Réquiem
para
las Twin Towers
Polémicas
Jean Baudrillard abrió la primera
noche de conferencias de la IX Bienal de Arquitectura Internacional
que tuvo lugar en Buenos Aires durante la semana pasada. Ante un auditorio
de diseñadores y constructores de edificios, el filósofo
francés se despachó con la siguiente charla sobre la trascendencia
de los atentados a las Torres Gemelas, los motivos por los que estaban
predestinadas a caer, las paradojas únicas que esto plantea en
la Historia, el comienzo no de la tercera sino de la cuarta guerra mundial
y el carácter virósico del terrorismo dentro del sistema
capitalista.
Quisiera
comenzar con un análisis arquitectónico de la significación
de las Torres Gemelas, y por lo tanto también de la significación
simbólica de su destrucción, ya que una determinada arquitectura
ha sido golpeada al mismo tiempo que todo un sistema de valores occidentales
y un orden en el mundo.
Ante todo: ¿por qué las torres son gemelas? ¿Por
qué hay dos torres en el World Trade Center de Nueva York? Todos
los grandes edificios de Manhattan siempre se han enfrentado entre sí
en una verticalidad competitiva, de donde surge un panorama arquitectónico
a la imagen del sistema capitalista. Es una jungla piramidal: variedad
de edificios luchando unos con otros. El sistema mismo se perfilaba
en la imagen célebre que se tenía de Nueva York llegando
desde el mar.
Esta imagen ha cambiado completamente.
A partir del año 1973 (año en que se levantaron las Torres
Gemelas), la efigie del sistema capitalista ha pasado de la pirámide
a la tarjeta perforada. Los edificios ya no son obeliscos, y se oponen
unos contra otros sin desafiarse, como los diagramas de barras de la
gráfica estadística. Esta nueva arquitectura encarna un
sistema que ya no es competitivo sino contable.
Nueva York es la única ciudad en el mundo que ha trazado así,
cada vez, a lo largo de toda su historia, con una fidelidad prodigiosa
y en toda su envergadura, la forma actual del sistema de capital. Esta
morfología arquitectónica es la del monopolio. El hecho
de que las dos torres sean paralelepípedos idénticos significa
el fin de toda competencia, el fin de toda referencia original. Paradojalmente,
si no hubiera más que una, el monopolio no estaría encarnado,
porque el monopolio se estabiliza en una forma dual. Para que el signo
sea puro, es necesario que se duplique en sí mismo. La duplicación
del signo es lo que pone un verdadero final a eso que designaba. El
original es la prefiguración de la clonación.
Las dos torres del WTC son el signo visible del cierre de un sistema
en el vértigo de la duplicación, en tanto que cada uno
de los otros rascacielos de la ciudad representa el momento original
de un sistema que se supera continuamente en la crisis del desafío.
Hay una fascinación particular en la duplicación. Por
altas que las torres sean, y más altas que todas las otras, las
dos torres significan, sin embargo, un detenerse de la verticalidad.
Ignoran a los demás edificios. No son de la misma raza. No se
comparan con ellos. Una torre se refleja en la otra, y el conjunto se
regodea en ese prestigio de la similitud. Ellas remiten a la idea de
modelo, y ellas son, cada una, el modelo de la otra. Su altura gemela
ya no es un valor de superación.
Los edificios del WTC reflejaban sus fachadas de vidrio y acero unos
a otros en la especularidad indefinida de Manhattan. Las torres, ahora,
son ciegas. Ya no tienen fachada. Toda referencia a la fachada como
rostro se encuentra borrada. Al mismo tiempo que la retórica
de la verticalidad, con el atentado desapareció la retórica
del espejo. Ya no queda más que una serie cerrada sobre la cifra
dos, como si la arquitectura, a la imagen del sistema, no
dependiera más que de un código genético inmutable,
un modelo definitivo.
Ha llegado la clonación. Se ha perdido el original.
