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RESEÑAS
Su mundo privado
DICCIONARIO
DE FILOSOFíA
Mario Bunge
trad. María Dolores González Rodríguez
Siglo XXI
México, 2001
224 págs. $26
POR
DANIEL LINK
El Diccionario de Filosofía de Mario Bunge (publicado originalmente
en inglés en 1999 y que recién ahora se traduce al castellano)
es traicionero. Se trata (el mismo autor lo reconoce en el breve prefacio)
de un diccionario de conceptos, problemas, teorías y principios
filosóficos modernos. Se limita a la filosofía occidental
moderna. Por lo demás, se trata de un libro valiente, de
una valentía envidiable. Lo que uno se pregunta ante casi cada
una de las definiciones de Bunge es ¿cómo se atreve? Para
dicha del lector, hay que aclararlo rápidamente, Mario Bunge se
atreve a todo (es atrevido).
De ese atrevimiento (que muchas veces
prescinde del rigor y, siempre, de la bibliografía) se deduce la
segunda característica que llama la atención en este Diccionario:
se trata de un libro profundamente humorístico, plagado de chistes
y alegría de vivir. ¡Qué divertido debe de ser conversar
con Mario Bunge!, es lo segundo que pensamos. No hay prácticamente
página que no nos arranque una carcajada cómplice. Bajo
la entrada académico (trabajo), leemos: Una obra
intelectual de interés muy limitado, que probablemente sirve más
para el progreso en la carrera de su autor que para el conocimiento humano.
Cuando un número significativo de eruditos se dedica a un trabajo
de este tipo, se tiene una industria (v.) académica. Por
supuesto, nos lanzamos con avidez al artículo industria académica,
que repite el sarcasmo: Esfuerzo intelectual para la producción
de publicaciones irrelevantes. Un discurso de seudoproblemas o miniproblemas
(frecuentemente tienen su origen en malosentendidos elementales) que sólo
sirve para conseguir una promoción académica.
Hay que agradecerle a Mario Bunge tanta felicidad y, sobre todo, la pasión
que su Diccionario manifiesta. Podrá decirse lo que se quiera de
su visión de la filosofía (que es estrecha, que es fanática,
que no alcanza a definir adecuadamente ciertas categorías esenciales
de la filosofía moderna: la noción de sujeto
o la de persona, sin ir más lejos), pero no que carece
de whist apasionado y apasionante.
Muy autobiográfico, este Diccionario de Bunge es también
envidiable porque el autor se da el lujo de definir no tanto su marco
teórico o sus postulados filosóficos sino, sobre todo, su
propio vocabulario, su lengua privada. La mitad de las voces que Bunge
elige definir, queda dicho, son chistes agudísimos. La otra mitad
o son de una especificidad abrumadora o aparecen definidas en términos
que sólo los especialistas (es decir: quienes no necesitan consultar
este breve lexicon) podrían entender cabalmente. Bunge, por ejemplo,
consagra espacio para censurar los puntos suspensivos (no
son lo suficientemente precisos en el discurso formal), pero no,
ay, para hacer lo mismo con el psicoanálisis. ¡Y
qué delicias nos perdemos!, teniendo en cuenta lo que abomina esa
disciplina.
Otras abominaciones de Mario Bunge: los estudios culturales, la posmodernidad,
el existencialismo (sartreano o heideggeriano), el idealismo, la lingüística
chomskyana (véase el disparatado y delicioso artículo círculo
vicioso/virtuoso), la deconstrucción (hay que señalar
aquí un error de atribución grave, dado que para Bunge son
cultores de esa variedad de la hermenéutica tanto Derrida
como ¡Harold Bloom!), las religiones, la estética, la teoría
crítica, la lógica de los mundos posibles, el empirismo
y el racionalismo. Bajo el título empirismo, en efecto,
leemos que al igual que el racionalismo, el empirismo es parcialmente
verdadero. La solución es el racioempirismo (v.). Allí
vamos: racioempirismo es cualquier síntesis del
racionalismo (v.) moderado y del empirismo (v.) moderado. Son ejemplos
las epistemologías de Aristóteles y Kant, el positivismo
lógico (v.) y el realismo (v.) científico. Conviene
revisar el artículo sobre realismo especialmente
el realismo científico ya que, de acuerdo con lo que se lee
en el Prefacio, este Diccionario, lejos de ser neutral,
adopta un punto de partida naturalista y cientificista. Sólo
el cientificismo asociado con el realismo se salva
del envenenado cuchillo del más reconocido de los epistemólogos
argentinos.
