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RESEÑAS

La gran quemazón

UNA VIRGEN PERONISTA
Federico Jeanmaire
Norma
Buenos Aires, 2001
260 págs. $ 17

POR RUBEN H. RIOS

Nunca serán suficientemente dilucidadas las seducciones, las fobias y las complicidades entre el peronismo clásico –un nacionalismo popular de base sindical– y la Iglesia Católica. Nadie ignora que hacia 1955 el péndulo se había inclinado demasiado de un lado (ley de divorcio y profilaxis, además de duras disputas en el terreno sindical), hasta la ruptura con la Iglesia Católica y la expulsión del país de los prelados representantes del Vaticano.
Una virgen peronista viene justo a escarbar –casi medio siglo después– en esa violenta enemistad (urticante tabú para el cristianismo peronista) entre el peronismo clásico y la Iglesia Católica, que prácticamente ocasiona el derrocamiento del régimen bajo el sangriento bombardeo a Plaza de Mayo efectuado por una cuadrilla de Gloster Meteor piloteados por militares católicos. Eso sucedió en junio de 1955. Tres meses después, el Estado peronista caería sin resistencia alguna ante el golpe institucional liderado por oficiales que llevaban, como Lonardi, la inscripción “Cristo Vence” en la fuselaje de sus modernos jets. En esa época, las masas peronistas identificaban perfectamente a la Iglesia como un enemigo de cuidado que se había aliado con la oligarquía contra “la nación de los trabajadores”, pero esas mismas masas se sentían (en correspondencia con la propaganda del régimen) más cristianas que el catolicismo. Los peronistas eran los auténticos cristianos. Una virgen peronista descorre el velo sobre aquel “sucio secretito” que ninguno de los implicados en el asunto (los peronistas, los curas, los dirigentes) tiene ganas de recordar, pero que hace su oscuro trabajo en las estructuras profundas de la sociedad argentina. Por supuesto, cosechando sus víctimas, ocultando los victimarios.
La novela de Jeanmarie narra el viaje que emprende por la llanura pampeana, a caballo y en sulky, una carnavalesca comunidad de damas y caballeros, para descubrir la verdad patética y sórdida de esa noche de junio de 1955, en la que ardieron algunas iglesias de Buenos Aires en manos de peronistas enardecidos. Verdad también grotesca o tragicómica que, sin embargo, como la tumba prohibida de un faraón, arroja la maldición a quienes la profanan desafiando el poder de los muertos. El descubrimiento de esta verdad peronista cobra por víctima a una niña sugestionada por cuentos de aparecidos y enclaustrada de por vida en un convento. A buscarla, en vísperas de Navidad, se dirige el grupo de representantes del pueblito donde nació, encabezados por su hermano (el narrador), predicador improvisado y hereje tolerado por el Obispo. Ella, la virgen sacrificada por ese pacto de silencio entre el peronismo y la Iglesia, ha prometido salir de la clausura por primera vez en su vida.
El viaje por la pampa yerma y metafísica, ascética y vasta, de Una virgen peronista es menos extenso –del pueblo al convento no hay más que vacas y cielo– que una cadena irónica de asados y borracheras, conversaciones tontas y sermones absurdos, amenizados aquí y allá por encuentros sexuales o la promesa de ellos. Personajes chatos y caricaturescos del que se desprende Camilo Jomes, el peronista que irá desgranando de a poco aquellos episodios sacrílegos de junio de 1955 (en los que estuvo envuelto) y el vínculo con la niña que, tiempo después,tendrá una visión de la Virgen y se encerrará –a instancia del Obispo, Jomes y de sus padres– en un convento. La verdad de estos acontecimientos, que se descubre mezclada de supersticiones y fe religiosa, es una y la misma, dejando en primer plano el carácter terrestre y político, espúreo e hipócrita, de la alianza sellada entre el peronista arrepentido de haber quemado iglesias y el cura que acoge su arrepentimiento, quienes no dudan en enviar en nombre de intereses inconfesados a la niña a un convento para siempre.
La estrategia de Jeanmarie –brillante y herética– se resuelve en una eficacia simbólica que, de lejos, resulta lo mejor de Una virgen peronista. En ella no importan tanto la trama, los personajes, los diálogos, los acentuados rasgos de escritura paródica y literatura que se toma el pelo a sí misma, como la estela luminosa del recorrido histórico de un objeto: una Virgen quemada. Gracias a este icono, la novela se hace operativa y logra decodificar y comprender la realidad política y social como el trasfondo de esas criaturas perdidas en la vastedad de la llanura pampeana.

Todo verdor perecerá

LOS VIERNES DE LA ETERNIDAD
María Granata
Emecé
Buenos Aires, 2001
278 págs. $ 14

