MARRUECOS
La ciudad imperial de Fez
En
el medioevo musulmán
Fez
fue la cuna del pensamiento musulmán en el pasado y centro de
los movimientos independentistas a principios de siglo. Ahora,
la ciudad imperial más antigua de Marruecos cuenta con la Medina
habitada (barrio antiguo islámico) más grande y una de las más
viejas del mundo. Tesoros arquitectónicos, mezquitas, mercados
y artesanías en un laberinto de 8000 calles, pasadizos y callejuelas.
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Texto
y Fotos:
Mariano Blejman
El
cielo de Fez está lleno de aves de rapiñas dando unas
vueltas alrededor del pasado. Pasan rozando la puerta de la Medina,
una especie de antigua ciudad imperial que fue convirtiéndose
con el tiempo en un gran mercado de artesanos de primera
mano, que ahora resisten el presente como pueden. Fez es la más
vieja de las ciudades imperiales de Marruecos y el centro del islamismo
ortodoxo. Cuenta en su arquitectura con el legado de las más
grandes dinastías árabes de todos los tiempos, y tiene
en su historia el orgullo de ser el centro de los movimientos independentistas
que terminaron con la colonia del gobierno francés en 1912. Sin
embargo, los vestigios de un pasado glorioso parecen perderse entre
las 8000 calles, callejuelas, pasadizos, caminos y senderos que tiene
la inmensa Medina, la más importante de Marruecos y la más
grande de las ciudades medievales del mundo que todavía se encuentra
habitada.
La puerta llamada Bab Bou Jeloud es uno de los ingresos principales
a la Medina. Sin embargo, fue construida en 1913, un año después
de la insurrección de abril de 1912, que comenzó con la
invasión al barrio judío, el Mellah, y terminó
con la independencia de Marruecos. Los arabescos de Bab Bou Jeloud representan
el ojo de Alá que, como dice el Corán, todo lo sabe y
todo lo ve. La intención de Turismo/12, entre tanta maraña
de calles, es llegar hasta la Mezquita Kairaoaouine, en el centro de
la Medina, capaz de albergar a 20.000 personas, centro medieval de la
cultura musulmán.
En la entrada de Bab Bou Jeloud (Bab en árabe quiere decir puerta),
el puesto de un comerciante trata de vender unas botellas de Coca-Cola
que todavía llegan en envase de vidrio y están más
que templadas. También hay unos sachets de leche y unas botellas
de agua mineral Sidi Hadasam, con su nombre ilegible escrito en árabe
y con su precinto cerrado. Ni cervezas, ni vinos, ni bebidas blancas.
El alcohol está prohibido por el Islam, y todos acatan el mandato
de Alá, un Dios sin imagen que todo lo sabe y todo lo ve.
En ese camino hacia el corazón de la Medina aparece Abdul, un
niño de 13 años que se ofrece de guía, y de
paso espanta las intermitentes interrupciones que hacen todos
los marroquíes al encontrarse con un extranjero.
¡Ey amigo!, ¡Eres español!, ¡Eres italiano!...
dice alguien, que comienza ofreciendo artesanías y mantas...
y termina intentando vender haschís.
Griego le dije para espantarlo y ahí concluyó
el asedio. Era poco probable que supiera griego.
Un
pasado ancestral Según cuenta la historia oficial, la ciudad
de Fez existe al menos desde el año 789 DC, cuando Idriss I,
el fundador de la primera dinastía de Marruecos, decidió
que su antigua ciudad Volubilis era demasiado pequeña para gobernar
y se mudó a otra. En sus comienzos, el asentamiento fue berber,
es decir estaba compuesto por la comunidad de la zona. Luego, en la
época en que los árabes dejaron España (1492),
unas 8000 familias moras andaluzas se asentaron en el este de la ciudad.
Más tarde, iluminados por el esplendor de una ciudad próspera,
llegaron árabes desde el país de Túnez y se fueron
acomodando como pudieron, construyendo uno de los laberintos urbanos
más grandes de la tierra. Ahora el asunto ha cambiado: quienes
llegan son turistas y más turistas que quedan atrapados en sus
redes milenarias. Aunque sea sólo para pasar unos días.
El roce constante con cientos de fassis así
se les llama a los habitantes de Fez no produce sensaciones de
asfixia, a pesar del enjambre de vendedores y compradores. Abdul, el
niño-guía, camina unos pasos más adelante, pero
sin perder de vista a su clientela. Si algún policía
lo encuentra llevando turistas, puede terminar preso. Pero a él
poco le importa. Una vez dentro de la Medina, las referencias externas
comienzan a perderse. No hay nortes, ni sures. Tan sólo unos
cuantos pasadizos con rumbo perdido. Dos niños parecen jugar
con un carrete de hilo inmenso frente a la Medersa Bou Inania, construida
entre el 1350 y el 1357, un lugar de enseñanza y erudición
del Islam. Las medersas, por lo general, se encuentran cerca siempre
de una mezquita, centro de meditación. Este es el caso de Bou
Inania. Abdul señala el carrete, que no se trata de un juego
de niños, sino de un eslabón de la construcción
de una típica vestimenta islámica, algo así como
la chlaba. Frente a la Medersa se encuentra un famoso reloj
de agua, diseñado por un relojero medieval y mago self-time,
cuyo invento dejó de andar cuando alguien, siglos después,
intentó restaurar la pieza.