De algún modo, entonces, estas dobles torres son una arquitectura
de la desaparición y una forma de desaparición de la arquitectura.
Por su pura modelización informática, emblemática
de una única función contable en el sentido de la
contaduría, bancaria, financiera, numérica, las
torres eran, en su blancura, como una caja negra, con input y output,
como una especie de cerebro que los terroristas han lobotomizado. Los
terroristas han separado en dos partes ese cerebro.
Como edificios, las torres ejercían el mismo tipo de fascinación
que el Centro Pompidou u otros monstruos arquitectónicos, hacia
los cualestenemos como hacia el conjunto de la hipermodernidad
sentimientos contradictorios de atracción y repulsión.
Una relación ambigua, la cual contiene íntimamente el
deseo de su desaparición.
Estas dos torres estaban destinadas a desaparecer.
La violencia de la mundialización también pasa por la
arquitectura, y por lo tanto la respuesta del terrorismo a la mundialización
también pasa por la destrucción de esa arquitectura. Ciertamente,
para las 5 mil víctimas existió el terror de morir en
las torres. Pero el terror de morir fue precedido por el terror de vivir
allí.
Había otra tentación para destruirlas. Su mismísima
gemelidad, su simetría. Hay en la simetría una calidad
estética, pero también hay una especie de crimen perfecto
contra la forma, una tautología de la forma que puede llevar,
por una repercusión violenta, a la tentación de romper
esta simetría para restituir una asimetría, una singularidad.
Y del mismo modo que hay una puesta en escena de la duplicación,
hay una puesta en escena de la destrucción de la duplicación.
Durante esta doble agresión, con pocos minutos de intervalo entre
los dos impactos, se pudo creer que fue un accidente. El segundo impacto
firma el acto terrorista. El acto duplicado tiene una importancia esencial,
así como el signo duplicado toma una significación plena.
El desmoronamiento de las Torres Gemelas es el acontecimiento simbólico
por excelencia. Imagínense que no se hubieran desmoronado, o
que una sola lo hubiera hecho. El efecto no hubiera sido el mismo. El
desmoronamiento de estas torres es una imagen de la fragilidad de la
gran potencia mundial y de su fractura interna. Las torres encarnaban
positivamente triunfalmente ese símbolo, y lo encarnan
negativamente ahora por su fin dramático, que se parece de algún
modo a un suicidio. Viéndolas desmoronarse por implosión,
como si lo hicieran solas, daba la impresión de que se suicidaban
al igual que los pilotos suicidas de los aviones.
Es muy lógico e inexorable que el crecimiento de poder de una
potencia exacerbe la voluntad de destruirla. Pero hay más: en
alguna parte ella es cómplice de su propia destrucción.
Los innumerables films catástrofe son testimonio de este fantasma
que conjura evidentemente por la imagen, ahogándose en efectos
especiales. La fascinación mundial que estos films ejercen muestra
que del paso al acto hay muy poco tiempo. La negación de todo
un sistema, incluida la negación interna, es tanto más
fuerte cuando el sistema se aproxima a la perfección y a la omnipotencia.
Los terroristas, al igual que los expertos, tal vez no hayan previsto
que las dos torres podían desmoronarse. Este desmoronamiento
simbólico se ha hecho con una complicidad imprevisible, como
si el sistema entero, por su fragilidad interna, entrara en el juego
de su propia liquidación y por lo tanto en el juego del terrorismo.
Se ha dicho: Dios mismo no puede declararse la guerra. Y
sí, puede.
Occidente, puesto en la actitud de Dios Todopoderoso, divino y de legitimidad
moral absoluta, se vuelve suicida y se autodeclara la guerra.
El sistema se vuelve más vulnerable cuanto más se concentra
en una sola red. Recordemos que un pequeño hacker filipino había
logrado, desde el fondo de su máquina portátil, lanzar
el virus I love you que dio la vuelta al mundo devastando
redes completas. Aquí fueron 18 kamikazes que, gracias al arma
absoluta de la muerte multiplicada por la eficiencia tecnológica,
desatan un proceso catastrófico global.
