|
RESEÑAS
Decimonónico
Pensar
con la historia
Carl E. Schorske
Trad. Isabel Ozores
Taurus
Madrid, 2001
393 páginas, $ 29
por
Joaquín Mirkin
La lectura
y reflexión del último libro de Carl Schorske Pensar con
la historia (ensayos sobre la transición a la modernidad) conduce
a cosas tan diversas (y ciertamente relacionadas entre sí) como
las ideas de la ciudad en el pensamiento europeo, la invocación
histórica del pasado medieval en pensadores como Disraeli, Pugin
y Coleridge, la historia arquitectónica y social del Kunsthistorisches
Museum en el distrito circular de Viena, la comparación del pensamiento
de Richard Wagner y William Morris, y la obsesión de Sigmund Freud
por la cultura egipcia; todo ello en un momento, como el actual, en el
que los historiadores y los científicos sociales tienden a especializarse
en un área de estudio. Allí reside la originalidad de Schorske:
Pensar con la historia es un extraordinario y jugoso paseo por un momento
determinado de la historia, el que marca la transición a la modernidad.
El tema principal del libro lo constituye la Europa del siglo XIX, donde
la historia se convirtió en una forma de construcción de
significados para las clases ilustradas, y que hacia fines de siglo fue
abandonada a favor de una modernidad que prescindió de ella. En
la mayoría de los campos de la cultura intelectual y artística,
escribe Schorske, se aprendió a pensar sin la historia. La
propia palabra modernidad surgió para diferenciar nuestras vidas
y nuestro tiempo de lo que había ocurrido anteriormente, de la
historia en su conjunto como tal... La mente moderna se ha vuelto indiferente
a la historia, ya que ésta no resulta útil para sus proyectos.
Carl E. Schorske es profesor emérito de Historia en la Universidad
de Princeton, con una larga e intensa carrera académica y profesional
narradas en uno de los capítulos (El autor: encuentro con
la historia). Trabajó en Harvard y Berkeley, y publicó
Viena fin-de-siécle. Política y cultura, con el que obtuvo
un Pulitzer. Además es autor de Budapest y Nueva York: Estudios
sobre transformaciones metropolitanas, 1870-1930, 1 siglo XX. Su última
compilación contiene trece ensayos sobre la visión histórica
de la cultura, cada uno de ellos narrados con gran lucidez. Por momentos,
la lectura es trabajosa aunque, aún así, hay que reconocerle
al autor su habilidad en trasmitir pasión por lo que escribe, a
punto tal de convertir algunos ensayos en capítulos de una novela
difícil de abandonar, algo que, hay que decirlo, no caracteriza
a la mayoría de los ensayos de los intelectuales de hoy.
Pensar con la historia tiene dos partes: la primera sobre las culturas
historicistas en la Europa del siglo XIX, y la segunda sobre la modernidad
de Viena. Cada uno de los ensayos incluidos en esta compilación
es una profunda y erudita versión de la génesis de nuestro
propio mundo cultural. Gracias a su estímulo, es altamente probable
que el lector salga a buscar nuevos caminos y exploraciones en el mar
del conocimiento histórico.
La
fuga
El
palacio de las blanquísimas mofetas
Reinaldo Arenas
Tusquets
Barcelona, 2001
366 págs. $21
Por
Sergio Di Nucci
Un jadeante
José Lezama Lima proclamaba a principios de la década de
1950 que lo cubano era sólo una categoría del espíritu
al margen de la historia. La obra de Reinaldo Arenas es como la Cuba de
Lezama Lima: venal y paródica. Una paradisíaca insularidad
respira en cada una de sus páginas, a las que no se puede acusar
de impolíticas. Sí de conmovedoras y valientes. Por detrás
de una prosa que llama con insistencia al absurdo, hay un fondo que, en
su caso, es siempre moral y político.
