GRANADA
Entre el Sacromonte gitano y el barrio moro del Albaicín
Cuentos de
la Alhambra
Un recorrido
por los antiguos barrios de Granada, el último reino moro en España,
con un espontáneo guía andaluz. Pequeños pasadizos por el monte, gitanos
errantes, flamenco, �tapas� de jamón, hombres que viven en cuevas bajo
la tierra, teterías exóticas y terrazas frente al palacio de la Alhambra.
Texto
y fotos:
Mariano Blejman
Granada
está tan encerrada sobre sí misma, que sólo tiene
salida
por las estrellas.
Federico García Lorca
Una gitana arrastra
sus pies por el estrecho sendero que va hacia el Sacromonte. En el bar
frente a la entrada del barrio, dos andaluces toman una cerveza de marca
Alhambra y comen unas tapas de jamón, mientras hablan
sobre Granada, recorriéndola a través de sus propios recuerdos.
El Sacromonte ya era un poco es todavía un barrio
gitano cuando los moros todavía reinaban en Granada.
Nosotros nos pasamos la vida peleándonos por hablar confiesa
Pablo, con el vaso en la mano, en la puerta del bar. El Sacromonte está
construido casi todo bajo tierra. Una de esas cuevas, oscura, fresca
y cálida, según convenga al clima, es la que alquila Pablo,
cocinero del bar, quien brinda fervoroso con sus amigos porque se va
de la ciudad. Corre una brisa con el último brindis. Bajo la
sombra de la Alhambra, la mayor construcción mora en España,
Pablo invita otra tapa y le pide al camarero que ponga un poco de flamenco.
En la plaza junto al bar está la imagen de un Rey Gitano.
Eso es un invento para los turistas asegura Pablo.
Suena el músico Camarón. Un gitano talentoso y con suerte
que terminó sus días por los caminos de la espesa línea
blanca, pero abrió un abanico para una camada de músicos
y bailaores discriminados por portación de historia gitana.
Ahora todo el mundo quiere escuchar flamenco dice Pablo,
entre escéptico y entusiasta e invita espontáneamente
a recorrer el Sacromonte. Para él, la visita es casi una despedida
y cuando lo dice vuelve a sentirse el paso del viento, ahora más
fuerte. Tiene 35 años. Hace unos meses conoció a una norteamericana
de 20, se enamoró y va a visitarla a Nueva York, aunque no sabe
por cuánto tiempo. La caminata le hace aflorar la nostalgia;
a sus acompañantes extranjeros, el asombro. Las paredes del barrio
son blancas. Los techos casi rojos, aunque también marrones.
Las casas son mucho más grandes por dentro que por fuera. Casi
todas continúan en la montaña revalorizada hoy por el
turismo. Muchas de esas cuevas han sido compradas por japoneses, alemanes
y otros europeos.
El barrio se está desmembrando dice Pablo, que también
se va.
Los celos resuenan a flor de piel por el éxito que ha dado el
flamenco a unos pocos. Es casi imposible que algún payo
(no gitano) pueda ingresar en los círculos del flamenco. Un gitano
ofrece tomar algo en su terraza frente a la Alhambra, una mirada codiciada
por los extranjeros. Su terraza tiene una mesa de madera despintada,
una silla de alambres, un banquito de plástico y un trozo de
madera para sentarse. Del otro lado del río, se levanta el fabuloso
palacio árabe.
Escucha. ¿Puedes imaginarte la época en que los
moros habitaron esto?... mejor aún... ¿puedes imaginarte
la época en que los gitanos comenzaron a ocupar la Alhambra deshabitada,
luego de que Carlos V se fuera de aquí?
En la época en que la Alhambra quedó deshabitada, a mediados
del 1500, asegura Pablo, muchos pensaron que el lugar estaba maldito.
Castigados y rechazados, los gitanos encontraron en los alrededores
del palacio un lugar donde vivir sin ser molestados.
Albaicin,
el barrio moro Las luces comienzan a encenderse por la llegada de
la noche. Una gitana le grita a unos chicos que juegan con una pelota:
oye niño, ven paquí..., ven paquí,
te digo, dice. El niño nada. Las paredes tienen más
años que el mismo paso del tiempo y a esta altura, Pablo se deja
llevar por los pasadizos hacia el Albaicín, el barrio moro más
viejo de Granada, declarado Patrimonio de la Humanidad.
Cada tanto descubro una calle nueva en el Albaicín dice
Pablo. En ese dejarse llevar por pasadizos, donde limban los fantasmas
de moros despedidos
y gitanos deambulantes, aparece la Plaza Larga, una terraza de bares
de buena pinta y unas tapas que se suceden con jamón,
chorizo, salchichón, butifarra y queso, en ese orden o en cualquier
otro. El viento apaga las velas y los cigarrillos prendidos. El cielo
amenaza con caer sobre la tierra. Es imposible recorrer el Albaicín
siempre de la misma forma. Una calle lleva a la otra, pero no siempre
esa calle es la misma que la vez anterior. Como un rompecabezas mal
armado donde se prueban las piezas sin encontrar la ficha correcta,
las calles del barrio antiguo tienen vida propia y se acomodan de otra
forma, cada vez que alguien pasa. En el Mirador San Nicolás dos
gitanas venden castañuelas y les enseñan a los turistas
cómo hacer para aprender a castañear. La vista hacia la
Alhambra es de esas que aparecen en las postales de Granada. Pablo sigue
bajando hacia la ciudad por una calle conocida como la de las
teterías. Un pasadizo de dos metros de ancho junta un puñado
de teterías exóticas, de casas de venta de plata india
y una cantidad de vendedores ambulantes marroquíes. En ese contexto
aparece José, un medio gitano, que ofrece pasar a tomar un té
de Bagdag y unos dátiles con queso en su restaurante, Las Cuevas,
al final de la calle. José conoce la historia del flamenco y
de los gitanos como pocos.
Debéis acercaros al Niño de las Almendras, si quieres
conocer flamenco verdadero asegura José, el andaluz. Es
una cueva en la tierra, al final del Albaicín, bajo una puerta
gris que ni ruido hace por las noches. Los sábados se llena de
gitanos que entonan sus guitarras y se sirven unas cervezas acompañadas
de almendras y cacahuates. Cuando quiere, cuando se le da la gana, el
Niño de las Almendras, dueño del bar un hombre mayor
de pelo gris y mirada azul deja la barra que él mismo atiende
y canta flamenco produciendo estertores en el pecho de los presentes.
Pablo toma con pausa una cerveza y a punto de hablar una ventana se
cierra con fuerza. El viento ahora es más intenso. Ya no se trata
de brisa sino de cierto aire espeso que no deja de golpear contra la
ventana sacudiéndola de recuerdos. De pronto, José se
levanta, nos mira y habla como si sus palabras fueran una premonición:
Vosotros... dice con pausa-...volveréis a Granada.
Y un aire cálido detiene la brisa.