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Gente como uno

Personajes Acaba de publicarse en Argentina Chang y Eng, la novela del escritor norteamericano Darin Strauss que reconstruye la vida de los siameses que dieron nombre a su condición, la convirtieron en su medio de vida y tuvieron 21 hijos entre los dos. A manera de homenaje, Radar recuerda a muchos otros freaks que merecerían su propio libro: El Hombre Lagarto, La Mujer Barbuda, El Medio-Hombre, El Hombre Sapo, Enigma, Mr. Lifto y P.T. Barnum, el empresario que inventó el gran negocio de exponerlos.

Por Mariana Enríquez

Es muy difícil tratar de discernir qué pudo haberles pasado por la cabeza a las hermanas Adelaide y Sarah Yates de Wilkesboro cuando en diciembre de 1842 conocieron a Chang y Eng, los hermanos siameses más famosos del mundo, que visitaban el pueblo de Carolina del Norte durante una de sus giras por Estados Unidos. Chang y Eng eran hombres medianamente prósperos y bien educados, pero estaban pegados por un ligamento cartilaginoso de unos trece centímetros, a la altura del estómago, que compartían. Eran, además, siameses en todo sentido, es decir, nacidos en Siam (hoy Thailandia): su notoriedad dio origen al término siamés. Por todos estos motivos, no eran precisamente buenos partidos como maridos: además, en aquella de época, en Carolina del Norte, una ley prohibía que las mujeres se casaran con hombres cuya sangre india, negra, mestiza o mulata se remontara hasta la tercera generación. No tenían leyes contra la unión con siameses (en ningún sentido) y eso permitió que finalmente los cuatro se unieran en matrimonio en 1843 y tuvieran 21 hijos, viviendo como granjeros esclavistas. Chang murió en 1874 de bronquitis, y por supuesto Eng lo siguió horas después. Un hojalatero del pueblo construyó un gran ataúd de metal para los cuerpos y los enterraron en una fosa doble, con una lápida común, en la iglesia baptista de White Plains.
Chang y Eng, la novela de Darin Strauss que acaba de editar Seix Barral trata de reconstruir la extraordinaria historia de los hermanos, desde su niñez en Siam hasta su estancia en el palacio del rey siamés Rama (que al principio los condenó a muerte por considerarlos un mal augurio y más tarde los mantuvo a su lado como signo de prosperidad para el reino), pasando por su “venta” al inescrupuloso capitán Coffin, que desde Siam los llevó a Estados Unidos y a una vida de fenómenos de circo por todo el mundo. Más tarde, los hermanos comenzaron a trabajar para el famoso promotor y dueño de circos P.T. Barnum, que estableció una sociedad con ellos y les organizó giras, cosa que les permitió a los hermanos cierta independencia y disfrutar por fin de los dividendos de sus presentaciones. Strauss no se detiene demasiado en el fascinante mundo de los circos y promotores de fenómenos (o “sideshows”) sino que trata literalmente de meterse en la cabeza del hermano culto, Eng, y narrar la historia y los avatares de ser la mitad de una persona exhibida para goce del morbo ajeno. La novela es sencilla y realista: no es deslumbrante, pero el tema lo es. Y no es convincente, pero no puede serlo. La historia es demasiado delirante, demasiado morbosa: las noches en el lecho conyugal, en las que las esposas de Chang y Eng se turnaban mientras el otro gemelo mantenía los ojos cerrados, tienen la intensidad de la locura. Strauss no sugiere que, alguna vez, los hermanos invitaran a ambas esposas para una demencial cama de cuatro. No tiene los datos para insinuarlo: él mismo admite que no existen registros certeros de las vidas de los siameses: su historia es una mezcla de leyenda y exageraciones editoriales. Pasó tres años investigando, pero poco pudo ahondar más allá de los hechos ya comprobados. Por eso el libro es ficción, no historia.
Los “fenómenos” que alguna vez fueron parte obligatoria de circos apenas tienen una historia escrita. Mucho tiene que ver el horror que les provoca a las nuevas generaciones pensar que, alguna vez, la exhibición de discapacitados fue un entretenimiento, y también el pudor. “Entre 1840 y 1940 la exhibición organizada para entretenimiento y comercialización de personas con anomalías físicas, mentales o de comportamiento era aceptada como parte de la vida cotidiana de los norteamericanos”, escribe Robert Bogdan en su libro In Search of Freaks. “Hoy la actividad apenas existe y está a punto de extinguirse ante las protestas de los activistas y la falta de público.” Además, explica Bogdan, apenas existe literatura sobre el tema. “Dados los numerosos estudios acerca de desviaciones y anormalidades, se podría esperar un cuerpo importante de literatura social y científica sobre shows de freaks. No la hay. Y no hay muchas formas de explicar su falta”.

