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ESTAN TOCANDO NUESTRAS CANCIONES

Música Los Bee Gees, The Cure, Alice in Chains, Enigma, Christopher Cross, Buffalo Springfield, Eddy Grant, Backstreet Boys, Paul Weller, Mike Oldfield, Smashing Pumpkins, Tracy Chapman, Green Day, Prince, The Smiths, Jethro Tull, Tom Petty, Wings, Lyle Lovett, Depeche Mode, Madonna, Simple Minds, Jovanotti, Bonnie Tyler, The Corrs y Pink Floyd sacan antes de Navidad sus Grandes Éxitos. ¿Por qué funciona tan bien la industria de las recopilaciones? ¿Son lo mejor de lo mejor o lo peor de lo peor? ¿Veremos algún día un mundo en el que sólo existan los grandes éxitos? Sépalo ya mismo.

POR RODRIGO FRESAN

Grande y Éxito son palabras ambiguas, peligrosas, que aluden tanto a una idea entre fascista y fálica de que lo grande es mejor que lo pequeño y que lo exitoso es, por definición, algo sublime. Si estas palabras se pluralizasen en grandes y en éxitos, la situación es todavía más complicada. Pero no importa porque el concepto grandes éxitos aplicado una y otra vez al mundo de la música popular (y en ocasiones clásica con esos irreverentes Mozart’s Greatest Hits o Beethoven’s Greatest Hits) que todavía acentúan más la idea de que si la comedia es tragedia más tiempo transcurrido, entonces un gran éxito es tiempo más comedia. En cualquier caso, es tiempo de Grandes Éxitos, de armar los paquetes para plantar bajo el árbol de Navidad, de ponerse a vender el pan dulce del resumen de lo publicado y cantado, de hacer memoria y sacar conclusiones como en todo fin de año, mientras se remasterizan villancicos para disimular el hecho de que si Papá Noel existe, seguro que es el capo de una multinacional del sonido. Aunque las postrimerías de este apocalíptico 2001 –tal vez para distraer el terror cantando viejas y queridas melodías, tal vez para acentuarlo más obligándonos a un “a cantar que se acaba el mundo”– parece ser una de las más saludables temporadas de greatest hits jamás registradas en la historia del asunto. A recopilar que se acaba el mundo y así –un año que arrancó con el best-seller The Essential Bob Dylan para festejarle los 60 años de la Bestia Bob y otro más y van The Doors Greatest Hits con una espantosa remezcla disco del de por sí espantoso “Riders on the Storm” para celebrar los treinta años de muerto de Jim Morrison– corre ahora colina abajo como novicia rebelde enloquecida por el sonido de la música y arrancando las flores escogidas de los Bee Gees, Alice in Chains, Enigma, Christopher Cross, Buffalo Springfield, Eddy Grant, Backstreet Boys, Paul Weller, Mike Oldfield, Smashing Pumpkins, Tracy Chapman, Green Day, Prince, The Smiths, Jethro Tull, Tom Petty, Wings, Lyle Lovett, Depeche Mode, Madonna, Simple Minds, Jovanotti, The Cure, Bonnie Tyler, The Corrs, Andrés Calamaro (acaba de salir en España un 81-91 para que los españoles conozcan la vida del poeta cada vez más fértil antes de Los Rodríguez) y córranse que hay más espacio al fondo.

TODO JUNTO AHORA
“Hoy por hoy, las compilaciones del rock y del pop son consideradas algo cool, pero en un principio no eran más que un rejunte oportuno de los hits del año o, peor todavía, canciones de éxito reinterpretadas por grupos fantasma empeñados en sonar lo más parecido al original”, explica la reciente guía The Mojo Collection: The Ultimate Music Companion. Así es. No importa que buena parte de la formación musical de los artistas del presente descanse sobre los firmes cimientos de esos rollos del Mar Muerto recopilatorio que son los seis discos de la American Folk Music ordenados por Harry Smith o The Complete Recordings of Robert Johnson. Tampoco importa que el disco más vendido de toda la historia sea un greatest hits –el de la banda The Eagles, definido como “el sonido fiel de la cocaína”–; que esa ya antigua recopilación de ABBA sea relanzada una y otra vez con resultados asombrosos; o que U2 haya podido salir del pozo de Pop con la ayuda de una escalera de singles campeones; o que los Beatles rompieran records a finales del año pasado con la edición de ese espejismo obra maestra del marketing que fue 1 y a propósito del cual Ringo Starr ¿bromea? por estos días con la idea de “sacar 2, los temas que no llegaron al primer puesto de ventas”. Lo cierto es que los paquetes de greatest hits, en principio, sólo podían significar que no había nada nuevo para cantar, que el artista había roto contrato con su compañía o que alguien se había muerto o se había separado o no pensaba volver a juntarse nunca. Así, Simon & Garfunkel tienen más recopilaciones que álbumes originales. Comprarse greatest hits era también, de algún modo, ser un pequeño fracasado: no tener los álbumesoriginales, haber llegado último a la fiesta y ponerse a bailar cuando ya todos están derrumbados en los sofás.