Todavía no hay ni rastros de la Mezquita Kairaoaouine. Los senderos
comienzan a hacerse cada vez más estrechos cuando uno se aleja
de las puertas de la Medina, delimitada por unas cuantas paredes del
medioevo. De pronto se escucha el llamado de Alá, o en verdad,
de alguien que desde adentro de la mezquita invita a rezar, habitualmente
cinco veces al día.
Todas las calles se parecen entre sí, y a la vez todas son demasiado
diferentes, marcadas por carteles que llevan sus nombres en árabe.
En ellas se observan hombres tranquilos haciendo un poco de nada, que
miran la vida pasar, sin intención de detenerla. Mujeres de rasgos
ocultos bajo el velo de la religión seducen con sus ojos oscuros
a posibles compradores, pero no se dejan fotografiar. Un asedio constante
en cada una de las tiendas de artesanía, de caóticas zapaterías,
tiendas de mantas berberes de trazado grueso e impermeable (a las que
conviene entrar sólo si uno tiene la intención de comprar).
Además, obviamente, unas cuantas marroquinerías, mezcladas
con tiendas de ropa de segunda mano y vendedores de ilusiones en cada
esquina.
Masajes
y tatuajes Abdul sigue su marcha por la calle At-Talaa al-Kebir,
pasando la mezquita Gazleane y luego cruza hacia otra Medersa llamada
elAttarine. Se hace difícil seguirlo. Tanto a él como
a los nombres. A la derecha se encuentra un Hamman, un verdadero baño
turco donde ingresan hombres y mujeres por separado, y se hacen masajes
entre sí, entre hombres, claro, y entre mujeres. En este momento
es el turno de los señores. El guía invita a entrar a
un mundo húmedo, un tanto promiscuo. Pasando una puerta espesa
y mal aceitada donde se levanta el vapor, se ve a un marroquí
que le toca la espalda a otro, mientras que un tercero invita a una
sesión de masajes por el módico precio de 15 dirhams,
algo así como un dólar y medio. Hay que probar de todo
en la vida, dicen que dicen. De pronto un escuálido marroquí
retuerce el cuerpo de este cronista hacia ambos lados de su columna
vertebral, como si estuviera ensañado con el alma viajera. Luego
de unas cuantas contorsiones todo vuelve a la tranquilidad, ya listo
para continuar la marcha por la Medina. A la salida del Hamman, el calor
de la Medina parece más fresco. A unos metros aparece un Henna
Souq, una casa de tatuajes temporales, que se especializa en dibujar
caras, manos y cuerpos, con círculos concéntricos, figuras
y siluetas delineadas sobre los contornos de los dedos de quien se preste
y se ponga.
Los lugares aparecen uno detrás de otro en una maraña
de empujones y, de vez en cuando hay que andar esquivándoles
a los burros inmensamente cargados que no avisan y vienen sin freno.
Supuestamente faltan sólo unos pasos hasta la Mezquita de Kairaoaouine,
pero ni la sombra.
Sólo
para musulmanes Al fin, desde la Medersa el-Attarine hacia la izquierda
se observan las celestiales paredes de Kairaoaouine (Qayrawin), la mezquita
buscada. Esta y su universidad fueron construidas entre el 859 y el
862, y se convirtió en uno de los centros de enseñanza
musulmán de mayor importancia durante siglos, sobrepasado solamente
por el Al-Azhar en el Cairo. La Universidad alberga a unos 300 estudiantes
y tiene una de las mejores bibliotecas del Islam. Pero, como todas las
mezquitas, ésta sólo puede verse desde afuera, ya que
la entrada sólo está permitida para losmusulmanes. Sin
embargo, las siete puertas están abiertas y puede observarse
el interior: un templo limpio, de hombres descalzos que se inclinan
apuntando a la Meca, levantando sus plegarias hacia los ojos de Alá,
que todo lo sabe y todo lo ve.
Comienza la vuelta hacia la puerta Bab Bel Jeloud. Abdul, el niño,
se ha perdido ante la presencia de un policía cercano que aparece
y mira que nadie haga de guía turístico espontáneo.
La medida, adoptada por el gobierno hace unos pocos meses, pretende
evitar la proliferación de falsos guías adultos que llevaban
a los turistas por el mal camino y los terminaba espantando. Es que
perderse en la Medina es muy fácil; no hay reglas aparentes,
sólo la intuición y el conocimiento previo permiten encontrar
el rumbo.
Una calle me lleva hacia una escalera que sube por varios pisos, dentro
de una tienda berbere. Allí espera Abdul, quien señala
una curtiembre que no se ve a simple vista; hay que apoyarse en el balcón
de la tienda para ver la inmensa composición de redondeles rojos,
blancos y negros donde se sumergen los cueros. Abdul mira hacia arriba,
hacia un cielo ennegrecido por las aves de rapiña que vuelan
en círculo sobre un puñado de marroquíes. Como
hace siglos, siguen trabajando el cuero con sus torsos desnudos bajo
el ardiente sol de Fez, la ciudad imperial más antigua de Marruecos.