No hace falta continuar. Los detractores de Bunge ésos que
dicen que Bunge es el nombre de una avenida de Pinamar y no otra cosa
gritarán que este libro no manifiesta ni lucidez ni modestia, ni
claridad expositiva, ni rigor, ni curiosidad, ni vocación de servicio,
ni respeto por el punto de vista de los otros. Más importante es
destacar la poco habitual en un epistemólogo o un experto
en lógica como Bunge pasión carnavalesca a partir
de la cual este Diccionario de filosofía (moderna) ha sido concebido
y la defensa militante de un modo de pensar. El Diccionario de filosofía
de José Ferrater Mora (inclusive en su versión abreviada)
es mucho más útil que este compendio de caprichos. Pero
el Diccionario racioempirista de Bunge es infinitamente más inteligente
y, sobre todo, mucho más estimulante.
Hacele
caso a tu sed
SED ADENTRO
Hugo Mujica
Pretextos
Valencia, 2001
64 págs. $11.50
POR RUBEN
H. RIOS Si hay algo
que Sed adentro no se preocupa por disimular son las influencias, las
costuras, la envestidura del iniciado en los misterios del pensamiento.
Por supuesto, en estos pequeños poemas despojados de oropeles,
hechos apenas de unas cuantas palabras, transparentes y arduos, afincan
algunos heraldos de la destrucción de la metafísica tradicional.
Empezando por Heidegger, también Levinas y Blanchot, y siguiendo
incluso la huella de Derrida. Todo eso y otras claves más herméticas
y problemáticas, junto con cierto taoísmo bastante explícito,
otorgan al conjunto un aire de colección de tarjetas postales pertenecientes
a un mundo elemental y profundamente enigmático y nocturno. La
luz de la presencia que ha definido a la metafísica por siglos
interesa poco a la poesía de Mujica. Por el contrario, lo que no
está, la ausencia, la nada o la noche, entregan el motivo del poema.
Estas y otras características de la mística
filosófica de Sed adentro han sido destacadas y desarrolladas por
los suplementos literarios de España, que recibieron con gran despliegue
el último libro del argentino.
En buena medida, Mujica quien fue pintor en los 60 se comporta
con la palabra como si éstas fueran signos vaciados de significación,
muescas que se hacen sobre una superficie (el papel, la pantalla) para
dar cuenta de un fulgor que de otra manera sería pura ausencia.
La palabra poética testimonia en tanto huella justamente
esa imposibilidad de re-presentar en la escritura lo que jamás
se presenta. El poema Don, por ejemplo: Cae una estrella
como un surco/ en el desierto,/ como una huella en la ceguera:/ una escritura.
Sed adentro el título condensa en realidad la poética
de Mujica indirectamente. La sed tiene lugar, sin duda, en el adentro
(el día, la presencia, la materia elemental), pero es sed de afuera
(la noche, la ausencia, la muerte). Sed insaciable, por definición,
que hace posible el poema, la palabra, como señales de aquello
no está (Dios ha muerto, diría Nietzsche). Este escribir
cerrando los ojos según el poema Uno tras
otro lleva a la palabra a un despojamiento y a una desnudez
extremos. Depurada y destilada a la posibilidad mínima, en una
dirección contraria al barroco, la palabra poética de Sed
adentro quiere narrar su disolución mística
en la hendidura de lo ausente.
La fiesta del
monstruo
Nietzsche.
Biografía de su pensamiento
Rüdiger Safranski
trad. Raúl Gabás
Tusquets
Barcelona, 2001
410 págs. $ 24
Por Ariel
Schettini Rüdiger
Safranski traza el derrotero de la biografía intelectual de Nietzsche
a partir de dos ejes complementarios: la monstruosidad y la música.
El Nietzsche de Safranski analiza el modo en que la música formó
parte de su filosofía pero también cómo fue parte
de su preocupación vital. De allí que la figura de Wagner,
su mentor, amigo y consejero, tuviera un espacio ineludible más
allá de la pelea que, muy temprano, los separó para siempre.
Es indudable que el primer libro de Nietzsche, El origen de la tragedia,
estaba pensado como el brazo filosófico de la práctica del
músico. El debate entre los universos de lo dionisíaco (el
exceso y la embriaguez) con el apolíneo (la mesura y el ethos)
y ambos polos, a su vez, confrontados por ese momento de cataclismo que
supuso la llegada de Sócrates a la discusión en la polis
tiene como correlato el universo igual de ficticio y de creador que El
anillo de los nibelungos y la saga de los personajes wagnerianos.