RESUMEN DE LO CANTADO
Había, hay y habrá, sí, nobles excepciones: el afán recopilatorio como pulsión arqueológica: juntar a gente dispersa, rara, producto de un momento folk o psicodélico o punk o new wave o tecno. Nombres que suenan, pero que no sonaron demasiado, gente con un solo great hit que se junta con otros huerfanitos de una sola bala y, adentro de una misma cajita, sigue haciendo ruido desde el otro lado. La paradoja interesante de grandes éxitos de grandes desconocidos o el gran éxito de alguien que en sus días fue un inmenso perdedor. En este sentido, la edad de oro del greatest hits llega con el compact-disc. El cambio de formato obliga a tirar la púa, comprar láser y –a la hora de mutar toda una discoteca– la idea de empezar por recopilaciones servía como estrategia a la hora de ir llenando, volver a llenar, el álbum que ya estaba lleno de álbumes. Y surge entonces, también, una nueva y extraña variante del greatest hits: la caja, the box, que no son greatest hits exactamente y que apelan a la adicción completista del fan con ganas de tener hasta el último out-take, versión alternativa, B-side, ruido en el estudio. El sorpresivo éxito de Biograph de Bob Dylan en 1985 (venerables clásicos apareados con inéditos subterráneos de un artista más que difícil de granexitar) descubre nuevas posibilidades para el monstruo, para las elucubraciones de los jefes de marketing de las discográficas y para los artistas súbitamente maravillados al darse cuenta de que todo ese material de descarte que tenían debajo de la cama (como ocurre con la recién aparecida “continuación” del Fisherman’s Blues de los Waterboys) puede convertirse en buen dinero si se lo envuelve lindo y se le agrega libro con fotitos. Es entonces y sigue siendo ahora el momento en que el concepto greatest hits se sofistica adoptando los mejores modales de la industria pirata y bootleg: lo mejor junto a lo más oscuro y con buen sonido. Pocas sensaciones deparan más satisfacción en la disquería –y desconcierto al llegar a casa, cuando los efectos de la hipnosis comienzan a disiparse– que comprarse una caja donde podemos escuchar a John Lennon conversando con su hijito en la cocina del Dakota Building mientras le prepara el desayuno.

