RESEÑAS
El
peor de la clase
Dennis Cooper
es, probablemente, el más controvertido escritor gay. Su obsesión por
la violencia, la muerte y el sexo (en la línea de Sade) le ganaron un
lugar aparte de la corrección política tan cara a la comunidad homosexual
norteamericana.
Por Mariana
Enriquez
Dennis Cooper
tiene hoy 48 años, nació en California y desde los dieciséis
años no sabe nada de su familia: su padre es dueño de
una compañía que fabricaba misiles para la NASA y recibía
visitas de Richard Nixon. En los 70, cuando conoció el
movimiento punk, fundó la revista Little Caesar y más
tarde la editorial Little Caesar Press, que editó sus trabajos
y los de algunos contemporáneos como el performer masoquista
Bob Flanagan. Desde hace varios años trabaja además como
periodista en la revista Spin y acaba de editar sus artículos
en la recopilación Todo oídos, que incluye obituarios
a Kurt Cobain, River Phoenix, ensayos sobre el sida y entrevistas con
Leonardo Di Caprio, Keanu Reeves y Courtney Love. Como un chiste perverso,
en su novela Guía, Dennis casi asegura que tuvo sexo con Leo
en un club, cuando el actor estaba rodando Total Eclipse, la fallida
biografía de Arthur Rimbaud, el héroe de Cooper.
Dennis Cooper es, además, el único escritor gay que recibió
amenazas de muerte de un sector de la comunidad homosexual. Queer Nation,
una agrupación norteamericana, lo acusó de sufrir homofobia
internalizada, y de ser un virulento anti-gay. El
libro que mereció la amenaza fue Cacheo (Frisk, 1991), su segunda
novela. William Burroughs, después de leerlo, anunció
que Dennis Cooper es escritor por naturaleza y pidió
que Dios lo ayude. Cacheo es una larga carta de un personaje
llamado Dennis que busca un compañero para realizar su fantasía:
asesinar y mutilar a un adolescente durante el acto sexual. La ira de
cierto sector de la comunidad gay no pudo evitar que autores políticamente
correctos como Edmund White o Michael Cunningham expresaran su
admiración por Cooper, pero siempre con cierta reserva. Se duda,
en fin, de que su literatura sea responsable y se lo acusa
de perpetuar prejuicios. Que en varias novelas el narrador se llame
Dennis contribuye a borrar la línea entre lo confesional y la
ficción, entre fantasías y actos. Pero a Cooper no parece
preocuparle demasiado la opinión de la comunidad. Supongo
que soy como una espina en su costado dice, y define su trabajo
como parte de un movimiento de anti-asimilación. El arte
homo-normal es una prisión. De acuerdo a las leyes no escritas
de la comunidad gay, si sos un artista estás obligado a ser vocero
de la comunidad. Deja de ser arte y se convierte en propaganda. Personalmente,
nunca me sentí cómodo en la comunidad homosexual. Aun
antes de que la liberación decidiera que estábamos todos
fuera del closet y podíamos tener vidas más convencionales,
nunca me gustaron los rituales. No tengo ningún interés
en la identidad colectiva. De todos modos, la comunidad gay ya no me
percibe tanto como una amenaza. Tiene que ver con que los gays ya no
leen. Cuando publiqué mi primera novela, había un boom
de literatura gay: estaba de moda. David Leavitt fue promocionado como
el ángel y yo como el demonio. Los gays compraban mis libros
y se enfurecían porque creían que era un ataque al erotismo
o a sus estilos de vida, cosa que nunca fueron. Pero ahora la comunidad
mira películas o ve Queer as Folk por TV. Mis lectores de hoy
son los gays renegados, y muchos adolescentes. Prefiero eso.