POR JORGE PINEDOPara el despecho del cornudo no hay como una cabal venganza que no sólo comprenda la ruina del infiel sino que además se extienda sobre el amantazgo y, aun, logre derramarse sobre testigos, cómplices y aledaños. Ningún orgullo queda debidamente reparado hasta que las llamas del Averno evaporen la última gota de flujo de la memoria y, trascartón, los torrentes por los que suda el desamor aneguen los postreros hálitos de pasión. La tarea no queda completa hasta que los siete clavos del pecado horaden la triste osamenta del canalla por los siglos de los siglos, amén.
Apocalipsis que arrastra el sexo hasta el descampado de la impotencia y al amor hacia la oquedad del perenne desamparo, promueve un universo donde abunda una mayoría de culpables que justifiquen una mínima elite de inocentes. Puros, víctimas, mártires, requieren siempre que la causa se halle instalada lo más lejos posible a fin de garantizar que ninguna contaminación salpique su condición de pasivo objeto. Y si la reivindicación final no llega en esta vida, bueno... para eso está cualquier teología que prometa el triunfo moral en el más allá. Siempre y cuando, más acá, viles, traidores, infieles, lascivos, bellacos (da lo mismo) sigan pudriéndose hasta los huesos.
No otra es la trama del mayor éxito editorial de María Granata (1923), reeditada a justas tres décadas de su aparición y luego de haber padecido una poco feliz versión cinematográfica dirigida por Héctor Olivera en sintonía con el protagónico de Thelma Biral. Los viernes de la eternidad, con la distancia que el tiempo impone, confirma lo fugaz de lo eterno cuando de pretensión literaria se trata, pues el fraseo filigranado de ayer suele transformarse hoy en mero virtuosismo kitsch. Al compás, la referencia erudita (palabras del talante de “coruscante”, “potingues”, “amusitar”, “acoquinada”, “guedejas”, “escocer”, “sicalíptico”, etc.) abandona su condición de desafío intelectual para asumir la impostura en la que el autor despliega mayor inteligencia que la obra misma dejando, por supuesto, al lector rodando por los barrancos de la bobería.
Macondo del subdesarrollo entrerriano, el pueblo donde transcurre la acción es sede de ese cruce tan del comienzo de los 70, donde el (entonces) recién llegado “realismo mágico” de García Márquez se hace estofa con la minuciosa literatura borgeana. Resultado de tal mixtura es (sigue siendo) un prolijamente peinado manierismo de frases subordinadas con proliferación de imágenes empapadas de clorofila.
En la senda inaugurada, mutatis mutandi, por Hamlet, la historia de aparecidos que centraliza la acción de Los viernes de la eternidad ensalza y a la vez emboza una moral católica lo suficientemente estricta como para que el sexo quede replegado a la procreación en el seno del sacramento matrimonial y lo demás (es decir, todo) quede destinado al merecido castigo divino. Esto, con la pericia de que en momento alguno María Granata hace referencia directa a las Tablas de la Ley, las Escrituras o cualquiera de los fetiches impuestos por el Vaticano. Visión universalizada por un “castellano neutro” que remeda las traducciones sajonas al puertorriqueño no menos que a los doblajes de I Love Lucy.

Contando se conoce gente

HOY TEMPRANO
Pedro Mairal
Clarín Aguilar
Buenos Aires, 2001
262 págs. $ 16

POR WALTER CASSARA A primera vista, un rasgo ostensible que se percibe a lo largo de Hoy temprano, libro de relatos de Pedro Mairal, joven narrador galardonado con el Premio Clarín por la novela Una noche con Sabrina Love, es el sonambulismo entusiasta y casi inocente con el cual los personajes deambulan por la cotidianeidad. Perdidos en autopistas o shoppings, en ocupaciones grises o matrimonios frustrados, estos personajes transitan historias circulares y encantadoramente monótonas, al modo de Cortázar (pero de un Cortázar pulido por Soriano).
Aunque no siempre acuerden con ella, y trastabillen y pierdan el rumbo, la vida de todos los días, con su cuota irónica de extrañamiento, es su medio ambiente; como si allí percibieran distintas capas de textura, velocidades inauditas que desmienten lo trivial. Confían a rajatabla en las costumbres y convenciones sociales, ejecutando a diario actos elementales como escribir mensajes electrónicos, viajar, tener romances, aburrirse, cambiar de auto, fumar marihuana, mirar noticieros, navegar por Internet, etcétera.
Todo sin mayores obstáculos que los que pone su soterrada inadaptación y bajo el concurso inmóvil de acciones y pormenores cotidianos que la prosa templada de Mairal distingue como recurso narrativo.
Así, en el relato que da título a la compilación, una pareja de amantes que viaja de incógnito a Colonia, ante una sucesión de pequeños desastres e imprevistos, se ve obligada a cambiar de nombre e inventarse una historia que termina por trastrocar y absorber la identidad de ambos. En “La suplencia”, un corrector que llega a una agencia de publicidad para cubrir una vacante momentánea es empujado subrepticiamente a llenar la rutina y acarrear con los objetos y gustos de un muerto. En “La virginidad de Karina Durán”, el himen de una adolescente es ofrecido en subasta por Internet; lo que empieza por un regateo sexual y el encono de un muchacho forzado a la abstinencia acaba por convertirse en una webcam con jugosos rendimientos. Aquí el desliz vale por un destino, la mentira siempre se toma revancha y el hábito tan arraigado de lo real multiplica azares y necesidades superfluas que capitaliza la ficción.
Sin avenirse, en ningún momento, a los trucos de la psicología o el género fantástico, asombra la restricción de medios con la que Mairal consigue hacer auténtico y tangible este friso de personajes; lo cual no es un atesoramiento literario menor, en un panorama maniqueo –el de la actual narrativa argentina– donde se tiende a exaltar, por un lado, el valor sonante de la trama, y por el otro, la delectación barroca en las cuestiones de lenguaje.
Obstinados en la verosimilitud, y de un excesivo mimetismo en la construcción de los diálogos, cada uno de estos doce cuentos deleita con su fluidez y transparencia sintáctica, recordándonos que una historia puede ser también una secuencia lógica, dirigida hacia un efecto preciso.

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