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Hotel
Murakami
¿Puede
un novelista japonés develar la psique de su nación utilizando herramientas
literarias occidentales? En Crónica del pájaro que da cuerda al mundo
(Tusquets, 2001), Haruki Murakami apuesta todas sus fichas a esa quimera
y sale victorioso.
POR
JUAN FORN
En 1995, Haruki
Murakami volvió al Japón después de cinco años
de enseñar en Princeton. El retorno se debió a tres razones:
el terremoto que había devastado poco antes la ciudad donde pasó
su infancia (Kobe); el atentado con gas sarin que había perpetrado
en el subte de Tokio la secta Aum y un manuscrito que había empezado
y terminado durante aquella estadía en Occidente. Murakami había
abandonado la isla luego de la publicación de Norwegian Wood, una
novela en dos tomitos sobre un triángulo amoroso que vendió
2 millones de ejemplares en el Japón y convirtió a su autor,
de la noche a la mañana, en un auténtico icono para la juventud
de su país. Aterrorizado por las consecuencias de esa iconización,
Murakami se apresuró a publicar un libro difícil
(Dance, Dance, Dance, continuación de la mejor de sus novelas anteriores,
La caza del carnero salvaje). Cuando los jóvenes salieron a comprar
ese libro con la misma avidez con que habían consumido Norwegian
Wood, y la crítica redobló sus acusaciones al autor de trivializar
la realidad del país y occidentalizarla, Murakami decidió
aceptar la invitación de Princeton y dejó el Japón
pensando que nunca más volvería a vivir allí. Crónica
del pájaro que da cuerda al mundo, aquel manuscrito que Murakami
llevaba bajo el brazo cuando volvió a su país, resultaría
ser no sólo el más japonés de sus libros sino el
más ambicioso y logrado. Si es el más japonés
será porque lo escribí en Occidente. Vivir en el extranjero
plantea de inmediato preguntas sobre la identidad. Es muy significativo
que no exista una palabra japonesa para lo que Occidente llama identidad.
Lo más parecido es el término shutaisei, acuñado
después de la Segunda Guerra para aludir a lo que ustedes llaman
subjetividad, independencia, o individualismo, ha declarado su autor.
Que Crónica... sea una novela profundamente shutaisei no es casualidad.
Que en sus páginas se sumerja al lector en episodios escalofriantes
de aquella guerra, tampoco. Y que éste haya sido el libro de Murakami
menos popular en su país, menos.
EL EXTRANJERO
Nacido en Kyoto en 1949 y criado en Kobe, hijo de maestros de escuela
que le inculcaron el amor por los libros, Murakami se enroló a
los dieciocho años en la Universidad Waseda de Tokio, dispuesto
a estudiar teatro clásico griego. Su creciente fascinación
por la cultura popular occidental lo llevó a abandonar la academia
luego de graduarse y a abrir un bar de jazz en Tokio. Escribiendo de día
y trabajando de noche, Murakami terminó sus primeros cuatro libros,
con los que entró pateando la puerta en el panorama literario japonés:
Hear the Wind Sing ganó en 1979 el Premio Gunzou a la mejor primera
novela, La caza del carnero salvaje se llevó el Premio Noma para
escritores jóvenes en 1982 y Hard-Boiled Wonderland and the End
of the World sorprendió a propios y extraños llevándose
en 1985 el prestigioso Premio Tanizaki. Después, la explosión
de Norwegian Wood, el fallido intento de recuperar su status anterior
con Dance, Dance, Dance y el autoexilio para escapar de las invitaciones
permanentes a foros públicos y debates televisados acerca de su
influencia en la juventud nipona. Pero si su partida estuvo signada por
el afán de privacidad, su retorno mostró el signo inverso:
además de publicar Crónica..., Murakami encaró su
primer libro de no-ficción, Underground, un ensayo-reportaje donde
entrevistó a las víctimas sobrevivientes del ataque de gas
sarin y a los miembros de la secta Aum, en un intento por explorar, tal
como anunciaba el subtítulo del libro, The Tokio Gas Attack
and the Japanese Psyche. Lo que nos lleva al punto neurálgico
de su obra: ¿cómo sumergirse en los abismos de la psique
de una nación que históricamente ha sometido toda subjetividad
a los rituales de la más incuestionable disciplina, en el terreno
militar, laboral, social y religioso? La fórmula elegida por Murakami,
cuya cristalización más acabada se manifiesta en Crónica
del pájaro que da cuerda al mundo, consiste en un envase (y un
método) tomado de la literatura occidental, con un contenido absolutamentepropio.