Dennis Cooper acaba de finalizar, con Punto (2000), una pentalogía
que inició en 1989 con Contacto. El ciclo llevó hasta
el límite su fascinación por la violencia, el sexo, la
muerte, la cultura joven y la busca de un objeto de deseo. La pentalogía
es una repetición obsesiva de las fantasías de Cooper,
que siempre culminan en asesinato y espantosa mutilación de jóvenes
de un tipo físico muy definido, en general ejemplificado con
actores o estrellas de rock reales, como Alex James de Blur o Keanu
Reeves. Esos jóvenes suelen estar, en el momento del desmembramiento,
en un estupor narcótico, o cercanos a la muerte por cualquier
otro motivo. Las obsesiones periféricas de Cooper incluyen violaciones,
films snuff (películas underground de las que nunca pudo obtenerse
prueba real de su existencia y que se basan en un asesinato real y erotizado),
paidofilia, porno infantil, drogas y abuso en general. Todos sus protagonistas
son jóvenes norteamericanos de diferentes subculturas, en general
asociadas con el rock: punks, rockeros alternativos, artistas plásticos,
homeless portadores de HIV, siempre drogados, distantes. Su minimalismo
recuerda al Bret Easton Ellis de Menos que cero (Ellis reconoció
recientemente que Cooper es una de sus influencias estilísticas),
su minuciosa descripción de perversiones lo acerca a Sade y su
retrato perfecto de la cultura joven norteamericana lo revela como cronista.
Muchos lo comparan con Burroughs, pero Cooper no ve la relación
salvo en que somos homosexuales, obsesivos y escribimos sobre
sexo.
A través de las mentes obsesivas de sus personajes, Cooper parece
decir que la conexión sexual-emocional entre la gente es imposible,
porque todo lo que el cuerpo puede ofrecer es información fragmentada.
Aunque vuelve una y otra vez sobre los mismos temas, cada novela de
la pentalogía es distinta en estructura y argumento. Contacto
es una semana en la vida de George Miles, un adolescente de secundaria
pasivo y permanentemente drogado que es objeto de numerosas formas de
abuso, físico y emocional, y que acaba horriblemente mutilado.
Cacheo es mucho más brutal, casi un monólogo obsesivo
y aterrador, pero en Tentativa vuelve a un formato más convencional
para narrar las desventuras de Ziggy, un chico de dieciocho años,
hijo adoptivo de padres gay que lo someten a abusos sexuales desde que
tiene ocho años. Es una novela que explora las emociones mucho
más que los cuerpos. Guía vuelve a estar protagonizada
por Dennis y es la novela más fragmentada y cercana a lo confesional:
Dennis intenta escribir, durante un viaje de ácido, una novela
sobre sus amigos. En realidad, lo que pretende es decidir si puede prescindir
de sus fantasías violentas y de la tentación de realizarlas,
mientras se debate entre Chris, un heroinómano que fantasea con
ser asesinado, y Luke, un amigo más inocente que le propone algún
tipo de salvación a través de un amor platónico.
En Punto, Cooper se parodia a sí mismo: todas sus obsesiones
son llevadas al extremo en una novela confusa que incluye sitios web
secretos, satanismo, bandas de rock gótico, pornografía
y, por supuesto, crímenes. Hay una relación entre forma
y contenido en la pentalogía. Si la obsesión es el desmembramiento
de un cuerpo humano, el ciclo, explica Cooper, está construido
como una lenta tortura y desmembramiento del cuerpo de la primera novela,
Contacto. Cada una de las otras es una nueva herida. La novela se desintegra
y la estructura por debajo se hace más evidente. Cuando se llega
a Guía, es casi un monólogo mental que trata de volver
a componer un cuerpo fragmentado. Punto es un esqueleto, un fantasma.
Ya no hay nada con que trabajar.
Punto es además, afirma Cooper, la última vez que usará
sus fantasías como material para su literatura. Escribir acerca
de su perversión, dice, lo ayudó a obtener claridad. En
las novelas intenté resolver mi interés por el sexo y
la violencia. Los libros tienen posturas confusas ante temas terribles,
y yo las tenía. Soy más razonable desde que pude poner
todo sobre papel. Ya no estoy tan loco. Ni tan sexual: antes no podía
siquiera estar con alguien porque tenía demasiado interés
en investigar... qué había dentro de ese cuerpo. Fue una
psicosis. Pero tuve que hacerlo.
La
loca de la revolución
Tengo
miedo torero
Pedro Lemebel
Seix Barral
Santiago de Chile, 2001
218 págs. $ 14
Por
Cristian Alarcón
Podría
decirse en confianza, del escritor chileno Pedro Lemebel, que es una
marica barroca y popular en lo más clásico del termino
en desuso, capaz de calzar tacos altos de vez en cuando y con
esos mismos chuteadores golpear con ruda inclemencia la entrepierna
de las derechas trasandinas, pero al mismo tiempo presionar lo suficiente
la dimensión machista de la izquierda heredera de Neruda y Allende.