Pero lo cierto es que, tal como había sido predicho, esa unión
de teoría y práctica que conformaban el joven profesor de
filología con el músico en su madurez, termina no sólo
por desavenencias estéticas, sino por reivindicaciones políticas
concretas. Para Nietzsche no era suficiente el contorno de la estética
para lograr una comprensión del mundo. De allí pasó
a la ética y, mucho más allá, a la biología.
Porque Nietzsche es incomprensible sin que se establezca una relación
con la cientificidad de su época. Una de las cualidades de este
libro de Safranski es que no cesa de poner el pensamiento del filósofo
en discusión con los saberes de su época, con su propio
contexto. Que el mismo hombre que atacó los fundamentos de la cientificidad
de su tiempo haya construido su obra final sobre el eterno retorno, sostenida
en el principio de conservación de la energía y en la teoría
darwiniana de la evolución de las especies, sólo puede ser
adjudicado a un límite de la ciencia del momento. Bien es verdad
que Nietzsche logró ver las consecuencias éticas y prácticas
de ambas teorías (cosa que no habían hecho los científicos)
pero tampoco se puede pasar por alto que esas teorías de la física,
la química o la etiología (que ya rechazaban al Dios de
la civilización judeocristiana), están sostenidas por los
mismos protocolos científicos que el propio Nietzsche ve como piezas
del nihilismo europeo.
También es verdad que Nietzsche fue un gran autobiografista, y
que toda su filosofía lo tiene como protagonista casi ineludible
y caso ejemplar de los usos de la moral. Como hombre de su
tiempo, sus gustos estéticos estuvieron ligados al decadentismo
del momento y la oscuridad que veía sobrevolar sobre Europa estaba
ligada a un modo del placer finisecular. Del mismo modo, debió
experimentar el reverso en las revueltas sociales de su siglo: el ansia
de evolución que, en su caso, llegó al extremo de plantear
un nuevo hombre que viera al contemporáneo con la misma risa
y vergüenza con la que nosotros miramos al mono: el Superhombre.
Al mismo tiempo, al Dios de los europeos que ya el presente negaba, Nietzsche
lo lleva más allá: lo confronta y lo ridiculiza. Es que
Nietzsche, de acuerdo con Safranski, había puesto a la monstruosidad
como paradigma de cualquier objeto que mirara. Primero vio la monstruosidad
de la filosofía, que volvió al hombre serio y le hizo cambiar
el poder de la fuerza por el del conocimiento y la verdad.
Pero después vio el de la religión, que creó esos
seres monstruosos, severos y básicamente represores. Finalmente,
no pudo sino ver monstruosidad en el hombre que, despojado de sus poderes
originales de conquista, delirio y dominio, fue obligado a encontrarse
a sí mismo para no ver sino frustración, resentimiento y
dolor. Y es por eso que el camino de Nietzsche, que pasa primero por la
cultura, después por la civilización y, finalmente por la
humanidad, hace esos pasajes por necesidad. Un camino que tal como lo
dice Nietzsche se nombra como incorporación (en el
sentido más corpóreo de la palabra).
Durante el siglo que pasó, después de su muerte, la obra
de Nietzsche no cesó de despertar ecos. El último capítulo
de este libro da cuenta de algunos: de Bergson a Foucault, de Simmel a
Thomas Mann, de la Escuela de Frankfurt a Heidegger, su palabra no se
detuvo. Este mismo libro apareció en Alemania el año pasado,
conmemorando un siglo de actividad de la Obra completa del
filósofo. Es notable, de todos modos, que haya sido Heidegger quien
ganó la apuesta por la apropiación. Al final del capítulo
nueve, Safranski (que escribió la más exhaustiva de las
biografías de Heidegger, Un maestro de Alemania, antes de emprender
este libro) rechaza el modo en el que Nietzsche manifestó algunas
extravagancias en sus visiones de la gran política y en la voluntad
de poder como dimensión política de la especie, (...) lo
cual es muy perjudicial para su filosofía. De mismo modo,
rechaza el uso (alentado por los familiares del propio Nietzsche) nazi
que se le dio a su obra.
Esa toma de partido de Safranski está sin dudas ligada a los usos
excesivos o malintencionados que se han hecho de su obra. Pero es innegable
que buscar una dimensión política para su pensamiento está
en el núcleo de las consideraciones de Nietzsche y su voluntad
de celebridad y consagración masiva no cesan de mencionarse como
propósitos firmes.
