La
estrella sigue naciendo
Judy Garland
fue una figura que Hollywood trituró con sus mejores armas. Los
ribetes trágicos de su vida son ahora recreados por la magnífica
Judy Davis, en una producción televisiva que transmite la señal
Hallmark.
POR
MOIRA SOTO
Entre
las figuras que Hollywood descubrió, encumbró y trituró,
acaso la de Judy Garland sea la que ha alcanzado ribetes más
desoladoramente trágicos en la memoria emotiva de su legión
de admiradores, que no cesa de crecer gracias a la reedición
de sus películas en video (con esas dos cimas que son, por diversas
razones, El mago de Oz y Nace una estrella) y sobre todo, a sus imprescindibles
discos. Por cierto, no se trata de restarle patetismo a estrellas tan
desgraciadas como por caso Francis Farmer o Marilyn Monroe,
pero al calvario de Judy Garland, tan minuciosa e inexorablemente marcado,
se une ese talento inmenso que logró hacer remontar tantas veces
después de tocar fondo; cada vez más herida su alma, cada
vez más ricas, comunicativas y profundas fueron sus interpretaciones.
Que la actriz y cantante muerta en 1969 es una de las estrellas más
amadas de todos los tiempos lo prueba, además, el hecho de que
la reciente producción televisiva La vida de Judy Garland
(Hallmark Channel), emitida por la televisión abierta en los
Estados Unidos, atrajo a 20 millones de espectadores, pasando por encima
a todas las otras películas ofrecidas en el horario central nocturno.
Además fue votada la favorita entre los adultos de 18 a 49 años.
La vida de... se basa en el relato autobiográfico
escrito por Lorna Luft hermana de Liza, frustrada actriz que apareció
en Grease 2, está dirigida por Robert Ackerman y protagonizada
por Tammy Blanchard, casi un espejismo de Garland joven, y Judy Davis,
impresionante en la accidentada edad adulta. Esta realización
sigue en forma lineal y a grandes trazos la historia de Frances Ethel
Gumm, luego rebautizada Judy Garland, niña superdotada, adolescente
brutalmente explotada, joven insegura e incomprendida; mujer enamoradiza
que podía caer en los brazos de Artie Shaw o de Joseph Mankiewicz,
tanto como en los gays bien intencionados como Vincente Minnelli o vividores
(y además convertirlos en sus maridos); artista hipersensible
pero nada apta para los negocios, de los que se ocuparon managers aprovechadores;
madre tierna en los ratos buenos, incapaz de asumir esa responsabilidad
en los bajones de los que nunca volvía del todo.
Estrenada esta semana en la Argentina por la señal de cable Hallmark,
La vida de Judy Garland se repetirá en versión
completa (partes 1 y 2) los próximos 7 y 8 de diciembre, y 2
y 3 de enero del 2002, siempre a las 21.
Atrapada
por la industria
¿Qué hubiese sido de la voz y el talento de Judy Garland
en condiciones más favorables para su maduración afectiva
y su felicidad personal? ¿Habría acaso alcanzado el mismo
nivel de rendimiento emocional que conocemos, en parte provocado por
ese malestar de vivir que la llevó a reiterados intentos de suicidio?
No hay respuestas infalibles a estas preguntas, lo realmente seguro
es que Judy tenía un don único, portentoso, que luego
de llamar la atención en su infancia, sobresaliendo junto asus
hermanas mayores empezó a expandirse en los primeros films
producidos por la Metro, y detonó plenamente en El mago de Oz
(1938). Una producción en principio pensada para la mofletuda
Shirley Temple, que afortunadamente, gracias a que la Fox no quiso prestar
a Ricitos de Oro, fue protagonizada por la incipiente actriz y cantante
de 16 años. En ese rodaje, pues, comenzó el auge y las
desventuras de Judy Garland: sus pechos fueron vendados para que pareciese
una niña, se la sometió a extenuantes sesiones de trabajo
(pruebas diversas, ensayos, fotos, más ensayos, el propio rodaje
del film), siempre bajo la mirada inclemente de su madre que aceptó
sin vueltas las anfetaminas y los tranquilizantes que le empezaron a
administrar a la naciente estrella para exprimir al extremo su rendimiento.
El gran suceso de El mago de Oz no hizo sino empeorar esta situación
de estrés y de consumo de drogas, origen de sus posteriores
adicciones al sucederse ininterrumpidamente los rodajes. Judy
Garland, ya distanciada de su progenitora y controlada de cerca por
el zar de la Metro, supo dejar chiquitas a Hedy Lamarr y a Lana Turner
en Ziegfeld Girls (1941) y se emparejó con Gene Kelly en For
me and for my Gal (1942). En un alto de alguna filmación, se
casó matrimonio fugaz, por cierto con un tal David
Rose, y tuvo varios romances con hombres del ambiente musical y cinematográfico
hasta que en 1944 conoció a Vincente Minnelli e hizo con él
un innovador musical, Meet me in Saint Louis. El rodaje se complicó
por los altibajos anímicos de Judy que entonó divinamente
The Boy Next Door y The Trolley Song, uno de
sus temas favoritos, pero la película funcionó bien
al estrenarse. Director e intérprete limaron sus diferencias
en una serie de cenas y, contra todos los pronósticos casi
toda la farándula sabía que él era homosexual,
se casan en 1945 y al año siguiente nace Liza (vivo retrato del
padre, por si hacía falta acallar las malas lenguas). Con Minnelli,
gran cineasta, Garland hizo joyas como la estilizada Ziegfeld Follies
y El pirata, delirante fantasía en un Caribe escenográfico.
