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Una luz cegadora
Acaba de distribuirse
la Poesía completa de Alejandra Pizarnik en una exquisita edición que
Lumen de Barcelona encomendó a Ana Becciú. Son casi quinientas páginas
que incluyen una gran cantidad de inéditos que obligan a una reconsideración
total de la obra de una de las más grandes poetas del siglo pasado.
POR
DELFINA MUSCHIETTI Preciso y precioso es este libro, como los
nombres que convocaba Alejandra Pizarnik para sus poemas. Era inevitable
esta Poesía completa de una de una las poetas fundamentales de
la Argentina en el siglo XX. Es una suerte que el resultado sea una recopilación
minuciosa, atenta y cuidada como la que ha realizado Ana Becciú
(otra importante poeta argentina) para la Editorial Lumen.
Esta obra completa no deja ningún texto afuera, como los dos primeros
libros (La tierra más ajena y Un signo en tu sombra) que fueron
olvidados en recopilaciones previas y nos acerca otros hasta ahora desconocidos.
Merecida puesta en foco e iluminación de una obra que ha sufrido
no pocos ataques. Como antes Borges ante Alfonsina Storni, algunos escritores
y escritoras contemporáneos se han prestado en relación
con esta escritura a un despectivo e irónico malentendido, que
muy poca justicia hace a esta obra inolvidable. Decir solapadamente o
a voces que los poemas de Alejandra Pizarnik son cursis (o más
finamente kitsch) o demasiado enfáticos en su protocolo de destinodepoeta
termina subsidiando ese otro sector de la crítica, aquel trillado
comentario clínico, anquilosado y trascendentalista
del que ya estábamos un tanto cansados. Como si cualquier ojo malévolo
no pudiera encontrar líneas cursis en Oliverio Girondo, César
Vallejo o Juan L. Ortiz, por nombrar tan sólo a tres de los más
grandes poetas hispanoamericanos del siglo pasado.
Quizás porque los poemas, como cuerpo violentado, se exponen en
ese yo deshecho, triturado y fragmentado, y un cierto grado
de lo cursi resulta inevitable en la poesía. Sin la máscara
protectora del narrador, la poesía exhibe lengua, música,
carne. Y en el esplendor del procedimiento procesa sin temores la memoria
individual y colectiva. Por eso es tan difícil el trabajo preciso
y obsesivo del poema con las palabras. Nadie podrá negar la desmesura
de ese trabajo en los textos firmados por Alejandra Pizarnik: ninguna
obra como la suya fue capaz de llevar tan lejos los pronombres personales,
como casillas vacías, de un lado a otro de la sintaxis castellana,
hasta el límite de un juego donde la identidad se disuelve y, al
mismo tiempo, levanta precisa y preciosamente una identidad o enunciación
colectiva: la de las pequeñas muertas.
Como antes lo hiciera Sylvia Plath en el ámbito de la poesía
norteamericana, aquí Alejandra Pizarnik afirma e inventa una tradición,
haciendo arco con la poesía de la Storni: la voz propia
del género en la poesía argentina contemporánea.
Una voz expropiada, como todas, pero que Pizarnik se empeñó
en dibujar con perfecta precisión en una apuesta formal desmesurada.
La estela así abierta ha sido infinita: desmesurada la importancia
de su obra y desmesurado el efecto de su productividad estética
en la poesía actual.
Pero no son tan sólo esos sus méritos. Ningún poema
como los de Alejandra Pizarnik para lograr esa síntesis brillante
en el lenguaje que deja en la mente esa impresión duradera como
la huella de un flash. Poemas menudos, concisos e infinitos en su capacidad
de desplegar sentidos. Herméticos, cerrados sobre sí y al
mismo tiempo, como el infierno musical, fijados a nuestra memoria (par
coer, como quería Derrida), por esa indisoluble e intraducible
conjunción de letra y sentido: Explicar con palabras de este
mundo/ que partió de mí un barco llevándome.
El comienzo del camino en el que Pizarnik se volvió eléctrica,
como Bob Dylan: pura intensidad del desalojo del yo en las
ruinas del lenguaje.