CANTAR LOS CUARENTA (TOP 40)
Al final –o casi, porque la aventura siempre continúa–, el greatest hits es un animal entrópico: da testimonio de un derrumbe constante y, al mismo tiempo, propone un nuevo orden cósmico. Para ellos, un greatest hits puede salvarte la vida y abrigarte el futuro mientras que te pega el tiro de gracia demostrando que todo tiempo pasado fue mejor y que no va a volver. Y, para uno, se convierte en placer culpable y permitible: el aquí firmante, a esta altura, jamás se compraría un compact de Queen o de Roxette; pero no hay problema con un grandes éxitos salpicado de algún temita nuevo que, por regla general no es gran cosa, es una sobra que sobra y que acabó ocupando el sitio de esa canción que más nos gustaba y que no está aquí. También tiene su encanto la idea del greatest hits en vivo que hasta no hace mucho no era otra cosa que un disco live grabado en una o varias noches, pero que ahora es ascendido a la categoría de “reexamen y reinterpretación de su obra” con la novedad sónica de ocarina peruana, robotito japonés o pito catalán (como ocurre con lo nuevo-viejo de Paul Weller o de Sting desde su castello italiano con el supuesto “atractivo” –de eso hablan una y otra vez todas las notas de prensa– de haber sido registrado el día en que un par de aviones se incrustaron en un par de edificios en uno de los cuales tenía a un par de amigos). O la sub-raza unplugged (el flamante recopilatorio de The Cure es un doble que aspira a lo mejor de ambos mundos: el disc 1 son los hits, el disc 2 son esos mismos hits en versión acústica) que, en la mayoría de loscasos (prestar atención a la “Layla” desenchufada de Eric Clapton), es como oír una película que amamos y seguimos amando en cinemascope reducida a Súper 8. O los greatest hits estilo zombie donde varios vivos se juntan para cantar las canciones de un muerto (que puede ser Harry Nilsson, Hank Williams, Doc Pomus, Gram Parsons, Jimmy Rodgers) o de prestigiosas figuritas difíciles como Randy Newman y Leonard Cohen. O la variante más psicópata de todas: volver a grabar otra vez, lo mismo de siempre, con nuevos músicos o en formato de dueto con estrella invitada. O esos sorpresivos soundtracks de oldies (puede ser American Grafitti, puede ser The Big Chill) o las cada vez mejores bandas de sonido por encargo del cada vez peor director de cine Wim Wenders. El dilema es y será, claro, cómo armar un greatest hits: ¿prima el factor comercial (Backstreet Boys) o el factor artístico (Dylan) o ambos (Beatles en un 1 al que se le nota la falta de “Here, There and Everywhere”, “Strawberry Fields Forever” y, horror de horrores, “A Day in the Life” –cumbre del arte Lennon & McCartney– por el sencillo motivo de no haber sido singles merecedores de la pole position)? A propósito de este último caso, alguien escribió en Inglaterra que “los Beatles fueron esa banda de los 60 que nos dijo que todo lo que necesitábamos era amor, que el dinero no podía comprarlo y que al final el amor que tomas es igual al amor que haces. Al sacrificar la historia en nombre de las estadísticas, los compiladores de este álbum acaban diciéndonos exactamente lo contrario”. Todo lo que necesitas es greatest hits y con cierta sorna y a la hora de definir su reciente disco de nuevas canciones titulado Love and Theft, Bob Dylan –dueño de varias de las más perversos e inexplicables greatest hits de la Historia– sonrió: “Es como un disco de grandes éxitos, pero sin grandes éxitos. Todavía”.

EL LADO OSCURO DE LA COSA
Los defensores de esta especie que amenaza con extinguirnos argumentan que no hay nada como un buen recopilatorio a la hora de introducir a las nuevas generaciones en la obra de viejos artistas que pueden llegar a convertirse en sus favoritos. Los paranoicos del virus tiemblan ante la idea de que, en un futuro cercano, todos los discos sean greatest hits: el constante relanzamiento de canciones antiguas con vistosos colores. Así, 1999 fue el año del Gold de ABBA, el 2000 perteneció al 1 de los Beatles y todo parece indicar que el 2001 se lo va a llevar el Echoes de Pink Floyd, doble compact que no aporta nada nuevo, responsabilidad de una banda desactivada cuyo nombre es mucho más poderoso que cualquiera de sus partes por separado, mal que le pese a Roger Waters. La salida de Echoes está siendo saludada como un trascendente acontecimiento artístico y mundial, y se le viene dedicando más y mejor prensa que a lo nuevo y largamente esperado del loquito de Michael J. Tapas y análisis en revistas como Mojo y Uncut. Vuelta a preguntarse qué será de la vida de Syd Barrett. Otra recopilación de una banda con varias recopilaciones sobre sus espaldas. Pero, dicen, ésta va a vender mucho más que todas las otras juntas. El guitarrista, cantante y actual líder David Gilmour –quien entró en la banda como reemplazante de Barrett y hoy es un satisfecho multimillonario dueño de mansión campestre con establo para pura sangres, casado con una novelista, padre de siete hijos y con otro en camino, aficionado a volar en biplano propio que ni piensa en salir en gira ni en grabar disco con canciones nuevas– ofreció algunas entrevistas. Un periodista tuvo la osadía de preguntarle cuándo volvía al trabajo. David Gilmour –con toda la sabiduría de sus cincuenta y siete años, mientras al fondo sonaba “Money”– le respondió sonriendo y con otra pregunta: “¿Para qué?”, dijo David Gilmour. Y siguió volando, en el aire.

 

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