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Estigmas
Es muy probable
que la desestabilización, en el gesto de afirmación por parte de los gays
y las lesbianas de sus identidades múltiples y heterogéneas, de la �identidad�
homosexual impuesta e inferiorizada, sea de una naturaleza tal que contribuya
a deshacer, para los propios heterosexuales, la adhesión sin desmayo a
evidencias que sólo se configuran por medio de rechazos y líneas de demarcación
y que, por consiguiente, la �cultura gay� pueda ser generadora de nuevos
modos de vida y de nuevas relaciones entre individuos tanto para los homo
como para los heterosexuales.
POR
DIDIER ERIBON
La imagen y la
caricatura duplican, refuerzan la injuria verbal. La homosexualidad ha
dado lugar desde hace lustros a una proliferación de imágenes
desvalorizantes, degradantes, sobre todo en la caricatura (pero asimismo
en el cine y en la televisión, que a menudo no hacen más
que facilitar con nuevos medios imágenes bastante próximas
a la tradición caricaturista). Ahora bien, la caricatura se aproxima
a la injuria, como sugieren Ernst Kris y Ernst Gombrich inspirándose
en los análisis de Freud sobre las agudezas.
EL CHISTE Y
SU RELACION CON EL INCONSCIENTE
Freud definía la agudeza como una especie de sublimación
de las pulsiones hostiles, una alusión a un insulto
no dicho que permanece en segundo plano. Kris y Gombrich interpretan la
caricatura como el equivalente en el ámbito visual
de semejante mecanismo. Es una auténtica agresión simbólica,
ejerce una violencia y se enmarca, según Kris y Gombrich, en la
filiación de las imágenes difamatorias de la
Edad Media. La caricatura homófoba (como la antisemita) es una
difamación, hace alusión a la injuria,
se inscribe en el horizonte de la injuria y apela a los esquemas mentales
que permiten hacer reír a propósito de los homosexuales.
Expresa la inferioridad asignada a la homosexualidad en la sociedad y
perpetúa las estructuras mentales que sustentan dicha inferioridad.
Hace alusión a la condena inmemorial de la homosexualidad
y señala, en consecuencia, toda la violencia social, cultural,
política y jurídica de que los gays son objeto. Pero no
se ejerce únicamente contra individuos de cuya persona se hace
burla (burla cuyo resorte es a menudo la representación de Fulano
o Mengano con los rasgos de un personaje afeminado) sino que pretende
decir la verdad objetiva de todo un grupo bajo una lente de
aumento que ofrece al lector o al espectador la imagen humorística.
La caricatura presenta siempre un retrato de grupo. Es el
retrato de un colectivo, de una especie definida por un conjunto
de rasgos inmediatamente reconocibles para todos. El dibujo de un hombre
afeminado representa a los homosexuales masculinos, a todos
los homosexuales, aunque se sepa que eso no corresponde a la realidad.
Es bastante chocante ver, por ejemplo, en la proliferación de caricaturas
e imágenes infamantes que surgieron cuando el caso Eulenburg en
Alemania, a principios de siglo, cómo los humoristas recurrían
invariablemente al recurso de dotar a los militares de un bolso o un pañuelo
de encaje, provocando un efecto de contraste entre la virilidad que se
espera del soldado y el afeminamiento que se supone en el homosexual.
Se advierte, por otra parte, una especie de invariancia histórica
de este tema, como si la imagen homófoba fuese a extraer siempre
representaciones e injurias del mismo fondo común y arcaico. Existe
al menos cierta invariancia, y hasta una estabilidad asombrosa, del discurso
homófobo, de la caricatura como imagen difamatoria
y de la injuria como vehículo de la representación infamante
de los que practican relaciones con personas del mismo sexo. Como señala
Barry D. Adam, el individuo gay afronta un retrato compuesto
de sí mismo, sugerido por un conjunto de imágenes, de representaciones,
de discursos que le dan una visión degradante o en todo caso inferiorizante
de sí mismo. No sólo las categorías inferiorizadas
se exponen siempre en forma de rasgos ridículos o descalificadores
sino que el discurso dominante y legítimo siempre asocia
a las personas con características generales y proximidades desacreditadoras
como el delito, la inmoralidad, la enfermedad mental, etcétera.