Si la construcción de un estilo es la combinación de múltiples
influencias que terminan dando como resultado una voz propia, Murakami
ha sabido entretejer con endiablada habilidad su fascinación por
Kafka, Lewis Carroll, Camus, Chandler y Pynchon (para citar sólo
unas pocas de las influencias que resuenan en sus libros) con sus propias
obsesiones. Autoproponiéndose como un puente entre Oriente y Occidente,
su obra es igualmente excéntrica para ambos mundos: si la voz que
narra sus historias suena al oído japonés como traducida
de otra lengua, las reacciones de los personajes que pueblan sus ficciones
son invariablemente sorprendentes para el lector no japonés. Curiosamente,
lo que el lector occidental ve como contención, el lector japonés
ve como transgresión: sea el tratamiento del sexo, los pasos de
comedia imperturbable, la expiación de la culpa (colectiva e íntima)
o el afán de un destino individual. Hay un detalle más que
termina de explicar la paradoja de que un éxito juvenil
en Japón despierte tan seria atención en Occidente:
la rarísima limpidez de la voz de Murakami muestra siempre un mundo
por descubrir, y descifrar, hermanando así a lectores novatos y
experimentados en un hipnótico rito de iniciación (para
unos, hacia la vida; para los otros, hacia el corazón literario
del Japón actual).
EL SONIDO DE LA HISTORIA
El protagonista excluyente de Crónica... es Tooru Okada y
lo que sucede en su vida a partir de la desaparición de su gato
y, casi enseguida, de su esposa. Poco a poco descubrimos que su matrimonio
era mal visto por la familia de Kumiko, su esposa, cuyo hermano es un
ascendente político de ultraderecha que deposita una fe inmoderada
en los adivinos. La fauna que empieza a poblar la vida de Tooru a partir
de entonces es una galería de personajes inquietantes de ese submundo
(teñidos de esa aura de profundidad que parece otorgar
lo oriental a todo aquello no explicable racionalmente), que le irán
permitiendo develar el misterio en la medida en que él mismo acceda
a facetas de sí que hasta entonces desconoce. Todos sus interlocutores
han tenido experiencias muy cercanas con la muerte, en especial el teniente
Mamiya, un anciano manco que asistió a episodios escalofriantes
en Manchuria como miembro del ejército imperial durante la Segunda
Guerra. A lo largo del libro, Tooru descubrirá el vínculo
secreto entre aquellos episodios y las personas que lo rodean, y se adentrará
en la psique de su nación con el distanciamiento enajenado que
caracteriza a quien se sumerge en un videojuego. Si la gran pregunta de
Murakami es qué significa ser japonés después del
ocaso del militarismo y la tradición, este libro íntimo
y panorámico a la vez trabaja la cuestión en dos niveles:
por un lado estableciendo un sugestivo paralelismo entre el sentido de
pérdida y desorientación que invadió a los japoneses
después de la guerra y el que los embarga ahora, en pleno bienestar
material; y por el otro, identificando el proverbial silencio japonés
no con la discreción y la sabiduría sino con el temor a
las asperezas y rubores del autoanálisis (en el terreno individual
y también en el nacional; sin ir más lejos, todos los libros
de historia japonesa, dice Murakami, silencian lo que él cuenta
sobre Manchuria). Cada uno de esos movimientos son puntuados en el libro
por el extraño canto del pájaro del título, cuyo
sonido es el del engranaje de la Historia sometiendo al mundo a una nueva
vuelta de tuerca. Tenemos habitaciones en nuestro interior, no visitadas
nunca u olvidadas. De tanto en tanto nos aventuramos por un pasaje que
nos lleva a esas habitaciones. Y encontramos en ellas cosas que sabemos
que nos pertenecen, pero es la primera vez que vemos, declaró
Murakami, luego de que Crónica... le permitiera alzarse con el
codiciadísimo Premio Yomiuri (ganadores anteriores: Kawabata, Mishima,
Kobo Abe y Kenzaburo Oé). No hay, para Murakami, metáfora
de la mente más expresiva que un hotel; quizá por eso no
hay libro suyo que no incluya escenas decisivas ambientadas en uno. Sepa
el lector que seadentre en ese hotel infinito que ya estaba dentro antes
de internarse en él y que no terminará de salir aunque sus
pies se apoyen de nuevo en suelo conocido.
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