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de frontera
 

Willa Cather es un personaje enigmático de la literatura norteamericana. Admirada profundamente por gente como Truman Capote, fue la jefa de su propia educación en Nebraska y produjo obras que detectaron cierta desolación y cierto equívoco que nubla el espíritu de quienes viven en la frontera.

Por Claudia Schvartz

Cuando Truman Capote era un muchacho a la conquista de Nueva York, solía pasar las tardes en una biblioteca pública. Allí había observado más de una vez a una sólida anciana de semblante abierto. Cierta vez, coincidieron ambos en la salida y naturalmente comenzaron a charlar mientras caminaban juntos en la misma dirección.
Viniendo de una biblioteca, los libros fueron el tema de la conversación. Coincidieron en Jane Austen, en las hermanas Brönte y por la misma razón, ambos privilegiaron la pasión de Emily sobre la constancia de Charlotte. Esas coincidencias entusiasmaron al joven Capote. Entonces la dama del rostro franco y limpio de maquillaje, sugirió que todas esas escritoras estaban muertas hacía rato, queriendo saber si entre los vivos había encontrado alguna voz que le sugiriera tanto.
Capote no dudó en responder que su predilecta era Willa Cather. A lo que la dama respondió, hundiendo apenas el mentón en la bufanda y dando un breve suspiro que sin embargo no la ruborizó, “Ah, ésa soy yo”. Eso cuenta, en uno de los extraordinarios relatos de Los perros ladran (Emecé), Truman Capote.
Willa Cather nació en Winchester, estado de Virginia, en 1876, y la suya fue una familia católica, de origen irlandés. Fue la mayor de muchos hermanos, a los que ayudó a criar. Educada lejos de la escuela (por ser campesina y mujer), sus dos abuelas le proporcionaron un sólido conocimiento del latín y otro inmigrante, comerciante de ramos generales en Red Cloud pero maestro en su país de origen, le enseñó algo del griego.
Para tomar esas clases, Willa caminaba alegremente varios kilómetros, sobre todo en el blanco invierno, ya que el verano estaba destinado a los grandes trabajos en la cosecha, donde todas las manos eran pocas.
Por las noches, junto a la lumbre, sus siete hermanos se reunían para que Willa contara sus historias y la voz de esa muchacha iba ganando poco a poco en solidez y capacidad de vuelo.
A los diez años, su familia se trasladó a Nebraska, tierra de inmigrantes escandinavos y checoslovacos. De una sensibilidad notable, Willa Cather captó el drama de ciertos inmigrantes que llegaban empobrecidos, y no podían sobreponerse a la dura exigencia de la vida del pionero. Así surgen clarísimos retratos que con diferentes matices historian las alternativas de la frontera estadounidense, como en Mi Antonia, novela autobiográfica. de 1918.
Allí, una pléyade de muchachas, llegadas niñas a América, aún con el idioma materno en la punta de la lengua, van creciendo y abandonando sus primeros sueños –los sueños de sus padres– para ir encontrando sus propios destinos. Antonia es, de algún modo, la contracara de Willa Cather: madre abnegada, criando una gran prole, vuelve a su propio idioma al encontrar, después de un duro fracaso sentimental, a un hombre de su propio país. Así Antonia, niña mimada de un músico que prefirió la muerte –y el oprobio– a la salvaje miseria de la nueva tierra, vuelve al origen sin volver atrás.
La escritora se traviste, como hará muchas veces, y notablemente en Una dama perdida, para enmarcar mejor la mirada y agudizar las herramientas narrativas.
En Mi Antonia, Cather describe un amplio periplo que abarca la infancia del narrador y la protagonista y llega a la madurez, cuando vuelve a Nebraska y reencuentra a Antonia rodeada de hijos, feliz pero bellamente grave –con una primera hija natural, tal vez reflejo de cómo vivía la autora su propia situación de pródiga– y el narrador es un periodista que ha triunfado en su medio, viajero incansable, como la misma Willa Cather resultó ser.
Porque después de esa bucólica y durísima infancia, Willa Cather, vestida con traje de hombre y firmando William, se presentó en Nebraska, al examen de la Universidad, donde fue aceptada y alcanzó el título en 1895. A continuación se desempeñó como maestra de enseñanza media, trabajó para un periódico y viajó sistemáticamente. En 1905 aparece su primera obra, un conjunto de cuentos llamado El jardín de los gnomos y que publicó en 1967 Plaza y Janés en la Argentina, con traducción de Raúl Acuña.
En este libro, en el que puede leerse la admiración de Willa Cather por Henry James, brújula natural de la narrativa americana de ese momento, el tema nuclear es el arte como superación. Cada cuento analiza una faceta de ese más allá de la percepción que es el arte, pero atravesando una figura deformada por la experiencia de la miseria, la infelicidad o el agudo sentimiento de no corresponder al medio en el que naufraga. En todos, también, la presencia de la gran niveladora, la muerte, que en uno u otro cuento, siempre arrastra el destino del que huye al remoto origen, como si se tratara de un trágico boomerang.
