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Territorios
Mujeres enterradas vivas. Templos masones. Ataúdes con sistemas
de alarma. Secuestro de cadáveres. El nieto del rey Jorge IV de
Inglaterra. La nieta de Napoleón. Luis XVII, el último delfín
de Francia. Y hasta un pobre ahí enterrado. El oculista Omar López
Mato acaba de publicar Ciudad de Angeles, un monumental trabajo en el
recopila, tras años de investigación, las historias más
ilustres del Cementerio de la Recoleta.
POR
MARIANA ENRIQUEZ
Visitar
cementerios puede ser, para muchos, una actividad macabra que lejos está
de una recorrida placentera. Omar López Mato reconoce que no es
para todos. Él no es Peter Cushing; sin embargo, ni parece estar
fascinado por lo siniestro. Es médico, oculista prestigioso, y
si decidió acometer la tarea de escribir la historia de la Recoleta
ilustrada con fotos que él mismo sacó, en un libro enorme
llamado Ciudad de Angeles de edición de autor, hojas satinadas,
con mapas y casi 500 páginas, fue porque cree que hacía
falta no sólo para ofrecer una guía al turismo que tiene
al cementerio como punto obligatorio de visita sino como rescate de las
miles y miles de historias que se esconden detrás de cada
puerta.
Además, no existe ningún libro sobre el tema: Sólo
había uno editado en los años 50, que no se reeditó,
y una serie de artículos en una revista de los años 70,
que para colmo no abarcaban todo el cementerio. También existe
una serie de fascículos de recorridas de la parte histórica
hechas por el Dr. Francavilla, que es el jefe de la parte histórica
y artística del cementerio.
Entre los detalles exhaustivos que López Mato encontró en
su investigación existen datos extraños, como que el cementerio
de la Recoleta no es un camposanto: perdió esa condición
en 1853 cuando el presidente Bartolomé Mitre ordenó el entierro
del Dr. Blas Agüero, un francmasón a quien el arzobispo de
Buenos Aires le había negado cristiana sepultura porque, fiel a
sus principios, se había negado a recibir los sacramentos. Mitre
decretó el permiso para el entierro, y el arzobispo retrucó
retirando la bendición a la necrópolis y por lo tanto su
condición de santidad. Nunca volvió a restaurarse, y probablemente
la Recoleta no volverá a ser un camposanto nunca. Los bóvedas
masónicas, con sus símbolos egipcios, las escuadras y los
compases así lo demuestran. En la puerta de la de Mendoza Paz,
fundador de la Sociedad Protectora de Animales (una aguda pirámide
sin cruces ni ningún símbolo cristiano), puede leerse: Aquí
no hay nada. Sólo polvo y huesos. Nada.
Y también descubre algunos secretos casi graciosos, como el terror
que le infundía la posibilidad de ser enterrado vivo a Alfredo
Gath (una de las mitades de la tienda Gath & Chavez): en su bóveda,
erigida en 1936, se había mandado a instalar un sistema eléctrico
que descansaba entre las manos del cadáver, y que permitía
que se abriera el ataúd y la puerta del sepulcro en caso de necesidad.
Fue retirado porque, a esta altura, evidentemente ya no hace falta. En
varias revistas de esa época encontré los anuncios de un
señor que se especializaba en la venta de dispositivos eléctricos
para venderlos en caso de sospechas de catalepsia, cuenta López
Mato. Sarmiento hizo una legislación sobre la obligación
de mantener los cajones abiertos en el velorio: el cuerpo debía
tener atado a la muñeca un cordel que llegaba hasta una campanita:
en caso de moverse el cuerpo, sonaba.
También descubre a personajes ausentes de los libros de historia
como Edelmiro Mayer, que después de integrar el ejército
triunfador en Pavón tuvo discrepancias con la conducción
militar y se fue a Estados Unidos, que estaba en plena guerra civil. Lincoln
lo aceptó, reconociendo su grado de teniente coronel, y lo colocó
al frente de un batallón de negros. Combatió con ellos en
las batallas de Cattamooga, Knoxville, Olustee y el sitio de Richmond.
Terminada la guerra y muerto Lincoln, se le encomendó llevar armas
de contrabando a México. Allí se puso al servicio de Benito
Juárez, que lo nombró comandante del Batallón Zaragoza,
y poco después dirigió el sitio de la Ciudad de México.
Cuando cruzaba las líneas para encontrarse con su amante, cayó
prisionero del temible general Márquez (el Leopardo de Tacuba),
que milagrosamente le perdonó la vida. Volvió a la Argentina,
donde fue reconocido general en 1873 y murió en 1892. Su tumba
es, inexplicablemente, un templo gótico.
