TALK SHOW
Yo sé
que los hombres (...)/ en casa nos hacen quedar, canturreaba pícara,
seductora y a la vez tan inocente como cuando empezó en el cine
a los 18, con un atuendo a lo Judy Garland en una improvisada escena
de music-hall de su penúltimo film, Mi marido y mi novio (1955).
Dirigida por Carlos Schlieper, un varón de tendencias feministas
avant la lettre, Delia Garcés brilló en esta comedia brillante.
Y en la citada canción, entre sonrisas y guiños intencionados,
amablemente, avisaba que las mujeres debían ser tan libres como
los hombres. De chaqueta negra hasta el nacimiento de los muslos, luciendo
quizás por primera vez sus piernas, Delia, cimbreando entre las
mesas, señalaba al azar a algunos invitados: Y usted, y
usted, y usted,/ seguro que apoyan/ a los mariditos que creen, pobrecitos,/
que nuestro deber es vestir santitos. Ya sobre el final, con esa
gracia leve y entradora, entonaba: Los hombres necesitan aprender
esta lección/ y se las enseñaremos, sí, sí./
Y cuando la aprendan bien,/ mano a mano, podremos, hermanos,/ jugar
al amor....
Doce años antes, esta actriz a la que las necrológicas
de la semana pasada trataron muy merecidamente de gran dama
del teatro y del cine había protagonizado el film Casa de muñecas,
audaz para la época adaptación a los 40
del texto de Ibsen. Delia fue una Nora tierna y aniñada en la
primera parte, luego generosa y valiente, finalmente los ojos
bien abiertos capaz del gesto más doloroso y a la vez más
honesto. Algunos críticos estuvieron en contra de que yo
hubiera hecho ese papel, le confesó llanamente la intérprete
a Claudio España en 1974. Era una cosa para grandes actrices.
Tenían razón.
No la tenían, pero así era Delia Garcés, una rarísima
ave en el espectáculo local. Una persona que eludía
la fama, los reportajes, que nunca actuaba como famosa, según
declaraba su hijo Alvaro en el capítulo de Historias con
Aplausos que le consagró Clara Zappettini hace poco más
de diez años. En esas fechas, Delia, aunque alejada del mundanal
ruido, no se dedicaba a una vida descansada: su marido el director
y dramaturgo Alberto de Zavalía, al que cuidó amorosamente
durante una larga enfermedad había muerto hacía
poco, y ella encontró un bálsamo en sus nietos, en las
plantas que cuidaba en el campo familiar sobre el que fueron esparcidas
sus cenizas. Se levanta a las cinco para tomar mate sin que la
molesten, para leer el diario a fondo, le gusta disfrutar de la soledad,
contaba este hijo que desde la panza de su mamá embarazada había
estado en el escenario donde ella hizo Living Room hasta el octavo mes.
La última y muy elogiada actuación teatral de Delia Garcés
fue la Liuba de El jardín de los cerezos, en 1966, a los 47.
Un retiro temprano para alguien que desde muy chica había preferido
el teatro. Hija de gallegos de Galicia (le aclaró
a Claudio España), una familia muy pobre, Delia se
sintió en su elemento en el Lavardén, haciendo funciones
los domingos, con otros chicos, en plazas de Buenos Aires. Estaba en
el Conservatorio, trabajaba en el Cervantes (Yo era del montón,
no pensaba en el cine, pensaba en el teatro) cuando surgió
la posibililidad de filmar. Para la joven representó sobre todo
un alivio a las penurias económicas que pasaba su madre, ya sola
y a cargo de tres hijas. Y Delia fue una adorable paisanita en Viento
Norte (1938), una ingenua estudiante en Doce mujeres (1939), el amor
idealizado de La vida de Carlos Gardel (1939), después llegó
Manuel Romero (para mi gusto, sobre sus espaldas se hizo el cine
argentino) con Gente bien y Muchachas que estudian... En 1942
ganó un premio por Veinte años y una noche... que le entregó
Orson Welles, fugaz visitante.
En 1945 fue una celebrada Dama duende; al año siguiente, encarnó
a Rosa de América y El gran amor de Bécquer, hasta cerrar
su carrera cinematográfica con Alejandra (1956). Pero antes,
en el exilio mexicano, protagonizó una de las obras maestras
de Buñuel, El (1951), donde se convirtió en víctima
del celosísimo Arturo de Córdova.
En la producción de Zappettini se pudo ver Delia Garcés
iluminando la pantalla en diversas escenas de sus films. Por ejemplo,
de Maestrita de los obreros, recitando a sus alumnos Cultivo una rosa
blanca... bajo la mirada fascinada de Oscar Valicelli. Este actor, entrevistado
para el programa, dice lo que siempre han dicho todos con rara
unanimidad de la actriz: Era la dulzura personificada. Del
primero al último, Delia los saludaba a todos con el mismo cariño.
Ella, que trabajó largamente en el Fondo Nacional de las Artes
a favor de la actividad escénica, tenía pensado hacer
muy pronto un par de funciones en el teatro Maipo, a beneficio de la
Casa del Teatro, para lo que estaba trabajando con cartas de Oscar Wilde.
Pero su corazón, que supo ser tan noble y trasparente, no la
dejó. A ella, que reivindicaba su sangre gallega y que eligió
fundirse con el campo, vale despedirla y recordarla con la Canción
de cuna para Rosalía de Castro, muerta, de García Lorca:
Galicia acostada y quieta/ transida de tristes hierbas./ Hierbas
que cubren tu lecho/ y la negra fuente de tus cabellos./ Cabellos que
van al mar/ donde las nubes tienen claro palomar./ ¡Yérguete,
amiga mía/ que ya cantan los gallos del día!.
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