Pero la obra no se queda en esa perfección de la forma y del desquicio
pronominal. También podríamos decir que Pizarnik es maestra
en el arte de leer. La tan meneada intertextualidad que se
esgrime casi en contra de su escritura en una velada acusación
de plagio, en verdad se exhibe en ella en el verdadero sentido que Bajtin
le dio a esa palabra (antes de ser traducida por Kristeva). Los grandes
poetas no hacen sino leer y procesar: triturar la tradición, sea
ésta cual fuere. Allí, en el laboratorio dellenguaje, experimentan.
Vallejo con Darío, Girondo con todas las vanguardias, Juanele con
los simbolistas, Perlongher con todo el modernismo, Carrera con Juanele
y la tradición del campo, Bellessi con la propia Pizarnik. Una
gran obra como la de Pizarnik no hace sino fagocitar sus lecturas (Trakl,
Hölderlin, Rimbaud, Artaud y todo el surrealismo, Carroll, y hasta
los poetas contemporáneos menores o no como Porchia
u Olga Orozco) para producir una voz tan propia en su ajenidad, en su
fuerza centrífuga y maquínica, que luego sólo podemos
reconocer un estilo, una forma de decir, una cierta cantidad formal a
la que sin duda adscribimos una firma.
Y hay todavía algo más en esta apuesta desmesuradamente
original. La obra de Pizarnik también abre un costado clandestino
e incandescente, que permaneció en la oscuridad en vida de la autora,
y que llega a la publicación después de su muerte por el
trabajo de las poetas que admiraron su obra, como Ana Becciú. Una
voz desatada, irónica, obscena, que urde una trama paródica,
violenta, mordaz y desopilante que vuelve a abrir camino para las mujeres
escritoras e ilumina los sectores prohibidos para sus firmas. Como un
cartel de neón que hubiera permanecido apagado y ahora se enciende
con alguna forma de luz cegadora, y que en esta compilación nos
acerca verdaderas joyas que hasta ahora desconocíamos. Hablo, por
ejemplo, de Sala de Psicopatología, un texto fechado
en 1971 que parece lograr de manera sucinta y perfecta la síntesis
de esa complejidad al menos doble de la obra de Pizarnik: un registro
hiperculto e hipercuidado para la escritura de sus poemas publicables
y un registro que podríamos llamar deslenguado para los impublicables,
con una violencia y una voluntad paródica cercana a la de Osvaldo
Lamborghini, y que resulta asombroso a la luz del aquel primer registro.
Este texto inédito hasta ahora logra una síntesis realmente
llamativa donde se aúnan la pasión por la cita de las lecturas
preferidas (Rimbaud, Kafka, Freud, Nietzsche, Éluard), el humor
que hiere como un bisturí, el estallido experimental de los géneros
(poesía en prosa, verso, diario, porno, autoparodia) y la tersura
inigualable de algunas líneas de esa Pizarnik publicable.
Todo ello tramado con una despiadada crítica al mal psicoanálisis
postFreud en la que surgen lapidarias iluminaciones: esa apuesta
a la visibilidad del deseo gay francamente valiente, y esa asimilación
deslumbrante de la belleza verbal de la psicoterapia con el suicidio.
Justo en el borde de esos textos autorreferenciales como el diario, donde
cada uno de nosotros puede mirarse un poco en el espejo y al mismo tiempo
permanecer shockeado por el asombro ante una estimulante extrañeza
estética (Soy una perra a pesar de Hegel), este texto
y esta escritura llaman la atención sobre cuánto quedaba
por hacer aún en la obra de Pizarnik. Ni combinatoria ni palabra
terminada, esta Poesía completa desmiente esas ambiguas críticas
que la han perseguido como un cortejo circense. Pareciera que la única
y más alta justicia que merece esta obra (y que la mayoría
de la crítica que la comenta parece ignorar) es ser realmente objeto
de esa inteligente y aguda práctica que pedía impacientemente
el propio Osvaldo Lamborghini: ¡Lean, che!.
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