Precedida por El color del verano y Celestino antes del alba, El palacio
de las blanquísimas mofetas conforma una pentagonía que
se completa con Otra vez el mar y El Asalto. Arenas prefiere los géneros
intermedios en que la invención y la parodia se tocan y ésta
sirve de arranque a la crítica, al ensayo humorístico, a
la digresión ética o política. No se resigna tampoco
a desarrollar la fábula, y la deja donde le estorba. El período
retratado en El palacio de las blanquísimas mofetas es el de la
Cuba prerrevolucionaria, encarnado en las peripecias de Fortunato, un
jovencito de Holguín que escapa de las miserias familiares uniéndose,
en diciembre de 1958, a los rebeldes de la provincia de Oriente. En
esta casa desespera el protagonista nadie se atreve a salir
por miedo a tropezarse con la muerte en mitad del patio, y mientras tanto
nos vamos muriendo aquí adentro. Y la muerte afuera, como si tal
cosa. Pero yo he de salir, pero yo he de salir. Se trata de una
huida hacia delante, constatada por el salto que va del habla campesina,
cuajada de heterodoxias y resignaciones, al tono bravucón de los
revolucionarios. Las instituciones, sin embargo, nunca se van del todo.
Como nos muestra en su autobiografía, Reinaldo Arenas crea nombres
y con el pretexto de tales nombres nos describe una sola alma: la suya.
En El palacio de las blanquísimas mofetas las referencias están
ahí para ser descubiertas sin esfuerzo, porque el universo que
describe el autor es el que mejor conoce, el habitado por vidas trazadas
de antemano, estimuladas por un catolicismo a medida, por la seductora
proximidad de la muerte, que conforma
y redime. Arenas pudo gritar como Paul Nizan: No permitiré
a nadie que me
diga que la juventud es la edad más
hermosa.
En momentos en que se desoyen cada vez más a los enfáticos
portavoces de lugares comunes de la izquierda, la figura de Reinaldo Arenas
se acrecienta. Los motivos no son siempre buenos y entre la sorna y la
piedad la reacción gana terreno. Arenas no fue el poeta benéfico
y manso que muestra el film de Julián Schnabel. No fue un prosopopéyico
abanderado de la libertad de expresión ni un artista, en el peor
sentido de la palabra, infatuado con la invención y las aventuras
místicas. Arenas fue un homosexual promiscuo y escatológico,
un feroz anticastrista encarcelado y torturado por volcar su experiencia
en libros cuya prosa explosiva tenía llegada al exterior. Una prosa
que continúa promoviendo el elogio y la sanción. En esto
y no en otra cosa radica su grandeza, a pesar de los homenajes póstumos
y a pesar de las apropiaciones repelentes.
El
paraíso perdido
Mis
milagros/ Baladas hebreas
Else Lasker-Schüler
Edic. bilingüe, trad. Oscar Caeiro
Alción Editora
Córdoba, 2001
148 págs. $
Por
Jorge Baron Biza
Else
Lasker-Schüler nació en una familia rica, provinciana y judía,
en 1869. Casada, se instaló en Berlín donde nació
su hijo Paul. Estimulada por su madre al arte, publicó su primera
colección de poemas en 1902. En sus libros posteriores retomó
temas y poemas, los reformó y desarrolló. Insatisfecha con
la vida burguesa que le daba su esposo médico, se divorció
y se casó con Hervarth Walden, quien en 1910 dirigía la
revista Der Sturm. Esta revista fue la columna vertebral del expresionismo
durante sus primeros diez años y a través de ella conoció
la autora a los pintores Kokoschka, Nolde, Kirchner y los escritores Döblin,
Benn, Scheebart. En este período aparecen las dos colecciones que
comentamos, publicadas ahora en edición bilingüe con traducción
impecable de Oscar Caeiro.
En la década del 20, Der Sturm se decidió por el arte político,
precisamente en el período en que tanto la burguesía como
la izquierda bolchevique retiraban su apoyo a las vanguardias. Con este
telón de fondo, la poeta se divorció por segunda vez y comenzó
la parte sombría de su vida. Arrebatada por la vida bohemia, conoció
las estrecheces. La muerte de su hijo en 1927 fue un golpe muy rudo. Else
tenía un fuerte instinto de filiación y adoraba a su madre
y a su hijo: Nunca he visto la mañana,/ Nunca buscado a Dios./
Pero ahora ando en torno a los dorados miembros/ De mi hijo/ Y busco a
Dios, había escrito en la niñez del chico. Y de su
madre: ¿Fue ella el gran ángel/ Que andaba junto a
mí?(...) Si mi sonrisa no se hubiera hundido en el rostro/La colgaría
sobre su tumba.
