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Bienvenidos
al desierto de lo real
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Por
Slavoj Zizek
La última fantasía paranoica norteamericana es la de un
individuo que vive en un idílico pueblo californiano, un paraíso
del consumo, y de pronto comienza a sospechar que el mundo en el que vive
es una farsa, un espectáculo montado para convencerlo de que vive
en la realidad, un show en el que todos a su alrededor son actores y extras.
El ejemplo más reciente de esto es The Truman Show, de Peter Weir,
en la que Jim Carrey encarna al empleado local que gradualmente descubre
la verdad: que él es el héroe de un show televisivo transmitido
las 24 horas, y que su pueblo es, en rigor, un gigantesco set de filmación
por el que las cámaras lo siguen sin interrupción. Entre
sus predecesores, vale la pena mencionar la novela Time Out of Joint (1959)
de Philip K. Dick, en la que el héroe vive en un idílico
pueblo californiano a fines de los 50, y gradualmente descubre que toda
la ciudad es una farsa montada para mantenerlo satisfecho... En ambos
casos, el mensaje es elocuente: el paraíso del consumo capitalista
es, en su hiperrealidad, irreal, insustancial, privado de toda inercia
material.
Matrix (1999), el éxito de los hermanos Wachowski, llevó
esta lógica a su clímax: la realidad material en la que
vivimos es virtual, generada y coordinada por una mega-computadora a la
que todos estamos conectados; cuando el héroe (Keanu Reeves) despierta
a la realidad real, lo que ve es un paisaje desolado, sembrado
de ruinas humeantes: lo que quedó de Chicago después de
una guerra mundial. Morpheus, el líder de la resistencia, lo recibe
con ironía: Bienvenido al desierto de lo real. ¿No
fue algo de un orden similar lo que sucedió en Nueva York en 11
de setiembre? Sus ciudadanos fueron introducidos al desierto de
lo real; a nosotros, corrompidos por Hollywood, la imagen de las
torres derrumbándose no pudo sino recordarnos las pasmosas escenas
del cine catástrofe. Cuando escuchamos hablar de lo inesperados
que resultaron los atentados, deberíamos recordar la otra catástrofe
crucial, a comienzos del siglo XX: la del Titanic. Aquello
fue un shock porque, en la fantasía ideológica, el transatlántico
era el símbolo de la civilización industrial del siglo XIX.
¿Se puede afirmar lo mismo de los atentados? No sólo los
medios nos bombardeaban con el discurso de la amenaza terrorista; sino
que esta amenaza estaba obvia y libidinalmente abonada (alcanza con recordar
películas como Escape de Nueva York y Día de la Independencia).
Lo impensable que sucedió ahora era, a su vez, objeto de fantasía:
de alguna manera, Estados Unidos tuvo lo que tanto fantaseaba, y ésta
fue la mayor sorpresa.
Ahora, mientras lidiamos con la cruda realidad de la catástrofe,
debemos considerar las coordenadas ideológicas que determinan la
percepción de estos atentados. Si hay algún simbolismo en
el derrumbe de las torres, no es tanto la vieja noción de centro
del capitalismo financiero sino, más bien, la noción
de que ambas torres representaban el centro del capitalismo virtual, el
capitalismo de la especulación financiera desconectada de la esfera
de producción material. El demoledor impacto de los atentados sólo
puede medirse en relación a la frontera que separa el Primer Mundo
digitalizado del Tercer Mundo, el desierto de lo real. La
conciencia de que vivimos en un universo aislado y artificial genera así
la noción de que un agente ominoso nos amenaza permanentemente
con la destrucción total.
Osama bin Laden sería, en consecuencia, la versión real
de Ernst Stavro Blofeld, el cerebro diabólico que planea formas
de destrucción planetaria en las películas de James Bond.
Lo que uno debería recordar es que el único momento en las
películas de Hollywood en que vemos el proceso de producción
en toda su intensidad es cuando Bond penetra en la guarida secreta del
cerebro diabólico y localiza en ella el centro de la producción
criminal: el destilado y empaquetado de drogas, la construcción
de un cohete o un rayo láser capaz de destruir Nueva York. Siempre,
tras capturar a Bond, el criminal le ofrece un tour por sus instalaciones.