López Mato le dedicó casi tres años al armado del
libro, años de visitas diarias a la necrópolis de la oligarquía
argentina. La mayoría de las historias las obtuvo contactándose
con las familias, porque hay apellidos que pueden sonar conocidos,
pero no están en los libros de historia. Algunas familias colaboraron,
a otras no las pude individualizar. Además, era el momento de hacerlo,
porque ya no queda mucha gente que recuerde las historias de los antepasados.
La mayoría de los que aportaron información tenía
más de 70 años: los más jóvenes no tienen
idea. Lo curioso también es que las familias con integrantes de
esa edad son las que tienen las bóvedas en mejor estado.
Como hay muchas más historias que no pudieron incluirse por falta
de espacio e imposibilidad de encontrar a las familias, López Mato
abrió una página en Internet (www.ciudaddeangeles.com) que
es una especie de base de datos donde entrarán todas las
historias que quedaron afuera. Es un libro con continuación, con
feedback, y quiero que la gente me haga llegar cosas. Dejo las puertas
abiertas para encontrar a toda esa gente que no sé dónde
está.
LOS REYES
Uno de esos rastros perdidos es el de Miguel Haines, nieto del rey
Jorge IV de Inglaterra. Su padre, también llamado Miguel Haines,
era hijo natural del monarca, un hombre que llegó al Río
de la Plata con las invasiones inglesas y prefirió no buscar reconocimiento
por sus derechos. Se hizo rico formando una sociedad comercial con su
amigo Guillermo Brown en Colonia del Sacramento. No se sabe si murió
porque lo mató Rosas (era simpatizante unitario) o por el estallido
accidental de un polvorín, pero, de cualquier modo, al ser enterrado
en Colonia, el almirante Greenfield y su tropa le rindieron homenaje como
miembro de la Casa Real. Su hijo, nacido en Uruguay, vino a Buenos Aires
a los 20 años, ciego después de una operación fallida
en Europa que no logró devolverle la vista. Se dedicó a
la música, y estuvo de moda entre 1840 y 1860. López Mato
no pudo encontrar su tumba, porque lo enterraron antes de la reforma del
cementerio, en 1880. Los registros lo ubican en el sector 3, probablemente
en una bóveda de la familia Ocampo o Argerich, con quienes estaba
relacionado. Pero quizá sus restos se perdieron. Es el único
habitante del cementerio que no tiene una foto en el libro.
La noble que sí pudo ser ubicada es Isabel, la nieta de Napoleón
Bonaparte que murió en Buenos Aires a los 50 días de nacida,
hija del conde Alejandro Walewski (hijo de la condesa polaca María
Walewska, amante del Emperador). La niña fue enterrada en el cementerio
y después trasladada a la tumba de su madrina, Mariquita Sánchez
de Thompson. Pero no hay ninguna placa ni inscripción que la recuerde.
Y quizá también esté enterrado en la Recoleta el
último delfín de Francia, Luis XVII, escapado de la Prisión
du Temple. El arquitecto Pierre Benoît creyó ser el heredero
del trono francés, y así lo confesó antes de morir
en 1853, después de un encuentro con un desconocido que lo dejó
perturbado. Había llegado a la Argentina en un buque de guerra
en 1818, y todavía hoy su familia discute en los tribunales franceses
la legitimidad de su realeza.
LAS BELLAS DURMIENTES
La más famosa es, necesariamente, la dueña de la historia
más macabra. Rufina Cambaceres, hija del escritor y político
Eugenio Cambaceres, murió súbitamente a los 19 años
en 1903, mientras se estaba cambiando para ir al Colón. Su madre
la encontró cuando fue a buscarla a la habitación porque
llegaban tarde a la gala. Tres médicos certificaron que Rufina
había muerto, y le dieron sepultura en la Recoleta. A los pocos
días, alguien le avisó a la familia que el cajón
se había movido; cuando lo abrieron, descubrieron a la adolescente
con el rostro y las manos rasguñados y amoratados. Dice la leyenda
que Rufina habría sido víctima de un ataque de catalepsia
(la enfermedad más temida de la época, que aterraba a Edgar
Allan Poe) y despertó en la oscuridad del sepulcro para volver
a morir después de una desesperada lucha. Hay una versión
más escabrosa que aparece en un libro de Victoria Azurduy: la madre
de Rufina, Luisa Bacic, le suministraba a su hija un somnífero
para poder encontrarse clandestinamente con su amante, que era el pretendiente
de la hija. Esa noche, la chica tomó una dosis de más y
entró en un coma profundo, del que despertó en la tumba.
