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El milagro secreto

La montaña del alma
Gao Xingjian
Trad. de Liao Yanping y José Ramón Monreal
Ediciones del Bronce/Planeta
Barcelona, 2001
650 págs. $ 29

POR GUILLERMO SACCOMANNO Hace algunos años el escritor James Ballard, un estilista profético nacido en Shangai en 1930, afirmaba que desde que los escritores empezaron a emplear computadoras las novelas vienen cada vez más voluminosas y menos profundas. La montaña del alma de Gao Xingjian, también chino, nacido en Jangsu diez años después que Ballard, viene a probar que no siempre las novelas voluminosas son livianas. La excepcionalidad, en este caso, se cifra en la combinación de clandestinidad, censura y exilio como condicionantes de esta novela, pero a la vez como factores que potenciaron la escritura silenciosa de este escritor que es también pintor, dramaturgo y director de teatro. Xingjian se exilió en París en 1987, dos años antes de la masacre de Tiananmen. La montaña del alma le llevó siete años de escritura (desde 1982 en Pekín hasta 1989 en París).
“Para el escritor que aspiraba a conservar su libertad, no sólo la intelectual, la elección era el silencio o la huida”, ha dicho Xingjian. Quizá no abunden, en los últimos tiempos, revelaciones literarias del calibre de La montaña del alma, a la que puede compararse, en calidad y extensión, quizá solamente los bellísimos y estremecedores cuentos siberianos de Relatos de Kolima del ruso Varlan Shalamov. La voluminosidad, eso que Ballard criticaba como propósito espúreo, cambia acá de significado para transformarse en rilkeana urgencia torrencial: “No escriba a menos que sea necesario”, le recomendaba Rilke al joven poeta Kappus. La fecundidad y ya no la voluminosidad es el rasgo que caracteriza a Xingjian. En La montaña del alma no hay nada de ese chatarrerío retórico que se usa para abultar un best–seller. Xingjian ha escrito esta novela monumental como proyecto de indagación personal, en principio.
Raramente las declaraciones de un Premio Nobel superan esa falsa humildad típica de toda feria de vanidades. Günter Grass, no hace demasiado, fue uno, al recobrar el interrogante adorniano sobre cómo escribir después de Auschwitz. El discurso que pronunció Xingjian frente a la Academia Sueca –ambos discursos fueron oportunamente publicados por Radarlibros– fue otro.
La montaña del alma es un libro que se adapta a la definición antigua que en China se le otorga a la novela, un género en el que entra todo y todo está permitido, del epigrama al aguafuerte, del cuento corto a la fábula, desde la poesía hasta la aventura. Un escritor que se termina de salvar de un cáncer emprende un viaje a través de China buscando la legendaria montaña. El viaje no lo es sólo en un registro geográfico, realista y concreto. En chino, “Montaña del alma” se dice Lingsham –tal el título original del libro–, y existe homofonía entre lingsham y lingian, “precisión”. El escritor anota: “Si lleva más tiempo, ¿el camino es más fácil? Si resulta más fácil, ¿se encuentra fácilmente? ¿Lo importante es la sinceridad? ¿Conduce la sinceridad a la precisión? ¿Y la precisión conduce a la Roca del alma? Precisión o no, todo es cuestión simplemente de suerte, ¿no es cierto acaso que los que tienen suerte encuentran sin buscar? ¡Uno podría pasarse la vida buscándola sin encontrarla, como toparse con ella por pura casualidad! ¿No es esta Rocadel alma más que un fragmento de dura roca? Si no está bien hablar así, ¿cómo hay que hacerlo entonces? ¿Está bien hablar así o no se puede hacerlo? Eso depende enteramente de ti, ella será como tú la veas, si piensas que es una mujer hermosa, pues será una mujer hermosa, si en tu corazón alimentas malos pensamientos, no verás más que un monstruo”.
La precisión es un ejercicio requisitorio que supera el encierro en el lenguaje. “El lenguaje es lo que cuenta”, sostiene Xingjian. Pero “es una búsqueda de estilo”, define. Y agrega: “Tienes que respetar este viaje lineal. Incluso si cambias los pronombres yo, tú, él, una novela sigue siendo un monólogo”. Para Xingjian la expresión de su novela tiene referentes que pueden ser tanto el I Ching como el koan zen. Pero no se crea que esta novela es experimentación. Si lo es, su objetivo es ante todo solidario: del otro lado de cada página está el lector, que hace del oficio de contar una práctica solidaria. De este modo, sin descuidar la forma, Xingjian persigue una summa narrativa, desde la experiencia (en el sentido benjaminiano) hacia quien escucha el relato de su viaje, que comprende desde hechiceras y ladrones de tumbas hasta fragmentos de autorretrato que involucran peripecias eróticas, situaciones de rezo y referencias tangibles en granjas de reeducación.
Alguna vez, en Occidente, se pensó que el novelista podía ser Dios -así, con mayúsculas–, supremo hacedor de destinos. Xingjian se define como ateo, pero no por eso prescinde de una fe personal en la escritura. En las últimas páginas de su novela, Dios, como parodiando el legendario haikú del japonés Bashó, se encarna en una rana: “Parpadea para hablarme”, escribe Xingjian. “Cuando Dios habla a los hombres, no quiere que oigan su voz.” Quizás así se explica que la voz transmisora de la fe –una fe en la escritura– para Xingjian está en los grandes inéditos en vida: Kafka y Pessoa. La montaña del alma, escrita en el silencio, la clandestinidad y la censura, como se dijo, es una de esas obras que valen por haber nacido de la necesidad existencial y no marketinera.
Con su título, que huele a variante de ficción new age, La montaña del alma se erige justamente como todo lo contrario: una crónica deslumbrante en la que conviven (de modo elusivo, indicial) tanto el desgarrado Lenz de Büchner como el alucinado En el camino de Kerouac, pero desde un grado cero de la ilusión literaria, devolviéndole a la literatura, con un refinamiento extraordinario, un estado de goce absoluto. “Puedo igualmente considerar que ese parpadeo de la rana no tiene ningún sentido, pero su sentido radica tal vez precisamente en su ausencia de sentido”, concluye Xingjian. Y se pregunta: “No existen los milagros, he aquí lo que Dios me ha dicho, a mí, eternamente insatisfecho. Le hago la pregunta: en ese caso, ¿queda algo por buscar?”.

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