¿Y no es eso lo más que Hollywood se acerca a una orgullosa
exposiciónsocialista de los métodos de producción
en una fábrica? La función de Bond es, por supuesto, volar
todo por los aires, permitiéndonos volver a nuestra rutina en un
mundo sin clase obrera. ¿Y no es el derrumbe de las
Torres Gemelas esta misma violencia dirigida al amenazante Afuera estallándonos
en la cara? La esfera en la que viven los norteamericanos se encuentra
amenazada desde Afuera por terroristas impiadosos y cobardes, brillantes
y primitivos. Cada vez que encontramos un mal externo en estado tan puro,
deberíamos juntar coraje para recordar la lección hegeliana:
en este Afuera puro, debemos reconocer una versión destilada de
nuestra esencia. Durante los últimos cinco siglos, la (relativa)
paz y prosperidad del Occidente civilizado se ha conseguido
a través de la sistemática exportación de violencia
y destrucción al Afuera bárbaro de la
conquista del Oeste a las matanzas en el Congo. Aunque suene cruel
e indiferente, debemos también considerar que el efecto de estos
atentados es más simbólico que real. Estados Unidos acaba
de saborear lo que sucede a diario en el resto del mundo, de Sarajevo
a Grozny, de Ruanda a Sierra Leona. Si a eso se suman las habituales mafias
y patotas neoyorquinas, uno se puede hacer una idea de cómo era
Sarajevo hace diez años. (Además, la idea de que Nueva York
era segura es, también, una fantasía: eran sabidos los peligros
que acechaban a cualquiera en cualquier esquina de la ciudad. De hecho,
el ataque a las torres parece haber despertado una nueva solidaridad que
permite, hoy, ver a un puñado de jóvenes afroamericanos
ayudando a un judío anciano a cruzar la calle.)
Este retorno a lo Real dispara tramas hasta ahora impensadas.
Para comentadores derechistas como George Will, esto marca el final de
las vacaciones que Estados Unidos se ha tomado del curso de la Historia:
el impacto de la realidad desmorona la torre de la tolerancia y los estudios
culturales. Ahora, Estados Unidos debe responder, debe enfrentar enemigos
reales en el mundo real. ¿Pero a quién? Cualquiera sea la
respuesta, nunca van a dar ciento por ciento en el blanco, nunca a van
a estar ciento por ciento satisfechos. Un ataque norteamericano a Afganistán
sería el colmo de lo ridículo: si la mayor potencia mundial
destruye uno de los países más pobres del planeta, ¿no
estaríamos frente al epítome de la impotencia?
Hay algo de cierto en la noción de choque de civilizaciones
de la que se habla. Imaginen la sorpresa de un norteamericano promedio:
¿Cómo es posible que esta gente aprecie tan poco su
propia vida?. Ahora bien, ¿no es el reverso de esta sorpresa
el triste hecho de que nosotros, en nuestro Primer Mundo, encontremos
cada vez más difícil siquiera imaginar una causa pública
o universal por la que estaríamos dispuestos a sacrificar nuestra
vida?
Ahora, en los días posteriores al atentado, oscilamos entre un
evento traumático y su impacto simbólico, como en ese momento
posterior a un corte profundo, cuando vemos la herida pero el dolor todavía
no nos golpea plenamente. Ya se puede vislumbrar en qué símbolo
se transformará este evento, cuál será su eficiencia
y cómo se lo evocará para justificar actos posteriores.
Pero este proceso nunca es automático, ni siquiera en los momentos
de mayor tensión. Y ya aparecen los primeros síntomas: el
día posterior al atentado recibí el llamado de una revista
para la que había escrito un artículo sobre Lenin; me avisaban
que habían decidido postergar su publicación por considerar
inoportuno hablar de Lenin bajo estas circunstancias. ¿No señala
esto la dirección de las ominosas rearticulaciones ideológicas
que vendrán? Puede que no sepamos con exactitud cuáles serán
las consecuencias económicas, ideológicas y militares que
traerán los atentados, pero una cosa es segura: Estados Unidos
ya no se puede considerar a sí mismo una isla aislada que presencia
los acontecimientos mundiales a través de una pantalla. ¿Qué
decisión tomarán? Hasta ahora, lo único seguro es
que intensificarán su actitud: ¿Por qué debería
sucedernos esto? Estas cosas no pasan acá. Actitud que, por
supuesto, aumentará la paranoia y, por lo tanto, el grado de agresión
hacia el temible Afuera. La otra opción es que se arriesguen a
aceptar sullegada al mundo real y superen el esto no debería
suceder acá para acceder al esto no debería
suceder en ninguna parte. Pero para eso deberían aceptar
también que nunca se tomaron vacaciones del Curso de la Historia,
sino que su paz se compró a base de catástrofes en otras
partes. Ahí reside la verdadera lección de estos atentados.
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