Este hondo reconocimiento de las filiaciones se extiende también
al terreno cultural: su poesía abreva tanto en lo hebreo como en
lo alemán. Dentro del clima de amplia tolerancia que estimulaba
su amigo Martin Buber, la poeta recibía la tradición católica
y no veía inconvenientes en dedicar un poema a María de
Nazareth (Sueña, demórate, doncella María)
o al Dalai Lama (Dulce hijo del Lama en un trono de plantas de almizcle,/
Desde cuándo besa tu boca a la mía...). Ponía
en práctica las ideas de Buber sobre poesía: la lírica
no es nunca un ejercicio solitario, el Otro no sólo está
implícito en el poema, sino que solicita permanentemente al poeta
para conmoverlo y reconfortarlo.
Lasker-Schüler no dejó de publicar a pesar de las crecientes
dificultades personales. Su obra ahora estudiada en detalle
incluye prosa y teatro, en donde son más evidentes las huellas
expresionistas. Llegó a obtener premios literarios de importancia
nacional, pero en 1933 su vida giró bruscamente. Una banda nazi
la apaleó con una barra de hierro. Sin volver a su domicilio, la
poeta huyó a Suiza.
En el exilio, conoció las espaldas de muchos escritores, entre
ellos Thomas Mann. Desarraigada, viajó en varias oportunidades
a Jerusalén. Finalmente se radicó en la ciudad tres veces
santa, pero los desengaños la habían convertido en una anciana
excéntrica, que se paseaba por las estrechas calles con ropa anticuada
y joyas inoportunas. La situación política de su nuevo hogar
tampoco respaldó sus utopías de juventud. Murió en
1945 y fue enterrada al pie del Monte de los Olivos.
En las dos colecciones de este libro, de 1911 y 1913, es notable observar
cómo la tradición cultural le sirve a la poeta como muro
de contención a los excesos del expresionismo, que rápidamente
se convirtió -en otros artistas en una parodia retórica
del vitalismo informal originario. Lasker-Schüler suma diversidades,
pero obtiene un resultado de asombroso equilibrio, una vanguardia clásica.
La autora aprovecha la tradición de la balada alemana, tomada en
el punto de madurez de Goethe y Heine, en el que el poeta no acompaña
una acción sino que se integra a una atmósfera en un punto
clave que no es necesariamente el de la culminación de la acción.
De gran originalidad y audacia es por ejemplo Faraón y José
en el que el punto de vista de la poeta es el descanso de ambos personajes
bíblicos, unidos por una relación erótica en la que
se sugiere lo popular (otro elemento de la balada) al sustituir el perfume
por el trigo: Faraón repudia a sus florecientes mujeres,/
Tienen el perfume de los jardines de Amón.// Su cabeza real descansa
sobre mi hombro,/ que huele a trigo.
Los pareados muy rítmicos de la balada clásica alemana se
transforman en versos más tersos, menos cortantes, que dejan espacio
para un erotismo suave, oriental y a veces indefinido.
Su manera de presentar los temas por imágenes con algo de
enunciación visionaria de los profetas, sin acción,
su apoyo en diferentes tradiciones y sus metáforas vanguardistas
arrancan a estos poemas de la historia y los colocan con gran fuerza en
las emociones del mito. No es extraño, entonces, que surjan, detrás
de las exploraciones expresionistas, fuertes antecedentes románticos
sumados al contexto judío: el cuerpo vinculado con elementos de
la Naturaleza, el sentido siempre huidizo y siempre inminente de la noche,
el amado como vía trascendente, singularizado tanto en el Cantar
de los Cantares como en el individualismo romántico, el amor
como clave del absoluto en ambas tradiciones.
Las desilusiones de Else Lasker Schüler son ya una de las claves
del siglo pasado, pero, fuera de la historia, su poesía nos llega
para reconfortarnos con un soplo perenne.
La
marea del recuerdo
EL
MAR QUE NOS TRAJO
Griselda Gambaro
Norma
Buenos Aires, 2001
160 págs. $17
POR
PAULA CROCI
La menor
de las hijas de Isabella, la que tenía el rostro mate y los cabellos
enrulados como el abuelo, escuchó sentada a la mesa ocupando un
lugar entre su hermano y su primo, el hijo de Natalia. En esas charlas
de sus mayores nunca intervino. Guardó la memoria de Natalia, de
Giovanni, y con lo que le contó su madre, Isabella, de odiada y
tierna mansedumbre, muchos años más tarde escribió
esta historia apenas inventada, que termina como esas voces después
de haber hablado.
Con esta imagen propia de una fotografía intimista termina la última
novela de Griselda Gambaro. Sin embargo, las mismas palabras bien podrían
ser el comienzo de una historia enmarcada que se empieza a contar mucho
tiempo después de los hechos y a partir de las voces que se fijaron
en la memoria de la más pequeña de la escena de teatro costumbrista.
