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Oficios Gonzalo Arbutti, juguetero modelo 2001

Jugate conmigo

Aprendió a manejar herramientas de su bisabuelo, un anarquista, taoísta y tornero que vivió 101 años. Trabajó en una fábrica de resortes y fue librero en la avenida Corrientes. Pintaba, esculpía y exponía en galerías. Hasta que un día le pidieron que les enseñara arte a un grupo de chicos y largó todo. Ahora, Gonzalo Arbutti se dedica a Cubo, su “Centro de Investigación del Juguete” en el que conviven juegos milenarios, sus propias creaciones, el zen, el constructivismo ruso y el torno del bisabuelo.

POR SANTIAGO RIAL UNGARO

Entre los muchos negocios “artísticos” que proliferan en los alrededores de Plaza Serrano, la presencia de Cubo se destaca y se diferencia de una manera sutil, pero inapelable de toda la parafernalia comercial que ya desde hace algún tiempo tomó Palermo. Cubo (Armenia 1495) es, en realidad, un rectángulo de 3x12 metros. Y, a grandes rasgos, se puede decir que es una juguetería, aunque el cuidado estético y casi ascético con el que todo está instalado sugiere la presencia de algo más. Ese “algo más” es el que lo convierte en un proyecto que desde su insólito y ambicioso nombre (“El Centro de Investigación del Juguete”) despierta, por partes iguales, desconfianza y curiosidad. La misma curiosidad que siente una chica veinteañera de pelo corto y azulado que, después de entrar a preguntar por el rompecabezas más antiguo y misterioso que haya salido de la cultura china (el Tangram), se decide a recrear durante casi una hora algunas de sus figuras tradicionales y, por qué no, probar algunas nuevas.
Ya desde la vereda, una mesa equipada con un tablero de madera propone, antes de entrar a este pequeño pero espacioso centro lúdico, participar gratuitamente de una de las actividades más cerebrales que haya creado el ser humano: el ajedrez. Desde las vidrieras, los diseños de juguetes de madera originales como El pulpo o El átomo, la figura humana Paco y los didácticos Bloques de composición, despliegan una percepción lúdico cosmológica. Basándose en su simplicidad formal y su dinamismo, estos juguetes hacen realidad el famoso slogan “Para niños de 0 a 99 años”, que aquí se convierte en un axioma filosófico. Y comercial: el pulpo, por ejemplo, pensado para el primer año de vida, atrae a personas de cualquier edad. Personas que, sin embargo, no pueden evitar ciertas excusas: “En general te das cuenta de que son para ellos, aunque te digan que se lo van a regalar a su sobrinito”, dice Gonzalo Arbutti, el juguetero Modelo 2001 de 28 años que ha acercado su oficio más a la filosofía zen y al arte constructivista ruso que al modelo de juguetero a lo Gepetto (con quien, de todos modos, comparte el uso de la madera en sus creaciones, a la que le suele agregar látex). A pesar de la sensación de nobleza y tradición que despierta la madera, estos juguetes son verdaderamente modernos. Y el hecho de que estas invenciones atraigan a gente de diversas edades coincide con uno de los ejes principales de este proyecto: la idea de que “el juego es más viejo que la cultura”. Con esta frase (incluida en las tarjetas de presentación de Cubo) empieza precisamente Homo Ludens, un fascinante ensayo de Johan Huizinga, historiador holandés de principios de siglo que supo desarrollar un concepto de igual importancia y valor (aunque menos conocido) que los de Homo Fader u Homo Sapiens, en un estudio antropológico que demuestra que la génesis y el desarrollo de la cultura tienen un carácter lúdico. Arbutti (que durante varios años fue librero) conoce el libro y lo tiene por ahí. “Pasemos a la Ludoteca”, propone y nos sentamos en el fondo del rectángulo, a poco más de 10 metros de la puerta de entrada de este auténtico Cubo Mágico.