Aun así, si bien es cierto que difícilmente se pueda leer
a Nietzsche sin esos dos tomos de Heidegger que sistematizaron y reconstruyeron
su obra, es innegable también que el modo en el que Heidegger lo
usó no hizo sino llevar hacia su propio molino el agua de una obra
casi indomesticable. Heidegger repuso en el mayor antimetafísico
y antiacadémico de la historia de la filosofía toda la metafísica
y academia necesaria para su lectura en el claustro.
Es verdad, de todas maneras, que entre los resultados que obtuvo la lectura
de Nietzsche se encuentra básicamente la transformación
del concepto de vida que se tenía hasta entonces. En la historia
de ese concepto, entre la vida como espíritu expresivo
y la vida que crea, destruye, prolifera y transforma, sin
dudas, la figura de Nietzsche encuentra su lugar. Y seguramente esa obsesión
por reconsiderar la vida en general tiene algo que ver con su constante
(y alemana, por cierto) obsesión por el clima y la exploración
incansable de una atmósfera propicia para su salud y su pensamiento,
obsesión que lo hace migrar por Europa.
De esa manía climatológica de Nietzsche, sin embargo, no
se ha hablado mucho. No está muy lejos de su obsesión por
la naturaleza y su modo de ser humanizada, pensada por el hombre. Pero
tampoco está lejos de su obsesión por lo salvaje, lo incontrolable
y lo intempestivo. Detrás de su pesquisa del sol, de sus quejas
por la humedad, de la peregrinación que lo lleva a viajar tras
el paisaje perfecto, seguramente, hay un hombre que busca el lugar por
donde uno sale de su propio tiempo.
Big sister
CARTAS
A MI MADRE
Sylvia Plath
trad. Ana María Moix
Mondadori
Barcelona, 2001
376 págs. $20
POR
DELFINA MUSCHIETTI La
terrible escena final de Sylvia Plath (la cabeza en el horno, la bandeja
de desayuno lista para sus dos pequeños hijos a la espera de la
niñera) ha borrado durante mucho tiempo el placer de leer su fina
escritura y la imagen que ella obsesivamente trató de dejar para
la posteridad: la de una gran escritora. Pues bien, aquí tenemos
al fin traducido este libro de cartas que exhibe en forma evidente ese
logro que ella previó con exactitud: Estoy escribiendo los
mejores poemas de mi vida. Llevarán mi nombre a la fama,
escribe en octubre de 1962, ya en el final, cuando su vida afectiva se
derrumbaba.
Más allá de todas las implicancias biográficas y
los análisis psicológicos o psicoanalíticos a las
que estas cartas puedan prestarse de buen grado, se ofrecen como una lectura
absolutamente maravillosa. A medias entre el libro de memorias, el diario
y la novela biográfica, las cartas de Sylvia Plath a su casa (Letters
Home) desde el exilio (dondequiera que éste estuviera) son en su
mayoría cartas a su madre de ahí el título
en castellano, quien como una especie de interlocutor privilegiado
y ausente observa el registro minucioso y obsesivo de su hija en el intento
por sobrevivir y llegar a ser la gran poeta en la que finalmente se convirtió.
Uno podría pensar que tanto los diarios como las cartas de este
tipo de escritores grandiosos y obsesivos (Kafka, Virginia Woolf, Katherine
Mansfield) son la forma bella y productiva de esos horribles reality shows
que hoy pueblan la televisión local siguiendo la moda del primer
mundo (el registro detallado de una paupérrima y mezquina mediocridad).
En cambio, aquí la escritura se mueve como esa cámara que
se empeña en registrar minuciosamente cada falta al
destino de ser un gran escritor/a, la culpa, la pena y la asfixia de no
poder escribir, mientras nosotros, paradójicamente, recibimos testimonios
en cada línea de esa gran escritura y podemos gozar de ella, deseando
con fervor leerla en su idioma original. Este efecto logran las buenas
traducciones (en este caso, la de Ana María Moix): nos traen la
respiración y la belleza de una escritura como una pátina
de ausencia que nos hace desear el original mientras gozamos leyendo la
versión traducida. Encontramos en estas páginas el magnífico
ritmo poético de Sylvia Plath cada vez que se extiende en minuciosas
y exquisitas descripciones de paisajes y ambientes (Massachusetts, Cambridge,
Nueva York, Londres, Devon, Marsella o París), en la aguda observación
de personas y estilos, en el humor mordaz e hipercrítico, en su
autoexigencia aniquiladora.