El individuo inferiorizado ve cómo le es denegado así
el estatuto de persona autónoma por la representación dominante,
puesto que siempre se le percibe o se le designa como una muestra de una
especie (y de una especie condenable, siempre más o menos monstruosa
o ridícula).
SON TODOS IGUALES
Vemos aquí que la injuria es a la vez personal y colectiva.
Se dirige a un individuo particular asociándolo a un grupo, una
especie, una raza, al tiempo que trata de alcanzar a toda una clase de
individuos tomando como objetivo una de las personas que la integran.
La injuria opera por generalización y no por particularización.
Globaliza más que singulariza. Se trata de atribuir a una categoría
(designada en su conjunto o en la persona de un individuo) rasgos que
se constituyen como infamantes y que se consideran aplicables a todos
los individuos que componen esa categoría. Así la injuria
puede alcanzar también al que no es un destinatario directo: él
es el destinatario también.
Por ello el efecto de la injuria se perpetúa y se reproduce sin
cesar, con las heridas que provoca, y las sumisiones y rebeldías
consecuentes (en ocasiones las dos a la vez en un mismo individuo). Pero
por eso igualmente los individuos que pertenecen a una categoría
estigmatizada hacen todo lo posible por disociarse del grupo
constituido por la injuria. Aunque pertenecientes a un colectivo
de hecho, constituido como tal por el efecto de la injuria (es decir,
como hemos visto, por todo el proceso de subjetivación y constitución
de las identidades personales), los miembros de ese colectivo
se esfuerzan en disociarse de él, para llegar a ver a los demás
miembros de ese grupo con los ojos de quienes profieren la injuria y las
burlas. El homosexual que quiere ocultar que es marica, o
de quien se sabe que lo es pero se empeña en dar muestras de su
normalidad, se reirá con quienes gastan bromas dudosas o groseras
sobre los maricones, con la ilusión de que se le dispense
de la afrenta si la pronuncia él mismo o si se ríe al respecto
con quienes la profieren, o bien de que lo verán distinto de aquellos
de quienes uno puede reírse (podemos imaginar todos los esfuerzos
de indumentaria, verbales, gestuales necesarios para persuadir
a los demás y a sí mismo de que se ajusta a la normalidad).
Ahora bien, la injuria recae de todos modos sobre ellos, incluso cuando
la profieren contra otros, porque es de ellos (también) de quienes
se habla, y porque es la que, en su función social, los ha constituido
como lo que son.
Dado que el principio de la injuria es globalizar, eliminar las singularidades
personales, su poder constituyente desarma de antemano y de forma permanente
las estrategias individuales para disociarse del grupo al que se dirige
colectivamente y del que, volens nolens, el que quiere disociarse forma
parte. Al reírse de los demás homosexuales, un homosexual
se ríe de sí mismo. Y las personas con quienes se ríe
de los maricas, de las madres, se reirán
de él en cuanto vuelva la espalda (se atribuye a Truman Capote
la siguiente frase: La faraona es el señor amable
con quien todo el mundo hablaba en cuanto ha salido de la habitación).
Pero la vergüenza de uno mismo, la voluntad de disociarse, de mostrar
que no eres uno de esos de los que se puede reír o de los que pueden
ser objeto de insultos, son tan fuertes que durante largo tiempo han sido
un obstáculo para la posibilidad misma de instaurar una solidaridad
mínima entre los estigmatizados. La vergüenza aísla,
dice Sartre en Saint Genet hablando precisamente de la insolidaridad
y reciprocidad entre quienes él llama, en el vocabulario
de los años cincuenta, los pederastas (sinónimo
entonces del homosexual masculino).
Así pues, como es siempre colectiva, como inscribe a un individuo
dentro de un conjunto, la injuria tiene por efecto que los individuos
así designados o que quieren evitar que se les designe así
traten de disociarse a toda costa de esta especie en la que
el orden social y sexual se propone incluirles. Puesto que colectiviza,
el insulto empuja al individualismo.