FREAKSHOW
La práctica de exhibir gente como atracción y beneficio comercial para el promotor tuvo muchos nombres. A principios del siglo XIX se usaba “Show de Rarezas” o “Hall de Curiosidades Humanas”. A fines de ese siglo y comienzos del XX se popularizaron los términos “freakshow” y especialmente “sideshow”. Se montaba una maquinaria publicitaria y los shows se presentaban como parte de circos o en teatros y parques de diversiones. El encargado de llenar la sala o la carpa voceaba las características del fenómeno exhibido en la puerta, junto a un póster que lo retrataba, y ambos anuncios solían distar de la realidad. En la mayoría de los shows los exhibidos actuaban, no eran sólo observados: una mujer sin brazos firmaría autógrafos con los pies, el hombre elástico estiraría su piel y así sucesivamente. Se los presentaba como procedentes de lugares exóticos, sobre todo de Africa y Asia: cuando eso era además la verdad, como en el caso de Chang y Eng, el éxito era casi seguro. También se vendían souvenirs, sobre todo fotografías. Como es de presumir, los empleadores eran por lo general explotadores: McAslan encadenó al “Hombre Mitad” Johnny Eck cuando le hizo firmar a su familia un contrato por un año donde el número uno sólo estaba representado por el dígito (1) de modo que agregarle un cero fue cuestión de tiempo. El “patrón” de John Merrick, el Hombre Elefante, lo mantenía en condiciones infrahumanas, al punto que el filántropo Frederick Treves lo “rescató”: hasta su muerte vivió en un hospital, leyendo libros de la biblioteca. Sin embargo en su libro We Who Are Not Others, asegura que en muchos casos las personas no estaban disgustadas ante la exhibición: con infancias espantosas, la exhibición les permitía que su rareza fuera, por primera vez, una ventaja. Sabían que el éxito del sideshow dependía de ellos. Los “fenómenos” también tenían sus propios códigos y lenguaje, que Tod Browning trató de retratar en su película Freaks (1932), una historia de venganza y traición en la que una bella trapecista acaba convertida en freak después de ser mutilada por sus compañeros cuando ella finge amor por un liliputiense y se casa con él sólo para obtener la mitad de su fortuna.
La mayoría de los actores de Freaks habían pertenecido al circo de P. T. Barnum, un empresario del siglo XIX que fue elegido por la revista Life como uno de los 100 hombres más importantes del milenio y “el santo patrón de los promotores”. Comenzó a exhibir personas a los 25 años, cuando descubrió a Joice Heth, una mujer que aseguraba tener 161 años y haber sido la enfermera de George Washington. Obtenía con ella más de 1.500 dólares por semana, y en 1841 compró el Scudder’s American Museum de Broadway, donde exhibió “500 mil curiosidades naturales y artificiales de todos los rincones del mundo”. Con algunos de sus empleados (como el general Tom Thumb) actuó frente a la reina de Inglaterra. Su circo no se limitaba a la exhibición: a los 60 años estaba al frente del P .T. Barnum’s Grand Travelling Museum, Menagerie, Caravan and Circus, en aquel momento el circo más grande que el mundo había visto: en su primer año ganó 40 mil dólares, una suma sin precedentes para la época. Años después se unió con un empresario londinense y prácticamente monolopolizaron el mercado. Después de su muerte, en 1891, muchas de sus “anomalías” pasaron a formar parte de un Museo que todavía existe y puede ser visitado.