Al menos como para que al hombre nuevo perimido se le complique justamente
la vida utópica con algunos conflictos sobre la sexualidad, la
identidad sexual y la lucha de clases totemizada por la izquierda negadora,
esa misma que ahora sí lo mira con cariño.
Aquel manflorón que, parado en una tarima sobre la Alameda en
años de lucha antipinochetista, allá por fines de la década
del ochenta, era capaz de escupir en la oreja de los compañeros
del PC aquello de yo hablo por mi diferencia se despacha
después de que la edición de sus crónicas
en España le valiera becas mundiales, la admiración de
la academia americana más crítica y la de coterráneos
como Roberto Bolaño con su primera novela, Tengo miedo
torero, editada por Seix Barral en Santiago.
Habiendo inscripto con su crónicas un estilo irruptivo, entre
el barroco reflexivo de Perlongher y la respiración brutal de
Reinaldo Arenas, con una dosis de pobla santiaguina nunca
abandonada, como si allí su piel estuviera en juego, Lemebel
sale al ruedo con un libro en el que juega su primer relato largo en
su más larga carrera de cronista. Lo hace cuando ella
ya ha dejado de ser una Yegua del Apocalipsis, ese grupo
de performances artístico-políticas en las que era capaz
de tirar cal viva sobre su cuerpo rebelde para demostrar que nada era
más doloroso que la existencia del régimen de Augusto
Pinochet Ugarte y su continuidad democrática.
Tengo miedo torero es uno más de los versos que la Loca
del Frente escucha entonados por los baluartes del bolero y la
canción romántica de la talla de Sarita Montiel y Lucho
Gatica. Musical y poética, fuera de los registros oficiales sobre
la conveniencia del adjetivo que supuestamente mata, Tengo miedo torero
es la historia de esa marica de población seducida, enamorada
y utilizada por el muy joven Carlos, militante del Frente Patriótico
Manuel Rodríguez, organizador y partícipe del atentado
a Pinochet que fracasó en 1986 entre las elevaciones precordilleranas
del Cajón del Maipo.
Bordadora de manteles, ajuares, y sábanas de la clase alta santiaguina,
la Loca es inocente hasta ahí, hasta el punto en que se deja
cautivar por el amor sublimado que le ofrece el militante a sabiendas
de que algo está entregando por el acceso a ese cuerpo lejano
que se le ofrece de a ratos, entre medidas de seguridad que no comprende,
y que asume bordándoles carpetitas. Como en El beso de la mujer
araña de Manuel Puig, novela en la que una sola escena de sexo
se concreta entre tanto cortejo verbal tras las rejas, en Tengo miedo
torero la disposición del cuerpo del hombre deseado es también
una utopía a la que apenas se accede en una noche de locura etílica,
cuando la negación del sopor hace efecto sobre ese miembro que
la Loca vuelve a acicatear pero no ya solo para su goce sino para cuestionar
la dimensión revolucionaria en la que el goce y la diferencia
se niegan bajo los imperativos de las viejas lecturas políticas.
Son ellos dos, la Loca y el joven, los protagonistas de esta historia
de amor, y otros dos, Pinochet y La Primera Dama, los que encarnan el
coprotagónico, más agónico que nunca en una pintura
grotesca de la dictadura hecha a partir de la imaginaria vida cotidiana
del dictador, su reposo de foca y el parloteo chicharra de su mujer,
que lo atormenta como nunca lo hicieron sus propios crímenes.
Y hay en Tengo miedo torero hasta una marica de derechas que asesora
en el vestir a La Primera Dama, ocupada en decidirse por un Nina Ricci
o un conjunto mostaza de Chanel para los festejos del régimen.
Porque vestirse equivale a producir subjetividades estéticas
que toman posición política, una metáfora de la
dominación y de la rebeldía.