La fuerza de la injuria y de la estigmatización es tal que induce
al individuo a hacer todo lo posible para que no le consideren un miembro
de ese conjunto designado y constituido por la injuria. Y
se comprende que, en consecuencia, sólo la aceptación de
uno mismo como miembro delcolectivo en cuestión y la
solidaridad mínima como gay con los demás gays (y con las
lesbianas) puede servir de punto de apoyo para una resistencia eficaz
a la injuria y al proceso de estigmatización de los homosexuales
en la sociedad. Esta lucha no corresponde únicamente a la movilización
política ni a la creación cultural. Es una transformación
personal y del mundo que se realiza mediante cada gesto consumado, cada
palabra pronunciada para liberarse, en la medida de lo posible, del peso
de la homofobia interiorizada. Es la suma de todos esos microdesplazamientos
y de esas microacciones que reemplazan o, en todo caso, contribuyen a
contrarrestar la suma que seguirá existiendo de microcobardías,
de microabstenciones, de ínfimas renuncias y silencios sin nombre
cuya totalidad conforma la realidad vivida de la dominación. Pero
las voluntades individuales sólo pueden llevar a cabo semejante
proceso si las sostiene la conciencia de que se trata de una empresa colectiva
de recreación personal como un conjunto de individuos libres y
autónomos. De ahí la importancia de la visibilidad colectiva.
De ahí, también, a la inversa, la necesidad de que todos
aquellos que procuran perpetuar el orden sexual tal cual es denuncien
esta visibilidad.
Recuperar la autonomía personal y convertirse en un individuo de
pleno derecho implica en principio reconstruir la imagen colectiva para
ofrecer modelos diferentes, aunque sólo fuese orillando o impugnando
los retratos producidos por los portavoces de la norma social
y sexual, o privándolos de su tinte degradante (pues el afeminamiento
sólo es ridículo en virtud de un decreto que muy bien se
puede recusar, aun cuando ese rechazo de la norma se ejerza únicamente
en los espacios limitados de una contracultura). Por eso la autonomía
individual, la libertad individual, se construyen y conquistan por medio
de batallas que sólo pueden ser colectivas y continuadamente se
reanudan.
CAMPO DE BATALLA
El lenguaje cotidiano (al igual que el lenguaje de las imágenes)
está atravesado por relaciones de fuerza, por relaciones sociales
(de clase, de sexo, de edad, de raza, etc.), y es en y por el lenguaje
(y la imagen) como se ejerce la dominación simbólica, es
decir, la definición y la imposición de las
percepciones del mundo y de las representaciones socialmente legítimas.
El dominante, como dice Pierre Bourdieu, es el que consigue imponer la
manera en que quiere ser percibido, y el dominado es definido, pensado
y hablado por el lenguaje del otro, o el que no logra imponer la percepción
que tiene de sí mismo, o ambas cosas. Sólo los períodos
de crisis social, cultural, o por lo menos la irrupción de movilizaciones
políticas o culturales, permiten cuestionar este orden simbólico
de las representaciones y del lenguaje, cuya fuerza principal reside en
presentarse como perteneciente a las evidencias del orden natural, inmutable,
y sobre el cual uno no se interroga o se interroga falsamente para mejor
reafirmarlo arbitrariamente, presentándolo como si siempre hubiese
existido.
La movilización política, la acción política,
son siempre batallas por la representación, el lenguaje y las palabras.
Son batallas en torno a la percepción del mundo. Lo que se dirime
ahí es saber quién define la percepción y la definición
del mundo en general. La movilización, la acción política,
muchas veces consiste, para un grupo, en la tentativa de hacer valer,
de imponer la manera en que se percibe él mismo, y escapar de este
modo a la violencia simbólica ejercida por la representación
dominante. Pero conviene precisar que no hay para los gays, y mucho menos
para los gays y lesbianas, una sola y única manera
de percibirse, lo que genera toda la complejidad del movimiento
gay y lesbiano y explica el hecho, tan a menudo resaltado, de que las
definiciones que pueden dar de sí mismos son sólo construcciones
provisionales, frágiles y necesariamente contradictorias entre
ellas.