De cualquier manera, pocos años después su familia le erigió
un monumento donde una joven entreabre una puerta, la de la bóveda
(una construcción art nouveau), como si escapara por fin del infierno.
La madre, Luisa, se convirtió en amante de Hipólito Yrigoyen
y le dio un hijo, Luis Hernán.
Quizá porque una adolescente muerta es la definición del
romanticismo, desde Ofelia hasta Julieta, las jóvenes muertas de
la Recoleta son dueñas de los monumentos más hermosos y
cuidados. Luz María García Velloso, hija del dramaturgo
Enrique García Velloso, tenía 15 años cuando murió
de leucemia en 1925. Una escultura tamaño natural la representa
dormida, bajo un crucifijo. Su madre, deprimida después de la muerte
de la hija, obtuvo permiso especial para permanecer junto a esta tumba
por las noches.
Ida Marino murió a los 19, cuando cayó desde un balcón:
sobre el techo de su bóveda, la escultura de una persona con la
mano extendida deja caer una flor: pretende representar las manos que
no pudieron alcanzarla y detener su caída. Liliana Crociati murió
en 1970 durante su luna de miel en Austria: una avalancha cubrió
el hotel donde se hospedaba. Era hija única. La familia le construyó
un templo neogótico, eligiendo detalles que a ella le hubieran
gustado: es una sala enorme con una suerte de living donde se ubica el
féretro, cubierto por un sahri que Liliana había comprado
en la India. Están sus fotos, un óleo pintado por una amiga
y en la puerta una escultura que la representa en vida, con un vestido
y el cabello largo, acompañada por su perro, Sabú. Y, por
supuesto, está Eva Duarte: Hablé con los cuidadores
y les pregunté si ellos mantenían las flores siempre en
la puerta de la bóveda, por el turismo, o por respeto, o por tradición,
cuenta López Mato. Porque me llamaba poderosamente la atención
que durante mis visitas, que eran casi diarias y se prolongaron durante
años, nunca faltaron flores frescas en la tumba. Pero me aseguraron
que no: que la gente las dejaba, siempre. Que no faltaban ni un solo día.
LAS TUMBAS
Muchas veces los propios monumentos son dueños de historias
extrañas. Y muchas veces cómicas y propias de la habitual
desprolijidad nacional. A Adolfo Alsina, por ejemplo, un grupo de admiradores
decidió levantarle por subvención pública un monumento
en 1911. Se hizo un concurso para seleccionar la maqueta, y ganó
la escultora Margarita Bonnet. Pero otro escultor, Alejo Jaris, la denunció
por plagio y le ganó el juicio. La cosa ya había empezado
mal. Y al comenzar el monumento, los encargados de supervisar el trabajo
notaron que las fallas técnicas eran demasiadas, y le encomendaron
la continuación de la obra al escultor Ernesto Dungon. El monumento
se inauguró, finalmente. Pero, en el acto destinado a descubrir
la obra, la escultora Bonnet, furiosa, llegó al cementerio y firmó
la obra que no había terminado y que ni siquiera le pertenecía.
La firma sigue ahí hasta hoy, porque la comisión de fans
de Alsina se había disuelto, no quedaba plata para cambiar el mármol
ni ganas de sancionar a la escultora.
El cuidador del cementerio David Alleno murió en 1910. Además
de cuidar las tumbas, construía bóvedas en la Recoleta.
Era genovés, y para después de muerto decidió seguir
la tradición del cementerio de su ciudad natal, donde era muy común
que familias enteras se representaran en mármol a tamaño
natural. López Mato, que lo recorrió, recuerda especialmente
a un hombre en una cama, agonizando, con sus cinco hijas alrededor,
llorándolo. Muy realista. Alleno viajó y le encomendó
su escultura al escultor Canessa. Dicen que cuando estuvo lista, volvió
con ella desde Italia y se suicidó para estrenarla, pero López
Mato asegura que esa historia es una leyenda, que Alleno murió
años después, viejo. El caso de Salvador María del
Carril, gobernador de San Juan y quien instigó a Lavalle a fusilar
a Dorrego, es uno de odio conyugal post-mortem. Murió en 1883,
y no hay cruces en su tumba, porque era masón. Su esposa, Tiburcia
Domínguez, lo sobrevivió y le erigió un monumento
espectacular, que incluye una escultura del muerto. Pero la viuda, al
encargarle su propia bóveda al artista Camilo Pomairone, dejó
constancia de que su busto debía mirar hacia el lado contrario
al de su marido, para perpetuar su odio. Cuando el esposo murió,
la viuda sólo quiso saber cuánta plata le había dejado.