Pero uno de esos cuentos, Una muerte en el desierto, merece especial mención, porque hace a la lente con la que Cather constituirá sus futuras novelas. Aquí se trata de un viajero que se detiene con el tren (emblemático de la frontera, que reaparece en Una dama perdida) en un pueblo remoto donde una mujer, en un mismo movimiento, lo reconoce y lo confunde con otro: su hermano. Ella había sido la única mujer que el viajero había amado y la acompañará hasta su último aliento, comprendiendo sin embargo que al que ama es al ausente. Propiciará las confesiones de ésta, que triunfó cantando en los escenarios de Europa, y ahora, tísica, muere en el desolador desierto, tal vez por no haber sido amada por aquel hermano, siempre en pos de éxito, mientras éste, oscuro, carga el parecido y una pasión musical idéntica, aunque sin premio.
Extraordinaria síntesis para problemas tan arduos como los que aquí atraviesa Cather. Porque no se queda en enunciados sino que agota la última instancia de la historia, sencilla y riesgosa.
Esta primera edición le valió un nombramiento como redactora adjunta de la McClare’s Magazine, donde trabajó unos seis años, cuando por fin comprendió que estaba más lejos que nunca de la escritura y renunció a todo para buscarse en la pluma. Entonces hubo una primera novela fallida y en 1913, Los colonos, donde se hace dueña de sí, de su propia historia, se aleja de influencias y encuentra la voz cuyo caudal celebramos aquí. Mi Antonia vendrá en 1918 y Una dama perdida (perla extraordinaria) en 1923, así como Mi enemigo mortal en 1926 y La muerte viene hacia el arzobispo en 1927. Hay además, otras novelas: The Song of the Lark, Youth and the bright Medusa y Destinos Oscuros y un cuaderno de notas y también ensayos sobre literatura y música. Leía a Mansfield (hay un ensayo sobre la infancia y literatura –tema afín–), Joyce, Stephen Crane, Turgenev y Melville; escuchaba a Beethoven, Gluck, Stravinsky, Ravel; viajaba aEuropa para ver Rembrandt, Millet y Coubert). En 1948 aparece The Old Beauty y otros cuentos, póstumo.
En 1952, recordando a la escritora fallecida en 1947, Katherine Anne Porter escribe “... se parecía tremendamente a una hermana mayor, o a una tía soltera, y fue ambas cosas al mismo tiempo. Jamás un genio se pareció menos a lo que debía ser, de acuerdo con el romántico punto de vista popular, excepto su ídolo Flaubert...” Y, un poco antes: “Sólo recuerdo (de W.C.) una fotografía –de Steichen– tomada en su edad madura, que mostraba una mujer grande, sencilla, sonriente, con los brazos cómodamente cruzados sobre una blusa de girl scout y el cabello irregularmente partido al medio”.
Durante muchas décadas, sólo pudo leerse de ella, en castellano, el precioso relato Una dama perdida (CEAL). Hace pocos años, la editorial feminista Virago Press, de Londres, rescató y reeditó la obra de la virginiana, cuyos derechos pertenecen a la que fue la compañera de toda su vida, Edith Lewis. De allí que, la editorial Alba de España, haya encontrado natural editarla, en muy buena versión de Gema M. Bartolomé.
Quien abre Una dama perdida, o Mi enemigo mortal, descubre un personaje femenino cautivante. Se trata de una mujer en la frontera, que no pertenece más que a sí misma, apasionada hasta el error, viva en la enésima potencia de la intensidad. Alguien adorable y temible cuya dimensión se logra en la contrafigura del hombre que la ama, dignísimo y miserable. Esta paradoja, entre la admiración y la abominación, ilumina la infancia de quien narra, mostrándole “otro mundo” que lo salva de la opacidad que le está destinada. Hay, pues, una idealización y una gratitud que sin embargo se hacen añicos en la vuelta de tuerca que Cather sabe darle a la historia, al personaje y al narrador mismo. Narrar el fracaso en los ojos asombrados de un adolescente es lo que hizo genialmente esta pionera, que nunca se deshizo de cierto escepticismo y reserva.
“Las naturalezas apasionadas como la suya se vuelven a veces contra sí mismas”, escribe la misma Willa en Mi enemigo mortal.
“Willa Cather –sigue escribiendo Katherine Anne Porter, otra sureña– actuaba por preferencia emocional, instintiva; fue de aquí para allá, de país en país, de descubrimiento en descubrimiento, en muy ricos niveles; así lo creía ella y así fue; pero era como extraer oro y piedras preciosas de las rocas, porque poseía un maravilloso equilibrio mental, una auténtica severidad y firmeza de carácter, y una disciplina originada en la voluntad y en un carácter formado por la inteligencia y la razón. Sin su gran capacidad, perfectamente natural, de amar a sus pocos elegidos, profunda, estrecha, enteramente y hasta el final, y sin su poder de atraer y conservar el amor de quienes estaban cerca de ella, fácilmente podría imaginársela encaminada hacia el más amargo de los fines”.