¿PROGRAMA
PARA UNA IDENTIDAD?
Para los gays y lesbianas es absolutamente necesario, vital, poder
dar de sí mismos sus propias imágenes, a fin de escapar
a las que durante tanto tiempo se han creado sobre ellos, y ofrecer de
esta forma modelos positivos (o neutros, o en todo caso más conformes
con la realidad) a los que y a las que sólo tienen delante imágenes
tan claramente negativas. Se trata de producir uno mismo sus propias representaciones
y, mediante ese gesto, producirse como sujeto del discurso rechazando
ser únicamente el objeto del discurso del Otro. Pero puesto que
la forma en que los gays y las lesbianas se perciben y desean hablar de
sí mismos es eminentemente múltiple, toda definición
producida por gays y lesbianas no puede sino desagradar a otros gays y
a otras lesbianas. La autodefinición colectiva es lo que se dirime
en las luchas entre los homosexuales mismos, y así la identidad
no es ni una realidad ni un programa, ni un pasado ni un futuro ni un
presente, sino un espacio de impugnaciones y de conflictos políticos
y culturales. Lo que implica que no puede ser nunca totalmente estabilizada
en un discurso único o unitario que pudiese aspirar a encerrarlo
en una comprensión fija.
De modo que hay que insistir en este punto: es muy evidente que, para
gays o lesbianas jóvenes que deben construir su identidad personal
sin tener otros modelos que las imágenes caricaturescas, insultantes,
y que no tienen más esquemas para pensar su sexualidad y su afectividad
que las palabras injuriantes que les rodean sin que siquiera se
dirijan precisamente a ellos o a ellas, el solo hecho de que se
creen otras imágenes, de que haya en la sociedad otras imágenes
disponibles, de que sea visible este conjunto de fenómenos que
denominaremos la cultura gay, es generador de libertad, porque
esta identificación es la que hace posible la afirmación
de su propia singularidad contra la identidad moldeada desde el exterior
por el orden sexual que instituye a los homosexuales como un colectivo
y a la vez los aísla unos de otros. Es divertido o siniestro
comprobar que cada vez que se crean imágenes no desvalorizadoras
de la homosexualidad, surgen guardianes del orden heteronormativo que
las tachan de proselitismo. Señalemos, de pasada, que
esta idea de proselitismo es especialmente absurda, pues sobrentiende
que se puede incitar a alguien a convertirse en homosexual mediante representaciones
de la homosexualidad. Pero expresa muy bien la asimetría absoluta
entre la heterosexualidad deseable y la homosexualidad lamentable: nunca
se oye hablar a nadie de proselitismo heterosexual, y sin
embargo las imágenes de la heterosexualidad gozan de una difusión
cuasi hegemónica. La omnipresencia de la imagen heterosexual demuestra,
por el contrario, que unas representaciones no inducen a nadie a convertirse
en esto o en aquello: un gay no se volverá heterosexual por mucho
que esté expuesto a la imagen heterosexual durante toda su vida,
o toda su infancia o su adolescencia.
LA FICCION HETEROSEXUAL
A los que reprochan a los gays y a las lesbianas que se constituyan hoy
en grupo, en minoría movilizada, y les
piden con insistencia que recobren los valores del individuo libre e independiente,
ciertamente se les puede responder que es el orden social y jurídico
el que ya ha constituido a los homosexuales en un colectivo,
en este caso como una minoría condenada al ostracismo y privada
de derechos. Pero hay que ir más lejos y añadir que la posibilidad
misma de autonomía les ha sido denegada por la imposibilidad estructural
de identificarse con imágenes positivas de sus propios sentimientos
y su propia sexualidad, y por tanto de su propia personalidad, y en la
imposibilidad de reconocerse en una relación de reciprocidad
(en el sentido sartreano) con otros homosexuales. Dependen de una coacción
exterior y su conciencia está literalmente imbuida de discursos
e imágenes (en suma, de un orden social) que los rechazan.