La mundialización es, después de la descolonización,
como un engaño: es, en verdad, la recolonización liberal
por el mercado y la dominación cultural. Esto no solamente se
siente en los países del Tercer Mundo sino en el corazón
de los países desarrollados. Todos sufrimos esta colonización
mental en profundidad, incluso Estados Unidos. Porque Estados Unidos
no es dueño de la mundialización; éste es un proceso
que lo supera ampliamente. Estados Unidos quizá sea el epicentro
de la mundialización,pero no la encarnación de la mundialización.
Como tampoco el Islam es la encarnación del terrorismo. No hay
que confundir Estados Unidos con esta potencia mundial de las redes
y los mercados. Pero, cuando todas las funciones son monopolizadas por
la maquinaria tecnocrática y el pensamiento único, nos
preguntamos qué otra vía hay que una transferencia terrorista
de situación. El terrorismo es el acto que restituye la sinfonía
irreductible al corazón de un sistema de intercambio generalizado.
Hay una impregnación mundial del terrorismo, que es como la sombra
proyectada de todo un sistema de dominación. Ninguna ideología,
ninguna religión, ninguna causa ni siquiera el Islam
puede dar cuenta de la energía que alimenta el terror. En el
fondo es el terror mismo contra el terror del sistema. No hay una línea
de demarcación que permita definir el terrorismo. Está
en el centro de la cultura que lo combate, y en alguna parte la estructura
visible se opone en el plano mundial a los países explotados
y subdesarrollados. El terrorismo está unido secretamente con
la fractura interna del sistema dominante. Este sistema puede enfrentar
cualquier antagonismo visible, pero nunca un antagonismo de estructura
viral, interna, como una especie de reversión sintomática
de su propia potencialidad. El terrorismo es silencioso. No hay, por
lo tanto, un choque de civilización, ni de religiones, y esto
separa ampliamente el Islam de los Estados Unidos.
Estados Unidos trata de focalizar este conflicto sobre sí mismo
para darse la ilusión de un enfrentamiento visible, y por lo
tanto soluble mediante la utilización de la fuerza. En este sentido
se puede muy bien hablar de una guerra mundial, pero que ya no es la
tercera, sino la cuarta. Y, además, la primera verdaderamente
mundial, puesto que apunta, tiene como apuesta, la misma mundialización.
Las dos primeras guerras mundiales respondían a la imagen clásica
de la guerra. La primera puso fin a la supremacía de Europa y
de la era colonial. La segunda dio final al nazismo. La tercera tuvo
lugar bajo la forma de Guerra Fría y acabó con el comunismo.
De una a otra guerra se ha ido cada vez más lejos hacia un orden
mundial único. Hoy, este orden virtualmente moribundo se encuentra
enfrentado con las fuerzas antagonistas difundidas en todos lados. Esas
fuerzas apuntan al corazón mismo de lo mundial. Son guerras fractales
donde las células entran en revolución mediante la forma
de anticuerpos. Es una confrontación tan difícil de captar
que de vez en cuando hay que salvar la idea misma de la guerra con puestas
en escena espectaculares. La Guerra del Golfo o la guerra en Afganistán
son buenos ejemplos.
La cuarta guerra mundial está en otra parte. Es como un encantamiento
de todo el orden mundial, de toda dominación hegemónica.
Hay que decir que si el Islam dominara el mundo, el terrorismo se levantaría
contra el Islam. El mundo mismo es el que resiste a la mundialización.
