién del siglo XV, donde se ven las cortes de palacio como
si hubieran sido miradas desde arriba, escenas con flores y plantas
que están inspiradas en las descripciones que se hacen en El
romance de Genji.
Traducirse
Reforzado por los gustos amorosos de John Lennon y de Jorge Luis
Borges, el mito de la mujer japonesa
ha llegado hasta las letras de tango bajo los rasgos de una suavidad,
una devoción y una dulzura ideales para combatir el mito de la
occidental moderna, asociada a una agresividad y a una autonomía
consideradas castrantes. Amalia Sato no pudo evitar que
se intentaran buscar en su estilo los clichés habituales. Pero,
para ella, Japón no es un origen sino un cuerpo literario donde
la traducción se convierte en un instrumento crítico de
esa versión occidental donde las geishas encarnarían una
suerte de prostitución estética y los hombres, el suicidio
por honor. Amalia pertenece a una familia cuyos integrantes viven en
la Argentina desde hace tres generaciones.
Ser descendiente, más que autorizarte, te impide. El japonés
es una lengua muy difícil, con enormes dificultades sobre todo
en la escritura. Uno lo que más siente son las carencias, no
los saberes. En realidad empecé a leer literatura japonesa recién
a los treinta años. Fue a partir del trabajo con traducciones.
Hay un texto que yo cito mucho y que me ayudó en una metodología
de trabajo y que es Hanako de Mori Ogai, un escritor de la modernización.
Cuando no estaba traducido, vi que lo citaba Donald Keene un estudioso
norteamericano de literatura japonesa en su libro Paisajes y retratos,
que está en inglés. Parecía una historia romántica,
la de una bailarina japonesa de varieté que va a Francia y se
encuentra con Rodin. Conseguí el original y trabajé con
una alumna mía en la traducción. Es un texto muy breve
y bien diferente de las interpretaciones que se habían hecho
de él. El texto no era ni exotista ni constituía una exaltación
de la mujer japonesa. No tergiversaba Japón para poder entrar
en el imaginario occidental.
Había una mirada sobre Occidente, una versión de
vuelta.
Estaba citado el texto de Baudelaire, La Morale du joujou, traducido
como La metafísica de los juguetes. Aparecía Rodin, las
conferencias de Rilke, transcriptas, citadas, toda esa intertextualidad
de la que se habla tanto hoy, pero desplegada en 1911 por este autor
japonés. Había un Baudelaire recontextualizado, recitado,
y ahí me dio una enorme curiosidad por seguir traduciendo. Tuve
una especie de iluminación. Me di cuenta de que traducir es la
mejor manera de leer y de no quedarse con la interpretación,
sobre todo la de los estudiosos norteamericanos que son los que más
trabajaron con literatura japonesa. Porque mucha gente trabajó
como intérprete del japonés en la Segunda Guerra. Muchos
adquirieron el idioma gracias a eso y quedaron fascinados por la cultura
japonesa. Esas interpretaciones, que son casi glosas, te impiden leer
el texto. Cuando traducís, vas ajustando una lectura y una visión.
¿Cuáles son las mayores perversiones
que registró en ese sentido?
La exotización. Esas lecturas impresionistas del siglo
XIX. Esos clichés como el de la geisha como paradigma de femineidad,
cuando en realidad la geisha toma su modelo del travesti. La geisha
encarnó eso para Occidente en el momento en que hacía
crisis la femineidad occidental con la irrupción del psicoanálisis.
Otro cliché es el efecto Japón como nostálgico
y decadente. Y, por supuesto, la selección de determinados autores
como Tanisaki, Mishima y Kawabata, que satisfacen esa suerte de narcisismo
decadente occidental que se deposita en el Japón.
Las enumeraciones o listas de Sei Shônagon, traducidas por Amalia
Sato, contienen verdades a prueba del paso del tiempo. Por ejemplo,
esta selección pertenece a las listas de cosas que reprueba en
categoría de odiosas, inapropiadas o sórdidas:
He cometido la locura de invitar a un hombre a pasar la noche
en un lugar poco conveniente y comienza a roncar. El hombre
que amamos está borracho y se la pasa diciendo las mismas cosas.
Una mujer que ha perdido ya su juventud, está embarazada
y camina jadeando. También es reprobable ver a una mujer de cierta
edad con unmarido joven, y más inapropiado si se pone celosa
porque él ha ido a visitar a alguien.