¿Y no es justamente porque todo lo que es y todo lo que siente
se adecua a lo que el orden sexual exige e impone a los individuos por
lo que unheterosexual puede pensarse como libre y autónomo con
respecto a sus propias características psicológicas y sexuales?
El sentimiento que los heterosexuales pueden albergar de su libre albedrío
y de su autonomía personal sólo existe como un efecto de
superficie de esta especie de evidencia natural que produce la pertenencia
a un grupo mayoritario. Su individualidad y su libertad
son, pues, sostenidas por la existencia, hechas posibles (como una pura
ilusión) por su conformidad con valores que no pueden ser universales
porque deniegan el derecho de existencia en primera persona a un cierto
número de individuos que se ven reducidos al estado de objetos
discursivos, de signos negativos manipulados por la cultura dominante.
Incluso cabría decir que la estabilidad de la identidad heterosexual
sólo la garantizan la delimitación y la exclusión
de la homosexualidad, es decir, de una identidad
homosexual definida por un determinado número de rasgos desvalorizadores
que se atribuyen a toda una categoría de personas.
La heterosexualidad se define en gran parte por lo que ella rechaza, de
la misma manera que, más en general, una sociedad se define por
lo que excluye, como decía el Foucault de Historia de la locura.
Y es muy probable que la desestabilización, en el gesto de afirmación
por parte de los gays y las lesbianas de sus identidades múltiples
y heterogéneas, de la identidad homosexual impuesta
e inferiorizada, sea de una naturaleza tal que contribuya a deshacer,
para los propios heterosexuales, la adhesión sin desmayo a evidencias
que sólo se configuran por medio de rechazos y líneas de
demarcación y que, por consiguiente, como decía esta vez
el Foucault de los años ochenta, la cultura gay pueda
ser generadora de nuevos modos de vida y de nuevas relaciones entre individuos
tanto para los homo como para los heterosexuales.
Así pues, una verdadera autonomía podrá ver la luz
construyendo un colectivo consciente de sí mismo y
del hecho de que la autonomía personal no es nunca un hecho dado
sino algo que debe conquistarse. Y esta autonomía concreta hay
que conquistarla en primer lugar contra los que hacen la apología
de la autonomía abstracta para pedir a los gays y a las lesbianas
que sigan aceptando la situación en la cual se les deniega o se
les hace imposible toda autonomía. Los individuos podrán
constituirse en sujetos, y ante todo en sujetos de sí
mismos, siendo conscientes de los determinismos que moldean las conciencias
(y también los inconscientes).
Hacerse
gay
Por Daniel Link
Conocíamos
a Didier Eribon por su monumental biografía de Michel Foucault.
Pero su saber no se agota en el pormenorizado conocimiento de la
vida y la obra del (probablemente) más grande de los filósofos
franceses de la segunda mitad del siglo pasado (conocimiento ratificado
con Michel Foucault et ses contemporains, 1984). Eribon ha publicado
también un estudio sobre otro gran intelectual francés,
Georges Dumézil, y tres libros de entrevistas (con el propio
Dumézil, con Claude Lévy-Strauss y con Ernst Gombrich).
Circula en las librerías especializadas el librito Identidades,
que incluye una larga entrevista a propósito de su último
libro, Reflexiones sobre la cuestión gay, llamado a convertirse
en algo así como El Capital de la cultura gay,
tanto por la profundidad de los análisis que propone como
por la radicalidad de sus reivindicaciones. El libro, puesto desde
su título bajo el inesperado auspicio de Sartre (el Sartre
de Reflexiones sobre la cuestión judía pero también
el de Saint Genet y El ser y la nada), está organizado en
tres partes. La primera de ellas define la homosexualidad como un
efecto de discurso, la injuria, que estigmatiza a un grupo de personas
a partir de sus comportamientos sexuales. Las huellas profundas
de esas injurias (proferidas desde la comodísima y nunca
revisada posición de la heteronormatividad y
convertida, por lo tanto, en el heterosexismo más brutal)
son la condición material de la identidad homosexual, de
las luchas por la visibilidad y por la batalla simbólica
dentro y fuera de la así llamada cultura gay.