LOS OTROS
Hay muchos otros freaks que merecerían un libro como el de Strauss, y que tuvieron vidas tan extrañas como Chang y Eng. John Merrick, “El Hombre Elefante”, es el único que atrapó la imaginación popular. Pero Julia Pastrana merecería igual destino. En su época, fue una de las mujeres más famosas del mundo, y su nombre era sinónimo de fealdad. Nacida en México en 1832, en su vida adulta alcanzó sólo un metro veinte de estatura: todo su cuerpo estaba cubierto de pelo negro y tenía una doble hilera de dientes. Su promotor era un hombre llamado Lent, y su acto consistía en cantar canciones tradicionales mexicanas, bailar danzas españolas e imitar a Lola Montes. Lent se casó con ella, por razones comerciales, pero Julia murió poco después del parto de su primer hijo,que sufría sus mismas anomalías. Lent contrató a un experto en momificación que embalsamó a madre e hijo, y los exhibió juntos durante años. En 1963, Marco Ferreri inmortalizó a Julia en el film La donna scimia.
El príncipe Randian, nacido en la Guyana británica, fue uno de los protagonistas de Freaks de Browning. No tenía ninguna extremidad: Barnum lo llevó a Estados Unidos en 1889 y trabajaron juntos durante 45 años. Randian no sólo podía enrollar y fumar sus propios cigarrillos (como se ve en la película) sino que se casó y tuvo cinco hijos. Pero mucho más famoso que Randian fue, en su época Johnny Eck, conocido como “El Rey de los Freaks” o “El Medio-Hombre” y otro protagonista de Freaks. Johnny, nacido en Baltimore en 1911 (murió anciano en 1991), nació sin extremidades inferiores y acompañado de un mellizo idéntico, Robert (que sí tenía piernas). Cuando tenía un año de edad aprendió a caminar con los brazos, y en su ciudad natal se dedicó a pintar carteles, antes de unirse a circos. Como en el caso de Chang y Eng, no es posible saber demasiado acerca de su vida real, pero en este caso porque el propio Johnny se encargó de mitificarla aún más. La autobiografía que estaba escribiendo quedó inconclusa, pero algunos fragmentos se conservan. Como aquel en que Johnny describe su primera vez sobre un escenario. “Mi madre nos llevó a ver al mago John McAslan, en diciembre de 1923. Nos advirtió con firmeza que permaneciéramos escondidos y que no dejáramos que nadie nos viera. También nos aseguró que vigilaría nuestros movimientos. El primer shock lo recibió cuando el mago pidió un asistente para que subiera al escenario. Lo hizo mi hermano mellizo Bob. El show siguió normalmente hasta que el mago transformó un trozo de papel en un mantel de seda e invitó al público a que subiera al escenario para llevárselo gratis. Hubo apretujones hasta que una figura solitaria logró subir, apoyado en sus manos, a reclamar el premio y se lo llevó entre los dientes. Era yo. La audiencia enloqueció: aplaudieron, gritaron. Creían que habían visto una atracción agregada, un monstruo. Mi pobre madre se desmayó. El mago no podía dejar de mirarme, sin aliento. Después empezó a decirme que era un regalo del cielo, que me pondría sobre un escenario. Ese escenario terminó siendo una pila de heno, cubierta por una alfombra verde, en el fondo de un circo de última línea.” Eck trabajó varios años para McAslan, pero tuvo otros promotores en su larga vida. Él y su hermano se hicieron populares gracias a un truco donde McAslan cortaba por la mitad al hermano Robert y luego salía Johnny, caminando con las manos, el gemelo idéntico. La gente se desmayaba.
De la misma manera, la historia de Lady Olga (Jane Barnell), nativa de Carolina del Norte, una mujer barbuda que trabajó para Barnum y también protagonizó Freaks, es tan novelesca como la de Chang y Eng. Su exhibición comenzó cuando tenía cuatro años: su madre la entregó a un circo a esa edad. El padre, que la amaba y estaba fuera de la ciudad en ese momento, intentó rescatarla, pero el circo ya había partido hacia Europa con la niña. En Berlín, un año más tarde, fue el circo el que la abandonó, cuando la chica enfermó. Terminó en un orfelinato alemán, del que la rescató su padre: el hombre intentó que su hija viviera una vida normal como granjera, y se ocupaba de afeitarla. Pero un vecino, William Heckler, que había sido hombre de circo, la convenció de que podría hacer mucho dinero con su rareza, y a los 21 Jane/Lady Olga abandonó el hogar paterno por propia voluntad.

HAGALO USTED MISMO
En 1984 Otis Jordan, un hombre de extremidades deformes conocido en el mundo de los circos como “Otis el Hombre Sapo”, no pudo actuar como parte del Sutton Sideshow en Nueva York. Un ciudadano había protestado, alegando que la exhibición de personas con anomalías era “un anacronismo intolerable”, reclamó que se trataba de explotación de la discapacidad, y como resultado de la denuncia (y a pesar de las protestas del propio Jordan) se les prohibió a los dueños del circo dejarlo actuar, exhibir otras personas con deformidades y usar el término “freak”. Fue unamuestra de la decadencia definitiva de los sideshows a la antigua. Pero eso no significa que no existan en otras formas, con gente que voluntariamente se deforma para trabajar como fenómenos. En algunas compañías de circo y nuevas tendencias escénicas modernas, como el Jim Rose Side Circus, muchos alcanzaron la fama: el Enigma, por ejemplo, un hombre totalmente tatuado que además come escorpiones, o Mr. Lifto, que se cuelga objetos pesados del pene (y de otras partes sensibles). El Jim Rose Side Circus participó en 1995 de un episodio de Los expedientes secretos X: Rose interpretaba al principal sospechoso en un circo de fenómenos. Un año antes había estado de gira con Nine Inch Nails y Marilyn Manson.
De los deformes voluntariamente uno de los más famosos es El Hombre Lagarto, que para su transformación física no sólo usó las técnicas más tradicionales: lleva encima 450 horas de tatuajes (le faltan 200 horas para ser totalmente verde), tiene piercings en todos los lugares posibles (incluyendo, por supuesto, los genitales), teflon implantado sobre cada ojo para dar idea de pequeños cuernos, la lengua bifurcada gracias a la cirugía láser y los dientes puntiagudos gentileza del torno del dentista. Trabaja por encargo. En Coney Island, Nueva York, queda uno de los pocos “sideshows” que aún se llaman así, en el famoso parque de diversiones de la ciudad. Pero, de la misma manera, los “freaks” en exhibición llegaron a esa condición por propia voluntad. Eak, El Hombre Ilustrado, es poeta, escapista, está totalmente tatuado, se acuesta sobre clavos y es encantador de serpientes. Y verlos no es tabú, ni es una morbosidad, ni se juegan cuestiones morales. Si no, pregúntenle a Susana Giménez.

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