La mundialización no ha ganado de antemano, por el simple motivo
de que el juego aún no ha terminado. Frente a su potencia disolvente
y homogeneizante a la vez, uno ve levantarse fuerzas heterogéneas,
no sólo diferentes sino antagonistas e irreductibles. Por detrás
de la resistencia a la mundialización hay resistencias
sociales y políticas que pueden aparecer como un rechazo arcaico
a la modernidad debemos leer una reacción contra la dominación
de lo universal. Una especie de revisionismo rasgado en cuanto a que
la modernidad nos dio, bajo el signo de lo universal, en nombre del
progreso y de la historia, una estructura mental de identificación
de todas las culturas. Esta insurrección de la singularidad puede
tomar aspectos violentos, anómalos, irracionales, de acuerdo
con el punto de vista de nuestro esclarecido pensamiento:
formas étnicas, religiosas, lingüísticas, pero también
individuos; formas de neurosis y de carácter. Sería un
error fundamental condenar este sobresalto como populista, arcaico o
terrorista. Todo lo que hoy se vuelve acontecimiento, se hace contra
esta universalidad abstracta. El antagonismo del Islam contra los valores
occidentales es la contestación más vehemente a la mundialización.
Por eso el Islam parece hoy el enemigo público número
uno.
Lo que puede surgir de la explosión del sistema mundial es un
conjunto de singularidades. Las singularidades no son ni positivas ni
negativas. No son una alternativa al orden mundial. Están en
otra escala. No obedecen a un juicio de valor; pueden ser lo mejor o
lo peor. Su único beneficio absoluto es romper el cepo de la
totalidad.
No se puede hacer un movimiento político de las singularidades.
Están contra el pensamiento único, pero no son un contra-pensamiento
único. Cada verdadera cultura inventa sus propias reglas del
juego.
Hemos hablado de la cultura como singularidad. La cultura es incambiable,
incomparable, irreductible. En nuestro contexto actual hemos inventado
la cultura como si fuera un producto mundial. Hemos hablado de una singularidad
sutil y no violenta, que puede ser cultural. Pero hay otras singularidades.
La violencia del terrorismo es una singularidad muy exacta. Pone en
juego la muerte, que es sin duda la última singularidad, la más
radical.
En este acontecimiento terrorista de Nueva York todo está jugado
sobre la muerte. No sólo por la irrupción de la muerte
en directo y en tiempo real, en las pantallas de TV, sino por la irrupción
de una muerte mucho más que real, la muerte simbólica
y sacrificial. Es decir: el acontecimiento absoluto e inapelable. Éste
es el espíritu del terrorismo y su estrategia implícita.
Yo no hablo por el terrorismo, pero imagino que el sistema no lo vencerá
jamás en relaciones de fuerza, porque es imposible. Éste
es el imaginario revolucionario que impone el mismo sistema: sobrevivir
llevando finalmente la batalla a su propio terreno de realidad y pagar
la muerte con una muerte mucho mayor.
La hipótesis terrorista es que el sistema mismo se suicida en
respuesta al desafío múltiple de la muerte y del suicidio.
Ya que ni el sistema ni el poder escapan a la relación simbólica.
El sistema es indestructible; sobre esta trampa está
la posibilidad de la catástrofe. En este ciclo vertiginoso de
intercambio de muertes, la del terrorista es un punto infinitesimal
que provoca un vacío gigantesco. En torno a ese punto infinitesimal,
todo el sistema de la realidad y el poder se densifica, se tetaniza,
se hunde sobre sí mismo, sobre su propio exceso de eficacia.
La táctica del modelo terrorista está en provocar un exceso
de realidad y de hacer que el sistema se desmorone bajo este exceso.
Hay un contrasentido irónico en esta situación: la violencia
movilizada por el poder se vuelve en su contra, ya que los actos terroristas
son un espejo exorbitante de su propia violencia y el modelo de una
violencia simbólica que al sistema le está prohibida.
Es la única violencia que el sistema no puede ejercer: la de
su propia muerte. Por esto, todo el poder visible nada puede contra
la muerte ínfima, pero simbólica, de unos pocos individuos.