Si bien Judy Garland prosigue con cierta apariencia de normalidad su
carrera, pasa de Cole Porter a Irving Berlin, de Gene Kelly a Fred Astaire,
sus depresiones se acentúan. En 1948 debe ser reemplazada por
Ginger Rogers debido a una internación, luego de varias crisis.
Entre otros papeles pierde el de Annie Get Your Gun, que recae en la
mediocre Betty Hutton. Las impuntualidades se multiplican, crece su
terror a las cámaras y Judy es considerada una molestia por la
misma industria que la había endiosado y que ganó muchísimo
dinero con ella. En Summer Stock (1950), un año antes de su divorcio
de Minnelli, ya se evidencia en pantalla su deterioro, lo que no obsta
para que cante con alma y vida uno de sus himnos, Get Happy.
Al
amparo del escenario
En los años 50, quebrada, desesperada, Judy busca refugio
en el escenario. Y lo encuentra. Comienzan sus recitales públicos
y bate records, aclamada por público y crítica. Tuvo
algo de una Piaf americana que emitía sus penas desde la cadencia
de un blues sentimental, señala acertadamente Terenci Moix
en Mis inmortales de Hollywood.
Nuevos casamientos y nuevos divorcios, también nuevos hijos.
El matrimonio más duradero es con Sidney Luft, artífice
de la remake de Nace una estrella (1954), que trata precisamente de
las trampas de Hollywood y dirigió George Cukor. Garland, en
el cenit de sus recursos dramáticos, estuvo despampanante, pero
la limitada Grace Kelly, con La que volvió por su amor, le hurtó
el Oscar. James Mason, estupendo coprotagonista, siempre defendió
a Judy: Los que la critican, se olvidan de que no se hechiza al
público con el mero ejercicio de la puntualidad. En el estudio
siempre están los que quieren terminar a horario, pero cuando
se quiere algoúnico, como el talento de Judy, hace falta estima,
comprensión y tolerancia.
A pesar de todo, aun en franco declive, Judy Garland la siguió
peleando, hizo de tripas corazón, sacó energías
del dolor y tuvo su famosa noche del Carnegie Hall, en junio de 1961.
Al año siguiente estuvo conmovedora en A Child is Waiting, dirigida
por John Casavettes. Y en 1963 hizo en Inglaterra su último film,
I Could Go on Singing, junto a Dirk Bogarde, que por suerte la adoraba.
Al cabo de incontables tentativas a lo largo de los años, Judy
Garland lo logró en 1969, en un hotel de Londres: murió
de sobredosis, sentada sobre el inodoro, totalmente vestida, el rostro
ensangrentado. Tenía cientos de años, apunta
Kenneth Anger en Hollywood Babilonia. Era la más anciana
de todas las estrellas si nos atenemos a sus tormentas y al precio que
debió pagar por ellas.
La
otra Judy
Ahora ella tiene la edad de Judy Garland cuando murió. Sin embargo,
si se la compara con las últimas fotos de la actriz y cantante,
Judy Davis parece veinte años más joven. Sin duda, la
australiana apreciada por directores como los hermanos Coen, David
Cronenberg, Woody Allen, Clint Eastwood y algunos otros que se le animaron
a su arrasadora personalidad era la mejor elección para
encarnar a Garland en la adultez. Aunque Davis parece una dama en sus
cabales, hay algo en la extraña fiereza de su mirada, en los
gestos de su gran boca (de colágeno natural) que la hace parecer
casi siempre al borde de algún brote de efectos impredecibles.
La chica que iba al conservatorio con Mel Gibson y se tentaba de risa
con él en la escena del balcón de Romeo y Julieta se hizo
notar en Mi brillante carrera (1980). Siguió con algunas películas
por debajo de sus méritos hasta Pasaje a la India (1984). Hizo
bastante teatro, se enamoró de Bergman y, aunque había
perdido la fe (católica) a los 14, rezó para que el sueco
la dirigiese en algún film parecido a El silencio. Todavía
no perdió las esperanzas.
En los Estados Unidos, y en los 90, actuó en Festín
desnudo, Barton Fink, Maridos y esposas... Es la más grande
actriz de su generación, declaró el editor de Première,
Peter Biskind, en 1994. Es la santa patrona de las emociones modernas,
asegura el escritor y director Michael Tolkin.
La reina de las neuróticas en el cine rinde una interpretación
descacharrante en La vida de Judy Garland. Lejos de la imitación
servil, Judy Davis hace una inteligente y sutil representación
de un personaje al que evidentemente ha estudiado y elaborado a conciencia
pura. Su labor supera al guión, a la realización: su presencia
magnética, vulnerable, atormentada, oscura y radiante logra lo
que parecía imposible: estar realmente a la altura de la leyenda.