INSTALACION TEATRAL
Mezcladora, condimentadora, experimentadora, Oria Puppo combinó en su instalación teatral Deslenguajes elementos de variadas disciplinas. El resultado, que se pudo ver en el Recoleta, fue potente y deslumbrante. Por Soledad Vallejos Una chica enterrada
en un desierto de cristal. Las pequeñas esferas, transparentes,
la atrapan, la muestran,
de momento, a oscuras en esa pequeña pecera. Viste un chemisier,
pero eso no importa. Hasta ahora, fue el silencio. De repente, cuando
el juego tan infinito como retorcido de lamparitas de toda forma y color,
dispuestas como flores de tallo metálico, empieza a encenderse,
las intensidades varían. La chica del desierto de cristal se
incorpora, mira algo ubicado en un más allá. Se despereza,
vuelve a mirar, debe escuchar algo, pensar bastante y esperar demasiado.
Y, aunque nadie sepa qué es, todos pueden sentir en la piel el
peso de esa expectativa. Los foquitos siguen su juego. Enciende, apaga,
desvanece, reaparece. Caminando algunos pasos más hacia el fondo,
en esa mezcla entre pasarela y pasillo, un cristal opaco deja entrever,
negando con la perversión del objeto de un voyeur, la espalda
desnuda de un hombre. Allí, en ese cuarto, también está
la oscuridad. La chica, la del principio, ahora sufre. Algo la angustia,
pero ese rostro, esos gestos, con el zumbido incesante de fondo, con
esos pequeños respiros como de música electrónica,
pueden convertirse en cualquier otra cosa. Una experiencia perceptiva,
sensorial, emotiva, pero de emoción pura y exclusivamente corporal.
Entra por los ojos, por los oídos, por la memoria del hombre
desnudo que camina hacia el fondo de su encierro lentamente; que regresa
a su vidrio, que parece escuchar algún rumor detrás de
una pared, mientras un tanque de agua se recarga. El pasillo sigue:
un espacio algo más pequeño que los anteriores, incorporado
a la pasarela (a diferencia de la distancia que lo separaba de los demás).
Algunas personas se acercan, buscando la imagen, y sólo encuentran
dos voces. Francés y castellano, una chica susurrando algo que
sólo puede haber escrito el Marqués de Sade. Nada para
ver, todo para percibir aun no entendiendo francés ni castellano.
Las luces siguen alterando los estímulos, el zumbido nunca calló.
Al final, el único espacio sin nada más que la distancia
para separar. Como clavado, como recostado, como atrapado voluntariamente
entre palos que salen de una pared con colores psicodélicos,
un hombre mira nada, o al público, que para el caso es lo mismo.
De tanto en tanto, como una sandía con toda la animalidad de
que es capaz. De tanto en tanto, también, cuando sus propias
luces deciden abandonarlo, duerme con el gesto de un feto, en su misma
posición. Digamos que
Oria no falta a la verdad. El asunto es que, desde ese día en
que llamó desde París esperando que su amiga, la productora
María Ana Zago, le dijera que no habían tenido suerte
con los subsidios sólo para escuchar que mejor era poner manos
a la obra porque les habían concedido el de creación artística,
a las tantas puestas en que se desempeña como vestuarista y en
ocasiones escenógrafa, se sumó este proyecto individual.
Porque ella es de las que anda por todos lados y deja marca sin grandes
estridencias, de las silenciosas para el público desorientado,
pero respetadas por los más atentos y el circuito. Una pequeña
muestra que puede comprobarlo: sólo entre este año y el
anterior pudieron verse los efectos de su mano en El juego del bebé,
Cenicienta: la historia continúa, Proyecto Brecht, Sueño
de una noche de verano y Mein Kampf Farce. Y eso sin contar la coordinación
técnica en los dos últimos Festivales Internacionales
de Teatro, Danza y Música de Buenos Aires. |