Así, en una de las escenas más lemebelianas del libro,
la Loca atraviesa en micro las grandes alamedas sitiadas por la violencia
militar para entregar en el otro extremo de Santiago, allí donde
viven los generales, un mantel bordado de ángeles y pájaros
encargado para la fiesta del golpe del 11 de septiembre. Y cuando está
allí se mete al comedor de la mansión y prueba su obra
sobre la larga mesa que parece una ataúd. La Loca enamorada imagina
entonces sentados y ya ebrios de alegría (por tanto marxista
muerto) a los generales en su tinta. Ve ya no chorrear el vino sobre
el mantel blanco, sino la sangre y los coágulos. A sus
ojos de loca hilandera, el albo lienzo era la sábana violácea
de un crimen, la mortaja empapada de patria donde naufragaban sus pájaros
y angelitos. Entonces, la Loca del Frente arría su bandera
bordada, pierde la ganancia de su trabajo, y corre de regreso a su barrio,
asqueada de las marchas marciales que atronarían en esa cena
de la que no quiso ser cómplice. Se sumerge la Loca en el amor
esquivo por el muchacho, en la complicidad ahora con una causa que no
le quieren revelar, pero que presiente y asume riesgosa, como esa canción
cantada por la Montiel: Tengo miedo torero/ tengo miedo que en
la tarde tu risa flote.
Los
olvidados
Pierre
Seel: Deportado
homosexual
Pierre Seel y Jean Le Bitoux
(prólogo de Jordi Petit)
Bellaterra
Barcelona, 2001
142 págs. $ 12
Por
Sergio Di Nucci
Por un
placer, mil dolores, escribió hace más de quinientos
años François Villón, y un raro alsaciano sobreviviente
del Holocausto, Pierre Seel, retoma estas palabras para intentar reparar
un ultraje de la Historia: el sometido a quienes, por homosexuales,
fueron encerrados, torturados y asesinados por el nazismo. Luego de
décadas de silencio, y ante la perplejidad por la ausencia de
voces, Pierre Seel decidió hablar, testificar, acusar, y contó
con la colaboración de Jean Le Bitoux para redactar este volumen
que lleva como título Pierre Seel: Deportado homosexual, publicado
originariamente en Francia en 1994.
Un uso ya consagrado exige en los relatos del Holocausto la adopción,
inmediatamente premiada, de una perspectiva aleccionadora y práctica:
la memoria de la ocupación, persecución y humillación
es el estímulo moral para enfrentar el mal. Pierre Seel elude
esta casi bíblica compensación, porque en su caso no la
hubo: el mal no estuvo condensado exclusivamente en la horda hitleriana
sino también en Mulhouse, su pueblo natal, en su familia y amigos,
que lo aceptarán de vuelta a cambio de reducirlo a una no-persona
(la barbarie empieza en casa). La verdadera liberación
fue para los demás, constata Seel, que debió presenciar
cómo la sociedad francesa (Europa y el mundo) continuaba dispuesta,
tras la liberación, a encarcelar a todo homosexual que se comportara
públicamente como tal.
Si el Holocausto actúa hoy como la objeción más
irreprochable en contra del antisemitismo, resulta impermeable a la
homofobia. Es conocida sobradamente la saña del régimen
nazi en contra de judíos, comunistas y gitanos; mucho menos la
que ejerció en contra de personas homosexuales, identificadas
en los campos con un tríangulo o cinta rosa (judíos y
homosexuales, sin embargo, comparten todavía hoy algunos estigmas:
el viejo libelo en contra del judío que bebe la sangre
de los niños católicos tiene su eco en la insistencia
de la joven madre moderna que asegura no tener nada en contra de los
gays pero que prefiere que estén lejos de su hijo.
Católico y de padres burgueses, Pierre Seel es enviado a los
19 años al campo de concentración de Schirmeck, a 30 kilómetros
de Estrasburgo. Dos años antes, y sin saberlo, la policía
alsaciana lo había incorporado como homosexual en sus archivos,
a los que, por supuesto, accedieron los nazis en junio de 1940. Las
redadas comenzaron, y las primeras víctimas fueron los homosexuales.
En Alemania venían siéndolo desde 1933, con fundamentos
estrictamente raciales: si los judíos contaminaban la raza, los
homosexuales perjudicaban su reproducción. El funcionario nazi
Heinrich Himmler podía exaltarse en 1937: Los que practican
la homosexualidad privan a Alemania de los hijos que le deben. Si este
vicio continúa expandiéndose será el fin del mundo
germánico. En 1943, Himmler llega a la conclusión
de que los homosexuales debían ser castrados. Y a los encerrados
se les prometió que una vez castrados volverían a su hogar,
aunque fueron enviados al frente de combate.
No sólo el ciudadano común alemán acompañaba
el ritmo del nazismo sino también las instituciones, entre ellas
las psiquiátricas y psicoanalíticas. La sociedad psicoanalítica
de Berlín, convertida en instituto Göring, creó comisiones
para erradicar, curar, la homosexualidad. Le acercaba además
al Ministerio de Guerra perfilespsicológicos de los desviados.