Isabella, Giovanni, Natalia, un hermano, un primo, un abuelo son sólo
algunos de los personajes de la novela familiar que lleva como título
El mar que nos trajo, frase ambigua que tanto puede significar el reproche,
la responsabilidad delegada o el agradecimiento por haber movido de lugar
a un grupo de personas. En todo caso, sentencia que hace cargo al mar
de la suerte de esos seres. Pero también podría completar
su sentido con un objeto que la transformara en el mar, que nos
trajo... penas, dichas o recuerdos, tal como la marea aproxima,
hasta la costa, los restos del naufragio.
Griselda Gambaro nos ofrece la novela de una familia de inmigrantes italianos
que, por elección o por azar, se armó sobre el mapa de dos
ciudades separadas por algo más que el mar. Una historia de vida
contada en tercera persona como garantía de verdad para un relato
que le pertenece a otros, ya que empezó en el verano de 1898, mucho
antes de que el narrador tuviera memoria o voz para inventarla (o, tal
vez, porque confirma que los relatos autobiográficos ceden la tercera
persona sólo ante el horror de quien comprende que hablar de sí
mismo es como hablar de un extraño).
En definitiva, una historia narrada como si no fuese propia, escrita desde
los ojos de la niña que copia los rasgos más ajenos cabellos
enrulados y rostro mate, que son los de ese padre que jamás
pudo pertenecer a la estructura familiar y fue obligado al abandono. Por
estar armada con relatos devorados en una sobremesa y con los ecos que
se graban en la memoria, se vuelve imprescindible el epígrafe de
Salvatore Quasimodo, porque viene a resolver el cruce de una historia
familiar con una historia de inmigrantes: ...un murmullo de mar,
un eco de la memoria, donde la memoria corresponde a la familia
y el mar a los inmigrantes.
Las novelas familiares esconden un secreto que el narrador se encarga
de develar para sí y para el lector. Casi siempre se trata del
secreto del origen: ¿quién soy en verdad? es lo que se pregunta
el que revuelve entre las fotografías viejas, quien se arriesga
a nadar entre los recuerdos ajenos. Esa familia dice Griselda Gambaro
haciendo referencia a la suya, pero éste es un detalle menor
guarda el secreto de sus sentimientos. Develar ese secreto es lo que se
propone la escritora. Entonces, en la intersección de dos secretos,
se arma, con fotografías y cartas, con puertos y conventillos,
una historia de abandonos obligados y por lo tanto más violentos,
que es igual a la de tantos otros inmigrantes, jugada simultáneamente
en dos tableros de a ratos superpuestos que en la mezcla hacen posible
la novela.
Por último, El mar que nos trajo se escribe copiando los vaivenes
del mar: la memoria a veces se demora en los detalles de un momento y
luego se aleja hasta juntar grandes bloques de tiempo condensados en una
frase breve: Cuando nacieron uno tras otro, los hijos de Isabella
o Giovanni visitó la Argentina hasta que se jubiló.
Cobra vida, de este modo, la novela de una familia en la que ningún
personaje es más imprescindible que los otros, ningún suceso
más importante que el resto. Lo que importa, lo que predomina,
es la continuidad cifrada en una línea descendente.
Dar
la cara
ANTOLOGIA
PERSONAL
David Viñas
Desde la Gente / Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos
Buenos Aires, 2001
128 págs.
POR
GUILLERMO SACCOMANNO
Alguna
vez habrá que plantear cómo se presentan los escritores
en sociedad: gestos, perfiles y, en particular, fotos. Esa relación
entre la figura(ción) y una obra que, ¿por qué no?,
está orientando una manera de ser visto y leído. En esta
dirección resulta interesante tener en cuenta el caso Viñas.
En Las malas costumbres (1963), su primer libro de cuentos, Viñas
reflexionaba: Las solapas, como las dedicatorias, son un género
literario. Demistificador, Viñas anotaba en ese ensayo brevísimo:
La solapa es la imagen que de sí mismo propone el autor.
Sin embargo, es un movimiento cargado de ambigüedades, escamotea
su responsabilidad; es una coartada que implica querer ser visto de determinada
forma, pero como si esa perspectiva fuera totalmente espontánea.