Sólo esto habría hecho de Reflexiones sobre la cuestión
gay un libro notable: cada uno de los capítulos desenvuelve
la compleja trama de prejuicios sexuales que constituyen hoy nuestro
horizonte de actuación. Y lo hacen a partir de una línea
teórica original, que retoma algunos principios de los gay
& lesbian studies y vuelve a colocarlos en el seno de la tradición
filosófica francesa (hay que recordar que los cultural studies
y los estudios de género americanos habían previamente
importado de Francia la teoría de la transgresión
que se podía leer en la línea Bataille-Foucault).
Que Eribon se haya tomado el trabajo de leer los clásicos
trabajos de Eve Kofoski Sedgwick, Judith Butler (ver contratapa),
Leo Bersani o David Halperin habla a las claras de una necesidad
teórica pero también política: es en los Estados
Unidos donde los gay & lesbian studies se habían articulado
de manera más aguda con las reivindicaciones políticas
de las minorías sexuales. Puesto a enumerar los principales
soportes de sus reflexiones, Eribon menciona las obras de
Sartre, Bourdieu, Goffman y Foucault.
La segunda parte del libro, Espectros de Wilde, analiza
el modo en que el tristemente célebre proceso contra Oscar
Wilde sirvió como desencadenante para una arqueología
y una antropología de las prácticas homosexuales,
sobre todo a partir de la obra de Gide y Proust, negadas por la
tradición humanística precedente.
En la tercera parte, Eribon vuelve a la obra de Foucault. Eribon
razona a partir de su conocimiento profundo y minucioso de los textos
foucaultianos para definir dos períodos diferentes, marcados
por la experiencia del propio Foucault pero también por la
transformación del lugar asignado socialmente a la cuestión
homosexual y se detiene, sobre todo, en la hipótesis
foucaultiana de que la estigmatización de la homosexualidad
es correlativa de la desaparición de la amistad
como institución legítima entre varones. De allí
el intento de Foucault, en los últimos años de su
vida, por proponer nuevos modos de relación basados en el
cuidado de sí que Eribon asimila al dandysmo
de Wilde y la amistad. Dado que la identidad gay
sería, por lógica cultural y por la dinámica
histórica del deseo, refractaria a toda estabilización
, la homosexualidad sólo podría pensarse (las palabras,
una vez más, son de Foucault), no como forma de deseo,
sino como algo deseable. Debemos encarnizarnos en llegar a ser homosexuales
y no en descubrir que lo somos.
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Cultura y literatura
gay en Radarlibros
Sergio Di Nucci reseñó
El cazador de tatuajes de Juvenal Acosta el 7 de febrero de 1999,
Páginas escogidas de Oscar Wilde el 7 de marzo de 1999 y
El padre de Frankenstein de Christopher Bram el 15 de agosto de
1999. Rodrigo Fresán reflexionó sobre literatura gay
a propósito de The Married Man de Edmund White y Martin Bauman
de David Leavitt el 16 de julio de 2000 y celebró la publicación
de Sarah, la novela de JT Leroy el 9 de septiembre de 2001. Claudio
Zeiger reseñó Camp y posvanguardia de José
Amícola el 8 de octubre de 2000 y Santiago Llach se refirió
a El amor de los amigos de Carlos Moreira el 18 de julio de 1999.
Daniel Link reseñó Una historia natural de la homosexualidad
de Francis Mark Mondimore, Homos de Leo Bersani y Sólo para
chicos de Matthew Rettenmund el 9 de agosto de 1998, Arkansas de
David Leavitt el 21 de febrero de 1999, La experiencia homosexual
de Marina Castañeda el 11 de junio de 2000, Junto al pianista
de David Leavitt el 16 de julio de 2000 y deploró la aparición
de Fruta prohibida de Viviana Gorbatto el 18 de julio de 1999, lo
que desató una polémica de la que participaron la
propia Gorbatto el 25 de julio de 1999 y Alejandra Sardá
y Alberto Manguel el 29 de agosto de 1999.
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