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FOTOGRAMA

El ojo huracanado

Cristina García Rodero es una de las fotógrafas más importantes de este momento. Desde su monografía sobre la España Oculta, en la que registró fiestas y ritos populares, se dedica a internarse en temas que exprime con su lente. Hace una década que trabaja en un ensayo visual que tituló “Entre el cielo y la tierra”, documentando fiestas de todo tipo, desde religiosas hasta eróticas. Su último viaje fue a Haití: a él pertenecen estas tres fotos.

Por Cristina Civale Desde Madrid

Cristina García Rodero vuelve a estar en el marco de rutilantes estrellas por estos días en Madrid. Sucede que la fotógrafa, gordita, madura, silenciosa, pero chispeante y aguda, acaba de presentar su monográfico Haití tanto en la Bienal de Venecia como en el prestigioso evento madrileño Photoespaña, donde desde hace cuatro años, cada junio y julio, todas las salas de exposición de Madrid se ven cautivadas por las obras de los más prestigiosos fotógrafos de todo el mundo, convocados por un tema común. Este año bajo el lema Desde el sur se desarrolla la muestra y la Rodero está entra las figuras del jet fotográfico español. Lejos de ser una diva, es tratada como tal porque la contundencia de su obra de rigurosos registros documentalistas la han puesto en ese sitio.
Cristina García Rodero elude, cada vez que puede, esa la palabra y prefiere para hablar de sí misma ir mostrando su obra. Eso es lo que hizo con Las/12, sentada, una noche calurosa de finales de junio, entre fans y aficionados en la Photogalería madrileña de la calle la Verónica, en el barrio de las Letras. Desplegó una de las maneras que más le gusta para mostrar sus materiales: audiovisuales armados por ella misma, donde con sutileza va guiando el ojo del espectador a través de un montaje cuidado, dirigiendo también las emociones del que mira al ponerle música a sus fotos, unos sonidos que van indicando qué es lo que debe sentirse en cada momento. Esa astuta manipulación habla de pies a cabeza del tratamiento que le da a su obra: manejada al punto de parecer tan natural, pero a la vez tan armada y dirigida. Un bombazo al ojo del que mira.
García Rodero alcanzó fama y prestigio en 1989, en plena bajada de la movida madrileña, dando vuelta los signos y espetando una bofetada inesperada sobre lo que sucedía por la España de entonces. Su conjunto de fotografías llamado España oculta dio media vuelta al mundo y mostró un país que a toda costa parecía querer olvidar sus raíces entre tanta marcha, bacalao y efervescencias químicas.
Las fiestas religiosas y populares, el medioevo en pleno siglo XX, la sangre, los toros y el jamón, los niños y los viejos, los habitantes de un país que seguía viviendo sin saber qué significada la palabra movida, que no conocía las alegrías de las drogas y que mucho menos podía pronunciar el nombre Almodóvar, que les sonaba más a samovar que a director emergente de cine, fueron retratadas en un momento tan oportuno como inesperado y fue esa conjunción junto a su ojo espléndido y aguzado lo que la llevó al trono de la fotografía ibérica.
“Creo que no existe nadie en España que haya ido a más misas y peregrinaciones como yo, o que se haya escuchado tantos rosarios y tragado tantas fiestas populares”, dice sobre España oculta, ahora un bello libro de cuidada y limitada edición. “Cuando empecé a retratar España, no sabía qué era lo que iba a hacer, pero la vida me fue llevando a las fiestaspopulares –explica Rodero–, allí donde la religión lo domina todo y poco a poco fui armando una teoría visual de lo que es mi país: ese conjunto de creencias festejadas como ritos salvajes y paganos, pero a la vez muy arraigadas en la religión.”