El mismo Pierre Seel sufrió experimentaciones médicas
en su cuerpo y conoció casos de personas a quienes se quiso modificar
su conducta sexual mediante lobotomía. En su relato, sin embargo,
pasajes como éste no abundan: Las SS empezaron a arrancar
las uñas de algunos de nosotros. Rabiosos, rompieron las reglas
sobre las que estábamos arrodillados y con eso nos violaron.
Nuestros intestinos fueron perforados. La sangre salpicaba por todos
lados. Oigo todavía nuestros gritos.
Las cosas tampoco fueron fáciles para Seel una vez acabado el
infierno, porque para él, que había sido castigado por
homosexual, no había caminos que permitiesen vivir una vida,
precisamente, homosexual, y hablar de ello equivalía a
recibir una nueva condena. El modernísimo Código
Napoleón de 1804 había sido barrido ya antes de la ocupación
y, tras la liberación, De Gaulle limpió sólo superficialmente
el Código Penal. Desaparecían en Francia las leyes antisemitas,
pero no las que concernían a la homosexualidad. Ni siquiera los
estridentes años sesenta interpelaban a Pierre Seel: Es
verdad que la vida de los homosexuales había cambiado mucho desde
hacía algunos años. Una fiebre asociativa había
creado mientras tanto los festivales de cine o las manifestaciones a
cara descubierta. El kiosco de periódicos de la esquina tenía
ahora una prensa de actualidad homosexual. Pero todo ese desbarajuste
sólo concernía a la nueva generación del 68.
Yo no había conocido más que la clandestinidad.
El número de homosexuales asesinados por el nazismo oscila entre
trescientos cincuenta y ochocientos mil. Y Alemania esperó hasta
1988 para reconocer la deportación de un solo homosexual. No
sería difícil probar (si el esfuerzo valiese la pena)
la continuidad de los movimientos radicales del 68 con los de
1990, que hicieron de las políticas de la identidad programas
revolucionarios y de la homosexualidad un acto disruptivo, una protesta,
un gesto.
La
brasa en la mano
FIESTAS,
BAÑOS Y EXILIOS. LOS GAYS PORTEÑOS EN LA ULTIMA DICTADURA
Flavio Rapisardi y Alejandro Modarelli
Sudamericana
Buenos Aires, 2001
224 págs., $ 19
POR
CLAUDIO ZEIGER
Una mezcla
de deseo y riesgo, de frivolidad y marginación, de ternura y
terror, caracterizaron a una de las napas más secretas y menos
exploradas de la vida cotidiana bajo la dictadura militar. A diferencia
de otros relatos sobre la época, los avatares de los gays hacia
fines de los setenta y principios de los ochenta en la Argentina producen
aun hoy (cuando se los puede leer con la supuesta distancia de un mundo
que definitivamente cambió) discursos sinuosos, contradictorios
y en gran medida, insólitos. Las locas (como llaman los autores
del libro, decididos a esgrimir políticamente un término
peyorativo, a quienes dieron su testimonio) hablan acerca de sus prácticas
con una honestidad brutal, una desmesura literaria y un coqueteo que
no termina de extinguirse. Como diría el escritor chileno Pedro
Lemebel sobre sí mismo (ver nota en página siguiente),
hablan por su diferencia. Y esa diferencia, a la vez, va delimitando
los distintos territorios que fueron transitados por los pasajeros del
sexo gay bajo la dictadura.
Las tres partes en las que se divide el libro (las que aproximadamente
se corresponden a las tres zonas mentadas en el título: las fiestas,
los baños y los territorios del exilio) son las tres zonas básicas
que para los gays que pueden ser englobados bajo la categoría
minoría sexual operan como círculos
concéntricos, que a veces se tocan y otras veces no, en esos
típicos movimientos de lo que se dio en llamar una cultura
de cruces. De eso trata Fiestas, baños y exilios: de cómo
operó esa cultura de cruces (sociales, culturales y estéticos)
en unos años tan poco proclives a la mezcla social y cultural.