Las cartas de Plath, así como sus diarios y poemas, también
podrían considerarse como un precioso manual de autoayuda que ninguna
mujer debiera obviar. Un manual que describe minuciosamente (esta minucia
se alza como uno de los procedimientos manieristas de este libro) los
obstáculos que una mujer escritora del siglo XX ha debido seguir
para luchar y sobrevivir a pesar del aplastante medio masculino: un marido
hiperexigente y luego abandónico en su rol de maridopadre
y la desgarradora sensación de que no se puede cumplir con todo
al mismo tiempo y con el mismo nivel de exigencia. Por un lado, el rol
de excelentesosténde, optimista,
amante esposa, madre, hija; por el otro, el de una escritora
dedicada full time a su trabajo de escribir. Una exigencia desmesurada
obviamente prescrita por la mirada del otro/otra: padre, madre, marido,
hijos, la sociedad.
Como bien ha observado John Berger en sus Modos de ver, la mujer crece
en nuestra cultura con el deber de autoexaminarse en el espejo para responder
adecuadamente a la mirada del otro. Esto es, un aniquilador discurso disciplinario
metaforizado en un bisturí que abre y abre heridas en un cuerpo
exhausto frente a la imposible tarea asignada, y que se empeña
en cumplir en toda la línea y en su máxima expresión.
Sylvia Plath, como nadie en el siglo XX, ha sabido llevar ese supuesto
plano íntimo, familiar y privado a un plano político y cultural
donde las figuras familiares se pierden en tanto biográficas
para alcanzar la dimensión de verdaderas líneas de fuerza
sociales. Como quería Foucault, tan sólo un diagrama de
fuerzas en lucha, una retícula de micropoder exhibida y desmantelada.
Pero otras riquezas nos esperan además en este libro, que se puede
leer al mismo tiempo como un libro de misterio o de enigma, a través
de sus numerosos silencios o supuestos. ¿Qué dirían,
por ejemplo, las cartas de la puntillosa profesora Aurelia Plath, la madre,
en respuesta a las de Sylvia Plath? ¿Cómo sería el
discurso de esa interlocutora, ausente para el lector? Tenemos pequeñas
señales, pistas mínimas que a los largo de 370 páginas
nos dejan entrever algo de esa figura que aparece entrevista como realmente
temible para los ojos de la que firma las Cartas a mi madre. Ese sesgo
doble que recorre toda la escritura de Sylvia Plath (ser vertical
u horizontal, puritana o diabólica,
virginalinocente o feacon pelos, etc.)
aparece aquí implacable en esos vislumbres que surgen en medio
del ferviente amor declarado sin cesar hacia la madre y sus cartas. Ante
un aborto, lo que surge como obsesión es la decepción
que te he causado; o cuando sucede la separación de
Ted Hughes, como puedes suponer, tampoco tengo valor para verte;
o las irritadas palabras no quiero ningún subsidio mensual
y mucho menos de ti, o ¡No me digas que el mundo necesita
cosas alegres! o Por cierto, deja de intentar convencerme
para que escriba sobre gente decente y valerosa; ¡lee el Ladies
Home Journal, si tanto te interesa!.
Mínimas acotaciones que se levantan como grietas en una fachada
o rajaduras en un jarrón de preciosa porcelana por donde un espeso
vapor parece destilarse hacia afuera. El mismo desfasaje se percibe en
el contraste de los comentarios ordenadores (de edición)
de la Sra. Plath, como aquel en el que nos anticipa que el período
de Cambridge fue el más placentero y pletórico para su hija,
mientras ésta declara páginas más adelante sobre
el mismo período: Fue el año más esclavizante
y duro de nuestras vidas. Torsión y desfasaje que se pueden
leer en los párrafos eliminados con el autoritario criterio de
que no serían de interés para el lector. O el
desesperado intento por corregir el efecto de las últimas cartas
y proteger así la figura de Ted Hughes con esta advertencia:
Son cartas desesperadas. Pero debo pedir al lector que recuerden
las circunstancias en que fueron escritas y que también tengan
en cuenta que sólo representan una cara de una situación
extremadamente compleja.
Por fortuna, y a pesar de todo, el talento de Sylvia Plath pudo sobrevivir
con la misma fuerza con la que escribió su última carta,
ocho días antes de morir, para llegar indemne hasta nosotros en
este libro extraordinario.
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