Diez años después, Rodero ganó el Premio Nacional de Fotografía y fue convocada tanto por la Unesco como por Médicos sin Fronteras para hacer registros de sus actividades en los lugares más desolados del mundo. De allí surgen sus incursiones a Bosnia y Sarajevo, siempre al lado de los que sufren, siempre mostrando la otra cara de la marcha y de la fiesta.
“Actualmente y desde hace diez años –cuenta– estoy trabajando en un monográfico que me gusta llamar Entre el cielo y la tierra. Está basado principalmente en el registro de festivales de todo tipo, de música, de sexo, de erotismo. Son nuevos lugares a los que la gente concurre con una nueva fe, peregrina desde muy lejos para llegar a ellos y participar de los festejos. En todos estos sitios la gente se reúne para divertirse, para mostrar el cuerpo, para buscar el amor, para encontrarse, para olvidarse de sí. Allí he registrado desde encuentros hippies en Texas hasta el Love Parade de Berlín. Empecé a trabajar en el sur de Francia, luego seguí por el centro, de allí pasé a América y así fue como llegué al Caribe. Haití, mi nuevo trabajo, es un desprendimiento de este monográfico.”
Así es, la contundencia de su segundo trabajo dio lugar a una más breve, Haití, más fresco y para ella completamente inesperado. Así lo cuenta: “De repente, me encontré en Haití, con ese pueblo que tanto ha sufrido. Ellos fueron los primeros negros en América que se liberaron de la esclavitud y lo están pagando con esa serie de gobernantes que les hacen la vida imposible. Por eso se reflejan en la religión –explica–. Me quedé muy impresionada con el vudú, la religión en la que se refugian, que el hombre blanco, el americano, se ha ocupado de desprestigiar. Son un pueblo luchador y muy rico, y también muy sufriente y muy artístico. Con ellos pude retratar mis obsesiones: las dualidades. Existe una porque existe la otra: lo natural y lo sobrenatural, lo religioso y lo pagano, la vida y la muerte, el cuerpo y el alma. Espero que esa impronta esté presente en mi obra”.
Sobre por qué eligió la fotografía como medio de expresión, la Rodero es muy clara: “Siempre quise expresar muchas cosas, pero me consideré una perfecta inútil. No sabía escribir, no podía componer música. Entonces empecé a pintar, pero me demoraba mucho, el proceso es muy lento para contar todo lo que quería, entonces encontré la fotografía, donde las cosas tienen más velocidad. Y aquí estoy: éste es mi medio”.
No tiene Internet ni habla idiomas; se considera en ese sentido una trabajadora amateur. No le importa la era digital ni está al tanto de ella, sólo le importa poder llegar a donde se propone: “Suelo trabajar con algún modelo de Nikon o con la cámara que no me roban. El trabajo de campo es muy difícil porque uno siempre va solo, pero también te encuentras aliados inesperados en el camino y eso ayuda. Lo importante es querer hacer algo: con qué, el dónde, el cuándo, siempre sale. Importa la voluntad de hacer –afirma– y con esa voluntad creo que siempre voy a contar”.
Y no se corta en pedir, porque ya va sabiendo lo que quiere: “Por eso siempre pido que si alguien sabe de algún milagro o de algún festival erótico, por favor me pase el dato, que allí iré yo con mi cámara. Lo digo en serio. Son datos que necesito para trabajar”.
Casi como todo artista, le resulta difícil tener una perspectiva de su obra: “Estoy demasiado dentro de mis imágenes, las he sufrido, las he disfrutado y no soy yo la más adecuada para hablar de mi obra. Pierdo rápidamente perspectiva. Lo único que sé es que esto es mi vida y mi pasión, y que no sabría qué hacer si no tuviese delante de mis ojos unacámara. Necesito poder contar el mundo”. Y su mirada franca, despojada, honesta y doliente se nota en cada una de sus impresiones. Por eso probablemente la Rodero sea una de las fotógrafas más jóvenes y audaces de la actualidad que, escudada bajo un aspecto de tía buena y despistada, nos sacude con las imágenes de un mundo que muchos prefieren no ver.