Las primeras preguntas que pueden surgir entonces de la lectura son
las siguientes: ¿qué tenían en común un
habitué de los baños públicos (para tener sexo,
se entiende), un plástico de iniciales FK que organizaba exóticas
fiestas de disfraces, una mariquita de barrio humilde exiliado en alguna
casita del conurbano harto de las detenciones y los maltratos policiales,
o un sofisticado militante del Frente de Liberación Homosexual,
más allá del deseo orientado hacia su propio sexo? ¿Vale
igual la experiencia de un homosexual de doble apellido protegido por
la familia, que el de uno ignoto y pobre? ¿Alcanza esa orientación
común para agruparlos en un colectivo? ¿La experiencia
de algunos, digamos, un tanto superficial, no habría ofendido
a la conciencia política de otros? La conciencia de una vanguardia
esclarecida que quería mezclar revolución y homosexualidad,
¿no quedaba al desnudo como un disparate mayúsculo, frente
a la extrema frivolidad de la masa gay?
Flavio Rapisardi (escritor y coordinador del área de Estudios
Queer de la Universidad de Buenos Aires) y Alejandro Modarelli (escritor
y periodista) llevaron este concepto de cultura de cruces al propio
entramado del libro. De hecho, Fiestas, baños y exilios no sólo
es el resultado del cruce de visiones de dos autores sino
que además es el resultado de un cruce de géneros: los
testimonios y el ensayo crítico; el peinado de las teorías
que reflexionan sobre las minorías sexuales (el genre,
los gay studies, y finalmente la teoría queer, más proclive
a romper el concepto de identidades y roles sexuales fijos) y la confrontación
de tanta conceptualización con la experiencia de vida, de la
calle, donde persisten con empecinamiento esos roles fijos y esos prototipos
antiguos que se niegan a extinguirse (como el de la marica o elchongo,
personajes de muchos de los relatos del libro). Deliberadamente juntaron
a todos en una misma fiesta, los obligaron a mezclarse: a la loca travestida
y al cuadro político, al poeta neobarroco y a la que imita divas
de los años cuarenta.
Esos cruces son tanto la materia como la forma del libro, y esa íntima
coherencia hace que estemos frente a un libro tan curioso como logrado.
Además, intrínsecamente honesto: si bien los testimonios
son muy duros (a veces por primitivos, a veces por desbordados), en
ningún momento los autores vuelcan la balanza hacia el lado de
la corrección política ni intentan ajustarlos a la teoría.
Los testimonios de las locas se acumulan no sin contundencia: cómo
eran por dentro las teteras de las estaciones de trenes;
cómo había un submundo de sexo entre varones en la comisaría
de la Casa de Gobierno, literalmente debajo de Videla; cómo eran
las fiestas en el Tigre a hurtadillas de la Prefectura o la realidad
detrás del mítico viaje liberador a Brasil. La vida, asociada
al sexo, palpitaba entre la muerte y la tortura. En este sentido, hay
mucho de sobreviviente en estos gays que quedaron a medio camino entre
la primavera del 73 y el golpe militar. Y mucho de picaresca también.
Casi podría decirse que las dos primeras partes del libro son
el despliegue de una picaresca homoerótica bajo un régimen
fascista, un relato novelesco y desbocado, a la manera de ciertas páginas
de Reinaldo Arenas.
La tercera parte del libro (Militancia y exilios) viene
a poner un poco de paños fríos en el desenfreno, a la
vez que abre la investigación a otras zonas. Es el momento de
diseccionar los destinos de la vanguardia militante, de los orígenes
más remotos del Frente de Liberación Homosexual y los
destinos de quienes lo integraron. Los discursos convocados cobran otro
espesor y, desde luego, otra clase de dramatismo. Las relaciones fallidas
con la izquierda a través de figuras sumamente atractivas como
la de Néstor Perlongher, Adelaida Gigli o el militante comunista
Héctor Anabitarte, aportan el segmento de reflexión sobre
la experiencia.
El libro, sin embargo, es el todo: las historias de la masa y la historia
de la vanguardia; antropología urbana de los avatares de la minoría
sexual y reconstrucción de campo intelectual; así que
por un lado, Fiestas, baños y exilios viene a sumarse a los aportes
de Historia secreta de los homosexuales en Buenos Aires de Juan José
Sebreli y Médicos, maleantes y maricas de Jorge Salessi, y por
el otro intenta abrir un camino más personal, arriesgándose
en los territorios donde verdaderamente sucedieron y suceden
los hechos, entrando en la intimidad de los cuartos y de las conciencias,
apostando al cruce entre la teoría y la práctica, y aceptando
los resultados que arrojó la mezcla de la siempre esquiva y sorprendente
realidad.