ABUELITO DIME TÚ Dice el Juguetero 2001: “Lo del Centro de Investigación de Juguete es un chiste. Simplemente es un proyecto para todos, porque cualquiera puede proponer un proyecto. Pero con sólo pegarle un vistazo a la Ludoteca (que, como su nombre lo indica, es una biblioteca de juegos) queda claro que lo que comenzó como un chiste (o como un juego) se terminó convirtiendo en una profunda investigación basada en una única pregunta esencial con múltiples ramificaciones: ¿por qué el hombre juega? Por lo pronto, la pregunta más adecuada sería: ¿por qué Arbutti juega? Y así llegamos al origen del CIJ: los primeros juegos-aprendizajes de Arbutti junto a Modesto Oyarzum Marín, su bisabuelo anarquista y taoísta. “A los 4 años me enseñó a manejar una herramienta. Murió a los 101 años. Y a los 90 todavía se subía a arreglar el techo.” Tornero naval de profesión, el bisabuelo en cuestión era hijo de vascos e irlandeses, y había rechazado una herencia de varias hectáreas en Chile porque intuía que “para las generaciones futuras iba a ser un tema de disputa. Un espíritu anarquista terrible, que había aprendido lo que era el verdadero anarquismo en Inglaterra y terminó trabajando de tornero para barcos mercantes en La Boca, a la vez que daba charlas para el Partido Obrero y escribía en La Protesta. Él me enseñó todo: a los 3 años me hablaba de geografía, cosmología, botánica”, dice. Y mientras habla, detrás suyo se puede ver uno de los elementos que soportan toda su empresa: el torno mecánico, un centro de investigación en sí mismo y un centro de producción y experimentación permanente que convierte a Cubo en un taller abierto. Con sus manos tempranamente habituadas a manejar herramientas, las experiencias laborales y creativas se multiplicaron, y así se sucedieron trabajos de lo más disímiles: en una fábrica de resortes, haciendo negativos con Rotring para estampadores, realizando troquelados de alfombras para 3M, como escenógrafo de distintas puestas teatrales, como librero en la calle Corrientes y su experiencia en la Editorial Leviatán. Simultáneamente, de sus manos surgían esculturas, cuadros y objetos que formaron parte de algunas exposiciones, que lo convirtieron en un... ¿artista? Al escuchar la palabra, Arbutti se pone serio: “No, no soy un artissta, así con la ese larga”. Y pasa a contar su breve historia en el mundillo: cuenta que en 1995 se presentó al Premio Braque, el concurso organizado por la Fundación Banco Patricios, que llegó a ser seleccionado y que “la verdad me arrepentí terriblemente, así que nunca más me presenté a nada”. Tal vez por una cuestión hereditaria, su actitud hacia su carrera fue la de descalificarse, para estupor de todos los que veían sus poderosas obras que, de alguna manera, ya anticipaban con el uso de juguetes su presente. “En su momento pensé mucho esta cuestión del artista y el hacedor de juguetes, pero ahora ya ni me interesa. Para mí componer es jugar. Cuando empezás a dibujar y a conectar un punto con otro, te das cuenta de que eso tiene mucho de juego: un juego en el que se buscan formas.”
La mención a Marcel Duchamp, que dejó la plástica para dedicarse apasionadamente a jugar al ajedrez, resulta inevitable. “Me interesa el hecho artístico y eso se puede encontrar en el ajedrez, que es un juego perfecto, una conversación metafísica, pero también se puede aplicar a la pelota-paleta, que es puro arte cosmológico: hay una pelota negra dentro de una caja blanca y vos le pegás con la paleta y podés ver las líneas, el dibujo que va formando la trayectoria de la pelota. Estar participando en eso es como estar en el hecho artístico.”
Así, buscando la esencia del Hombre Que Juega, Arbutti conoció, jugando pelota-paleta, a Marcelo Federico, ex discípulo de Víctor Magariños, el pintor de arte cosmológico. “Él me hizo descubrir la obra de Magariños, alguien que hacía algo muy parecido a lo que yo hacía en mis obras. El tipo mantiene la misma conciencia artística, naturalista y ecológica. Mi pensamiento siempre fue ése: yo no soy un artista, porque me divierto haciendo esto. Darme cuenta de que me gustaba jugar me dio una tranquilidad enorme, porque sabés que si crear te divierte, nunca vas a dejar de hacerlo.”

