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ANTOLOGIA
La
Arturíada
El
lunes pasado fue presentada en el ICI Monstruos (Fondo de Cultura
Económica), la Antología de la joven poesía
argentina urdida por Arturo Carrera a pedido de José
Tono Martínez para el ICI, la institución que presidió
hasta hace poco. A continuación, una lectura que pone el
acento en el significado teórico (y político) de
esa antología más allá del corte cronológico
que propone.
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POR
RAUL ANTELO
Una aclaración
inicial. Monstruos: Antología de la joven poesía argentina
no es una teratología temática. Es un mostrador o muestrario
que nos propone un recorrido teórico. César Aira recordaba
recientemente, en su biografía de Alejandra Pizarnik, que, al reaparecer
Poesía Buenos Aires en el verano del 56, Raúl Gustavo
Aguirre exorcizaba con un eufemístico y trivial tópico ideológico
del momento, la sombra del monstruo, un malestar innominable.
Ese gesto, hoy banal, le devolvía al bando la ilusoria quietud
de una racionalidad en reposo. El sosiego no duraría mucho, sin
embargo; en el número final de la misma revista, Murilo Mendes
brindaba al grupo un poema inédito, Duplex-Unus, que se aleja de
la decantada abstracción de su ocasional portador, Arden Quin,
para ser portador, él mismo, de lo que estaba por llegar: el monstruo.
En efecto, ciertas imágenes del poema, como la de un sujeto que
al mismo tiempo ríe y llora, come y vomita, se arrodilla y dialoga
con Satán, como si nada, traen un claro mensaje de cansancio moderno
y multitudinario.
Se lee allí una de las peculiaridades del monstruo: su goce en
soledad. La idea connota una amenaza: el monstruo hace peligrar el sistema
de reproducciones y linajes; y con él trastabilla el andamiaje
letrado, la escena de la escritura. De allí que, constantemente,
se lo necesite captar, capturar, cazar. Como observaba hace poco Graciela
Montaldo, la letra parece ser la mejor de las tramas para controlar al
monstruo huidizo porque esa detención corre pareja con una no menos
monstruosa reproducción, la de la apropiación por parte
de la masa, la multitud, la montonera.
Uno de los monstruos presentes en esta antología, Roxana Páez,
sabe que no hay nada más bello que un borrador, una nada en la
nada. Borges, que era consciente de esos problemas, en un borrador desechado,
La eternidad y T. S. Eliot (rescatado por este suplemento)
aducía el carácter desviante del canon (que no sólo
señala lo mejor sino, en realidad, lo propio) por haber producido
un monstruo peculiar la antología histórica
donde se quieren conciliar el goce literario con la distribución
precisa de glorias. Poco antes de él, Carl Einstein había
descripto un tipo peculiar de monstruo memorioso, el ruiseñor,
portador de los atributos de la alegoría, figura que eufemiza las
deficiencias humanas, proyectándolas en lo suprahistórico:
Los símbolos mueren, pero, al degenerar como alegorías,
penetran en la eternidad. Borges copia disciplinadamente la idea
al pensar en el ruiseñor de Keats como un monstruo no nacional.
Los ingleses, decía, por ser individualistas, no pueden capturarlo.
Sólo los alemanes podrían hacerlo. Son nominalistas.
El monstruo, además de supranacional, es supratemporal. La alegoría
del monstruo describe así una peculiar situación psicogeográfica
(al decir, intervengo; hablo en la intemperie, apunta Pablo
Martín Betelu). Esas palabras, que el poeta-monstruo imagina para
retornar, tratan de orientarse contra la impotencia de la verdad emplazada
y de su goce único, de modo tal que la potencia de lo falso o doble,
lo monstruoso, traza entonces, en el centro mismo de la esfera pública,
la figura de una ficción ambigua y ambivalente, donde nominalismo
y realismo se indiferencian mutuamente para afirmar una generalizada condición
monstruosa que archiva (es decir que conserva pero, al mismo tiempo, instituye)
la ley soberana que determina cualquier otra ley. Guillermo Saavedra recuerda:
Tchuan Tzú tuvo la delicadeza de escribirla por nosotros
varios siglos atrás: Entrar en la jaula sin que los pájaros
canten.
El monstruo, que es el hombre verdadero, se sabe solo y acepta su condición
abandonada y amontonada (de bando o montonera) para, al mismo tiempo,
negar a los otros que no son él mismo. Santiago Llach, D. G. Helder,
Guillermo Piro, Fernando Molle dan cuenta de ello. Pero, justamente, al
negar a los demás, recupera el monstruo toda su fuerzadisipada,
es decir, obtiene de la destrucción una energía constructiva
cabal. Atender sin esperar dice Silvio Mattoni, evitar el
dolor del arrepentimiento, escribir las huellas de lo irrefrenable.
Esa aparente apatía no consiste, pues, en liquidar los afectos
parasitarios de lo moderno sino en oponerse a la espontaneidad de la pasión.
Digámoslo esquemáticamente: mientras la pasión se
agotó disciplinando la vida infame, hoy día cierta apatía
monstruosa lee, en cambio, la vida soberana aún posible.
Es lo que nos propone Arturo Carrera con un travestimiento que es también
trasvasamiento de monstruos juveniles. Algunos de ellos nos dan pistas.
Teresa Arijón ve el mundo como llama vacilante, sombra, eco o espantapájaros.
Pero eso, que conduciría a lo abyecto, nos lleva también
a lo soberano ya que, contra la fenomenología de un punto de vista,
lo que se impone, en cambio, es una alegoría de la visión:
que el poema sea como el sutra, revelación de lo evidente:
no hay luna en el agua; la luna que se ve reflejada es creada por el agua.
Del mismo modo, Pablo Pérez descubre, en la transgresión
chupapijas, la posibilidad que tengo de devolverle al mundo lo que
el mundo me da. Bárbara Belloc resume pathos y apatía
diciendo que la vida para la poesía es vida en la poesía.
Y Ariel Schettini, que en Resonancia magnética visita
a los hijos-fetos en formol, es visitado a su vez por otros mellizos,
Lugones y Palacios, peripatéticos por las eras enredaderas, persiguiendo
el apotegma consabido satyat nasti paro dharma (no hay religión
más elevada que la verdad).
Lo Duplex-Unus de todo monstruo alimenta una poética de rigurosa
singularidad que excede la idea de ser joven, argentina e incluso antológica,
es decir, canónica. Monstruos se quiere apenas muestrario de lo
compars-dispars.
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