En aquel libro, el joven Viñas, cruzado de brazos, desafiante,
observa al lector desde un fondo de manifestación peronista. Pueden
leerse nítidamente las siglas de la CGT y, recortado, el nombre
de Perón. Que en los sesenta Viñas se presente de este modo,
cuestionando el solapismo como género de mala fe ideológica
y, a la vez, con esa foto, indica, en esos tiempos, una forma de provocar
a la literatura desde la tensión de la política, forma que
será característica de toda su producción intelectual.
A cuarenta años de aquel libro, de aquella solapa, de aquella foto,
Viñas hace su antología personal. A Viñas
no se le escapa, en el prólogo a este libro de amplia distribución
y circulación, pero que no se consigue en librerías, que
ésta es una autobiografía y lo admite reconociendo los riesgos
de la primera persona del singular, de un pronombre equívoco
y de una firma ya fatigada. Viñas evoca un comentario que
alguna vez le hizo Ricardo Piglia acerca de su manera de disolver los
límites tradicionales entre los géneros. A lo que Viñas
le contestó con la sospecha de encontrarse siempre fuera de lugar.
Lo que le permite pensar esta antología como un collage con algo
de caleidoscopio: Residuos, por ahí, con incrustaciones o
sarro. Viñas apela de nuevo a lo fotográfico: estos
fragmentos, define, son como instantáneas. En la semblanza
biográfica que abre el libro (sin firma, pero Viñas no puede
desentenderse de esta complicidad), se incluyen datos sobre el autor:
el pasaje por los curas y el liceo militar (dado de baja en el 45 por
insubordinación), la presidencia de la FUBA (en tiempos del secuestro
de Bravo), el título de Filosofía y Letras. Hay un dato
que conviene tener en cuenta: Le tomó el voto a Eva Perón
en su lecho de muerte.
Si se subraya este dato es porque Viñas fue fotografiado en ese
instante. Y esa foto es un fuerte engranaje de la iconografía Viñas.
La foto antes citada (manifestación peronista, CGT, Perón)
y esta otra recuperada ahora en la semblanza biográfica (Evita,
el voto) marcan algo más que el desplazamiento de la izquierda
a una comprensión del peronismo. Plantean, de modo tajante, la
ruptura con un pensamiento de derecha que -desde antes, durante y después
de Sur será el enemigo predilecto de Viñas. En esa
relación que va del cuerpo al texto, el cuerpo del autor viene
a dar la cara. Una cara que se propone adusta, de bigotazo
que podría ser milico (imagen que viene a legitimar más
tarde con laexperiencia y el saber de Hombres de a caballo), pero no:
la seducción de la fuerza, sí, pero en sentido inverso al
poder.
Las fotos prueban, con su afán testimonial, eso que las palabras
quizá no pueden identificar. Es decir, una desconfianza del puro
discurso. Esto, por el lado de la imagen. Y por el lado del lenguaje,
el tono, particularmente en la prosa de sus ensayos, será un cruce
entre el jadeo criollo, la chicana y la observación socarrona que
pueden recurrir, ilustradas, tanto a la cita del inglés como del
francés. Un tono, con certeza, de una personalidad inconfundible:
un sello. Viñas lo dice a propósito de Miguel Cané
deslumbrado en el Covent Garden: el estilo como síntoma.
La antología se abre con Un solo cuerpo mudo, un cuento
duro en el que dos policías interrogan mediante la tortura a un
detenido. Viñas, en Literatura argentina y realidad política,
ha declarado que la literatura argentina nace y se organiza alrededor
de una metáfora mayor: El Matadero. Esa violencia que
inaugura Echeverría se proyecta en la ficción de Viñas.
Hay más: el cuerpo de ese hombre, como lo llama Viñas,
se conecta con Esa mujer, el cadáver que rastrea Walsh.
Otro punto de contacto con Walsh: una secuencia de Un dios cotidiano,
relato con curas que puede vincularse con los cuentos de irlandeses de
Walsh. Una hipótesis: no es el torturador, en la literatura de
Viñas, el que interpela, sino la víctima.
Si esta antología es un collage, la elección de los fragmentos,
desde ese primer cuento hasta sus artículos periodísticos
en Página/12, pasando por sus novelas, ensayos y dramaturgia, está
orientando una lectura, al mismo tiempo que el autor muestra cómo
quiere ser visto. Auténticos flashes que convierten este pequeño
libro en una seductora introducción a la obra de uno de nuestros
más lúcidos intelectuales (que la Universidad, oportunamente,
ha jubilado compulsivamente).
arriba
|