Se ha dicho mucho que con los acontecimientos del 11 de septiembre irrumpe
la realidad de un mundo que se ha vuelto virtual. Esto se dijo con nostalgia
por los tiempos de antes, en los que había valores. Y no se dieron
cuenta de que estaban haciendo la apología del terrorismo, porque
el terrorismo resucita la realidad y la historia, y al hacer esta resurrección,
los que condenan la violencia no hacen otra cosa que la apología
de esa violencia. No se trata de la irrupción de lo real sino
de la irrupción de lo simbólico, de la violencia simbólica
circunscripta en lo que yo llamaría el imposible intercambio
de la muerte. En un discurso anterior a los atentados yo había
hablado de este intercambio imposible. En mis libros hay bosquejos,
detalles, algún tipo de anticipación de este acontecimiento
fatal: la simulación, la seducción, las estrategias fatales,
la coherencia del mal, la pantalla total, el crimen perfecto. Todos
temas comprendidos entre el intercambio simbólico de la muerte
y lo imposible. Yo podría analizar este acontecimiento bajo cualquiera
de estas perspectivas, porque todas ahí se resumen, incluida
la ilusión del fin, porque este acontecimiento terrorista y el
terrorismo en general no tiene finalidad. No tiene sentido. No es susceptible
de ninguna interpretación definitiva.
El terror no es la violencia. No es una violencia real, determinada,
histórica, que tenga una causa o un fin. Es otra cosa. El terror
no tiene un fin. Es un fenómeno extremo que está más
allá de las finalidades. Es más violento que la violencia.
Es la violencia a la potencia.
El sistema de hoy se regenera a través de la violencia a la que
se le ha encontrado un sentido. Pero es amenazado verdaderamente por
la violencia simbólica, la que no tiene sentido y que no conlleva
ninguna alternativa ideológica. El terrorismo no lleva consigo
ninguna alternativa ideológica ni política. Es a partir
de esto que se convierte en un acontecimiento. No es parte de una historia
continua, de una historia real; es el orden del acontecimiento puro,
el que hace sus propias causas y en el fondo no tiene consecuencias.
Ésa es la singularidad; así la definimos. No hay causas
reales y, finalmente, tampoco hay consecuencias reales. Es un acontecimiento
totalizador.
Este acontecimiento es siempre primero, materializa las cosas por anticipación
y por lo tanto es imprevisible. Así, los acontecimientos han
sido numerosas veces imaginados por el cine de Hollywood o como escenarios
militares por la CIA, pero este atentado no había sido imaginado
antes, por lo que fue imprevisto. Los escenarios virtuales son perfectamente
capaces de agotar la realidad en su continuidad. Pueden agotar las eventualidades,
pero nunca pueden agotar el acontecimiento singular, el evento. Hay
una especie de alegría particular ligada a la violencia de este
acontecimiento, en el pasaje al acto simbólico que nunca se encuentra
en lo real. Cuando yo afirmo que todo lo que hace que un acontecimiento
sea de orden terrorista, no digo que todo el terrorismo sea acontecimiento.
Digo que cualquier acontecimiento de ruptura siempre ha sido, de alguna
manera, terrorista.
El terrorismo tiene una eficacia transpolítica de desestabilización,
de reacción en cadena autodestructiva del sistema, y funciona
bien en el rumor, el pánico, el ántrax, la recesión,
la negación de los propios principios y del sistema de valores
de esos principios. Lo que ahora vemos instalarse en las sociedades
liberales es todo un sistema de controles y sobrecontroles, con el agregado
eventual del chantaje de la seguridad.
Si la pretensión del terrorismo es desestabilizar el Estado,
si ésta fuera su pretensión, entonces sería absurda.
El Estado o el orden mundial está tan desestabilizado en las
fuentes, que sería inútil provocar más desorden.
El peligro es que por este desorden suplementario se refuerce el orden
y el control del Estado. Lo vemos hoy, sobre todo en la toma de nuevas
medidas de seguridad.
Tal vez ése sea el sueño de los terroristas: tener un
enemigo inmortal. Si el enemigo deja de existir, ya no se lo puede destruir.
Es una tautología, pero el terrorismo es tautológico.