¿Cuánto
vale el cuerpo de mamá?
Luis
Dorrego era hermano del coronel fusilado por Lavalle, y socio
de Rosas. Se había casado con una mujer llamada Inés.
Hombre muy rico, le dejó una fortuna a sus tres hijas casadas.
La mañana del 26 de agosto de 1881, Felisa, una de las
hijas, recibió esta carta en el palacio Miró, donde
vivía con su familia:
Señora
Doña Felisa Dorrego de Miró y Familia
Respetable señora y familia:
Al
pasar vista por estas líneas tal vez encontrará
que sus sentimientos desfallezcan, pero éste es un mal
que no tiene remedio y nos encontramos impulsados con todo nuestro
pesar a proceder, por causas ajenas, del modo que lo hacemos.
Estos preliminares puestos, venimos sin más comentarios
a participarles a ustedes que los restos mortales de su finada
madre, Doña Inés de Dorrego, que reposaban desde
hace poco tiempo en la bóveda de la familia de los Dorrego,
han sido sacados por nosotros mismos en la noche pasada del 25
del corriente mes y que, por consiguiente, se encuentran en nuestro
poder, fuera del camposanto de la Recoleta. Al mismo tiempo añadiremos
que estos restos están rodeados de respeto y volverán
intactos al lugar de donde han sido sacados, pero es bajo una
condición, si ustedes quieren ser condescendientes con
nosotros. Sabemos que Doña Inés de Dorrego al morir
dejó a sus hijos queridos una fortuna colosal. Sabemos
que esas hijas la lloran y la veneran, habiendo sido ella, con
ellas, madre amante y cariñosa; y que esas hijas por todo
el mundo no consentirían ver estos restos sagrados ultrajados
y tirados al viento en tierras profanas y desconocidas. Sabemos
que la familia de la señora de Dorrego está con
justa razón celosa de su nombre ilustre y sin mancha, que
la vil crítica no ha podido ni tal vez podrá alcanzar
nunca. En fin, sabemos que para las ricas y generosas herederas
de Doña Inés de Dorrego deshacerse de cinco millones
de pesos moneda corriente, le sería una friolera, una cantidad
insignificante...
Con más claridad y en resumen: Ud. Doña Felisa Dorrego
de Miró y familia, nos abonarán en el término
de 24 hs. la cantidad de dos millones de pesos moneda corriente,
que son ochenta mil patacones, si quieren que los restos de su
finada madre, Doña Inés de Dorrego, sean devueltos
intactos y respetados al santuario mortuorio de la familia, de
donde han sido sacados, sin que nadie sepa de lo sucedido, se
lo juramos...
...Que indudablemente la justa crítica de una sociedad
y una nación os cubrirá de vergüenza y lodo,
manchado para siempre vuestro nombre, ilustre hasta la fecha.
Hijas ricas dirán y tan desnaturalizadas,
que por no desprenderse de un poco de oro, y bajo fútiles
pretextos, del deber y de su misma conciencia...
...Que todas las precauciones, todas las medidas que aconseja
la prudencia, han sido tomadas por nuestra parte y serán
tomadas para burlar en todo y por todo la acción de la
policía. Antes de tomar una resolución piénselo
ud. bien. Que esta resolución no sea hija de una obcecación
o arrebato momentáneo e irreflexivo: el remedio podría
ser peor que el mal...
Los
Caballeros de la Noche
La
familia resolvió hacer la denuncia a la policía
a pesar de las amenazas y la fina prosa de los misteriosos Caballeros.
Los policías dedujeron que el ataúd no podía
haber salido del cementerio sin que se notara, y efectivamente
lo encontraron trasladado a la bóveda de Don Francisco
Requijo, que tenía el candado de la puerta roto. Fue recuperado.
A la mañana del día siguiente, llegó al palacio
Miró un individuo reclamando el dinero. La policía
lo siguió y logró apresar a todos los responsables
entre los que se encontraba el cerebro de la operación,
Alfonso Kerchowen de Peñarada, belga de origen noble que
recorría el mundo buscando fortuna. El Código Penal
argentino desconocía en aquella época el delito
de coerción, de modo que los culpables sólo fueron
condenados por infracciones menores. Quedaron en libertad. Como
consecuencia de un hecho que nunca había ocurrido antes
y por lo tanto no había sido presentado ante tribunales,
desde entonces se incluyó en el Código Penal el
artículo 171, que impone de dos a seis años de cárcel
al que sustrajere un cadáver para hacerse pagar su
devolución.
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