EL AZAR Y LA NECESIDAD Tanteando en sus propias estanterías, a las manos de Arbutti llega el Tangram, el mismo juego rompecabezas que sigue armando y desarmando la chica del pelo azul, ahí sentada en la mesa de la vereda. “El Tangram es un juego chino que habla muchísimo sobre la filosofía oriental. Es un cuadrado con siete partes: cinco triángulos, un cuadrado y un paralelogramo, y coincide con la idea de cambio y pertenencia que tiene el I Ching. Es algo que se desarma para armarse en otra cosa, para a su vez desarmarse y volver a armarse en otra cosa... Hace cinco años estaba tan fascinado que me hice un Tangram propio en madera; después se me ocurrió que podía diseñar uno para poner en una cajita de CD e incluir en la tapa la historia del juego para poder venderlo. Pero recién este año voy a poder comercializar mi propio Tangram”, dice Arbutti. Finalmente, Cubo editará su propio rompecabezas chino, esta vez como parte de la Colección de Juegos de Todo el Mundo que desde abril invadirá librerías y jugueterías especializadas, y que incluirá al Tangram, el Trompo, la Cadena de Cubos, el Trompito, los Juegos de Encastre, el Laberinto, el Solitario y los Bloques de Composición de Cubo, así como los juguetes antes mencionados. Naturalmente, la fascinación de Arbutti con la filosofía oriental y el arte cosmológico lo alejaron del esquema convencional de Artista–Que–Crea–Obra–Para–Galería de Arte. Y como si su propia persona se tratara de un Tangram, Arbutti (que ya no confiaba ni en los formatos ni en los espacios asignados por el mundo del arte a sus creaciones) decidió desarmar su potencial carrera como artista profesional y rearmarse en una nueva forma: la de un juguetero constructivista. Continuando con este proceso, todo lo que sale de Cubo no es sino una materialización de aquellos cuadros cosmológicos que tanto tienen en común con Magariños como con los dibujos de las publicidades estatales del gran Rodchenko.
De la fascinación con el Tangram y la idea (nunca realizada) de comercializarlo en caja de CD surgió junto a Marcelo Federico la idea de armar una Ludoteca. Luego de recibir la propuesta de algunos padres, de amigos y demás conocidos barriales para que le “enseñaran arte a los chicos”, las piezas del Hombre Que Juega se rearmaron en el prototipo del juguetero constructivista que es hoy: el pedagogo experimental. Con sede en el Centro Cultural El Ombligo, en Adrogué (donde se instaló la primera Ludoteca), estas clases hacían hincapié en la atención y en “sacarle a los chicos la idea de querer ser artistas. No suena muy creíble que un chico vaya a aprender a ser artista. ¿Qué chico va a poner atención en lo que debería ser la estética o en cómo deberían funcionar los colores primarios con respecto a los secundarios a partir de la estética? ¿Qué tiene de interesante para un chico aprender la Historia del Arte? Lo que realmente es interesante es la idea de aprender jugando: es la mejor manera de memorizar y de prestar atención. Desde que sos chico sabés que cuando estás jugando ese juego tiene reglas. Quien quiera jugar debe cumplir con esas leyes, y para cumplirlas va a tener que memorizarlas”, expone Arbutti. De esta experiencia (en la que se trabajaban desde la percepción y mediante la que chicos de sólo 5 años podían experimentar con prismas para ver cómo se descomponía el color a través de la luz), se desprendió otra de las investigaciones y otro descubrimiento fundamental: el de la figura de Federico Froebel, pedagogo alemán creador de los Kindergarten, primeros jardines de infantes en los que, con la simple premisa de aprender jugando, se moldearon talentos como los de Kandinsky, Frank Lloyd Wright y Le Corbusier. Froebel desarrolló un sistema educativo que consistía en el desarrollo por medio de la actividad voluntaria, buscando que mente y cuerpo lograran un desenvolvimiento natural. Con estas ideas, Froebel desarrolló sus “Juegos y ocupaciones”, un conjunto de bloques geométricos y actividades artesanales básicas que se convertirían en el eje de su teoría pedagógica. Con estos conceptos, Arbutti desarrolló sus Bloques de Composición en los que, a partir de la unidad de un bloque de cubo, se trabaja con la multiplicación de esa misma forma creando un juego que intentaba mostrar la estructura de la realidad. “El tipo había estado trabajando en un museo de Mineralogía –cuenta Arbutti–, y había descubierto que la unidad mínima de una piedra tenía una forma básica: la de un cubo. Y esa forma se repetía millones de veces, pero siempre manteniendo esa unidad formal. Él tomó eso como una forma de aprendizaje, mostrando cómo se organiza la naturaleza. Y la verdad es que sería genial que todos prestáramos más atención al funcionamiento de las cosas, a las leyes de la naturaleza. Eso es lo que a mí me interesa: trabajar sobre lo que no se ve”.
En la mesa de afuera, la chica sigue jugando con el Tangram, también conocido como “el tablero de la sabiduría”, ese moderno juego chino de origen milenario, el cuadrado de siete piezas con el que se pueden armar miles de figuras distintas.

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