Su conclusión es una especie de silogismo paradojal: si el Estado
verdaderamente existiera, le daría al terrorismo un sentido político.
Como el terrorismo no tiene ningún sentido político, es
la prueba de que el Estado no existe. Ésta es una manera de marcar
el final de la política y su ironía.
Hay que rendirse a la evidencia de que ha nacido un nuevo terrorismo,
una nueva forma de acción que se apropia de las reglas del juego
paraalterarlas. Es una estrategia fatal y sutil que toma prestada las
armas y la lógica del sistema para llevarlas a un extremo, con
la finalidad de destruirlo. En este episodio hemos visto que los terroristas
se habían apropiado del dinero de la especulación bursátil,
de la tecnología informática y aeronáutica, y de
la red mediática. Han asimilado todo de la modernidad y la mundialidad
sin cambiar su objetivo de borrarlas del mapa. El movimiento radical
americano de los años 60 y 70 utilizaba a fondo los medios de
comunicación para cambiarlos. Esta técnica de acción
había escandalizado a la sociedad, porque hasta allí era
considerado inmoral para un movimiento revolucionario utilizar los mismos
medios que el sistema. Para garantizar la pureza del fin, había
que afinar la pureza de los medios. Asimilar las técnicas del
sistema es también asimilar sus valores. Es un contrasentido.
Significativamente, fueron los negros norteamericanos los que quebraron
este tabú y esta línea de demarcación moral.
Hoy miramos con parecido asombro a los terroristas islámicos.
¿Cómo pudieron asimilar todas las técnicas de la
modernidad sin asimilar sus valores? Para nosotros hay allí algo
de escándalo, de inmoralidad, porque para nosotros el progreso
técnico es inseparable del progreso que llamamos moral. Y el
progreso moral equivale a la eliminación de todos los otros sistemas
de valores que no son el nuestro.
Para completar este engaño han utilizado, además, la banalidad
de la vida cotidiana norteamericana como máscara. Sabemos que
los terroristas vivían en suburbios, que leían y estudiaban,
que dormían con sus familias hasta el instante en que se despertaron
súbitamente como bombas. El dominio de esta realidad es casi
tan terrorista como el acto mismo, ya que finalmente pone en duda la
vida cotidiana trivial. Si un ciudadano común pudo convertirse
un día en una bomba de tiempo, ¿por qué no cualquiera
de nosotros?
La superioridad absoluta del terrorismo se lee en esta asimetría,
en esta posibilidad de usar una estrategia mucho más sutil de
desvío del poder contrario. Y esto es algo que la potencia no
puede hacer: no puede cambiar el arma del terrorista, porque ésta
es la propia muerte y nada ni nadie puede contra la singularidad de
la muerte. Sólo puede aplastarlo en una demostración de
fuerzas unilateral. No tiene dominio sobre la muerte del otro porque
el otro ya la eligió, la asumió. No puede hacerlo desaparecer
porque, en el fondo, el otro ya ha desaparecido. Que Bin Laden exista
o no, que esté muerto o vivo, no tiene ninguna importancia.
La potencia mundial, frágil, lucha consigo misma. En este sentido,
el terrorismo es un virus que está en todos los rincones del
estadio último de la mundialización. Está en el
corazón mismo del proceso de la mundialización y hoy,
por un efecto de propagación, no importa qué actor usa.
El rumor impersonal invade el mundo; todos somos cómplices; las
historias verdaderas o falsas del ántrax o los simuladores, incluso
las catástrofes naturales, pueden ser interpretadas como actos
terroristas. Todo el mundo se ha vuelto fotosensible al terrorismo.
Con la caída de las torres del WTC, cayó una pantalla
de protección, y en los restos del espejo roto buscamos desesperadamente
nuestra imagen.
Quizás la miseria, la desgracia y el sufrimiento puedan ser soportables.
Hay una sola cosa que es insoportable y es la arrogancia del poder.
Traducción:
Arq. Alfonso Corona Martínez.
Adaptación: Arq. Gustavo Nielsen.