Hace un par de días, en el supermercado del barrio, la cajera se reía ante la consabida falta de papel higiénico, primer ítem en desaparecer de las góndolas. “Pasó lo mismo durante Sandy (el huracán), y también para 9/11.” La cola de gente asentía: todo el mundo, más o menos, era veterano de estas situaciones. Nueva York tiene memorias acumuladas de momentos críticos: la mayor fobia en estos días de coronavirus es que se está cerrando todo y acá la regla es la sobrecarga, no el impasse. ¿Qué hacer? Sex clubs, Grindr, yire + “social distancing”: esa aritmética todavía está sin resolverse.

Pero hay otra memoria que se activó de modos insistentes y decisivos —una memoria más larga, remota para veinteañeres que arrancaron sus exploraciones con Prep bajo el brazo: la de la pandemia del sida y los activismos y la inteligencia que se desarrollaron ahí. En las conversaciones y posteos reapareció Act Up, la red activista en torno al vih que en los últimos años estuvo bastante presente no sólo por una serie de películas y la efemérides de sus 30 años, sino porque también ofrecía una respuesta sobre los modos de ocupar la calle y de intervenir en lo público. La conexión, sin embargo, suena bastante laboriosa: hay enormes diferencias entre la epidemia del sida y lo que estamos viviendo. Durante la llamada “crisis del sida” no colapsó la bolsa de valores, no se cerraron masivamente aeropuertos, no había cuarentenas generalizadas. Lxs afectadxs por el vih y sida no estaban precisamente en los discursos presidenciales ni en los titulares mediáticos. La transmisión sexual fue el foco de las condenas. Nadie cantaba en las ventanas de las ciudades —se cantaba, sí, pero en secreto, en rituales casi clandestinos, en despedidas furiosas.

Neoliberalismo y barbarie

Sin embargo, a pesar de esta distancia abismal hay una sintonía entre ambas pandemias que sí me parece interesante trazar, porque demarca una historia reciente de los cuerpos, y que define modos de intervención que no vendría mal repasar. El sida irrumpió en la primera etapa del neoliberalismo —mediados de los 80s en adelante—, cuando se empezaba a desmantelar el sistema de salud pública y la responsabilidad sobre la “propia” salud y la propia muerte empezaba a caer sobre ese “individuo” crecientemente aislado, el naciente “empresario de sí mismo.” El vih fue una oportunidad impecable para eso: los neoliberales incipientes repetían en coro que los putos (o los adictos, o las putas, o los negros, o la gente trans, o…) se habían buscado el contagio por sus “estilo de vida”, así que por qué el Estado tendría que responsabilizarse por eso. Se trata de una violencia que conocemos bien. Porque esas retóricas calaron hondo: las seguimos escuchando por todos lados. La crisis del sida fue un campo de experimentación del desmantelamiento, material y simbólico, de la responsabilidad colectiva por eso que llamamos “salud.”

El coronavirus llega cuando esos sistemas de salud ya han sido arrasados. Y cuando los sistemas de protección social han tocado fondo: en EEUU, la sociedad del “éxito” neoliberal, ya no existen. Muchxs trabajadorxs precarizadxs aquí —que son una gran mayoría— no tienen seguro de salud, o si lo tienen, no se pueden tomar días sin trabajar porque no cobran un mango. Y si se enferman, no hay red que los contenga. Esta realidad, con ligeras variaciones, es la que enfrenta la pandemia a nivel global: la postal de un mundo hecho a la medida del neoliberalismo, y que encuentra sus condiciones de protección social desmanteladas o reducidas a un mínimo.

A la vez, el gobierno de Trump, en uno de sus primeras medidas de liquidación de los servicios del Estado, desmanteló la agencia federal que se encargaba de las epidemias, además de reducir los recursos dedicados a investigación. El resultado es previsible: en el país, supuestamente, más rico del mundo, no hay tests para diagnosticar coronavirus, con lo cual la proyección de la pandemia es incierta. Los hospitales públicos están hiperprecarizados, en una sociedad donde la medicina se privatizó a extremos insospechables, y a valores astronómicos. Las clínicas privadas, por supuesto, no han invertido en recaudos para una situación como la que estamos viviendo. Este es el paisaje de la salud neoliberal: el coronavirus llega como una especie de luz sagital sobre esta tierra arrasada. (Cualquier similitud con el gobierno de Macri —convertir el Ministerio de Salud en secretaría, por ejemplo— no es mera coincidencia.)

Pero nada de esto es nuevo: en los albores de la crisis del sida, la decisión del gobierno de EEUU fue desfinanciar las estructuras de investigación y tratamiento, demorando tanto la posibilidad de encontrar respuestas médicas como de sustenta formas de tratamiento. El sida fue uno de los laboratorios del Estado irresponsable, que privatizó la epidemia y la volvió asunto de cada uno, y terminó potenciando a nivel poblacional las consecuencias que se podrían haber contenido más tempranamente. (Vale la pena, en tal sentido, repasar para el caso argentino los textos de Marta Dillon publicados por este diario desde fines de los años 90s, reunidos en Vivir con virus)

De Reagan a Trump, pasando por los Macris, los Bolsonaros, y toda la caterva de gobiernos neoliberales que asola al planeta: lo que estos personajes no pueden anticipar, porque su fanatismo los hipnotiza, es que siempre hay problemas colectivos que ni “el mercado”, y ni la más abundante de las fortunas de los billonarios puede solucionar. Esa evidencia (bastante obvia, por lo demás) que está sacudiendo al mundo en nuestros días, ya se había planteado con todas las letras en la epidemia del sida. El tejido de los cuerpos, lo que sostiene la vida, no se resuelve en el individuo, en su mundo privado ni en la “creatividad” del mercado: son situaciones que demandan respuestas colectivas y, ¡sorpresa! un Estado capaz de sostenerlas y coordinarlas.

Del sida al coronavirus: ahí se narra la historia de los múltiples modos en el que el neoliberalismo precarizó nuestras vidas. La pandemia actual trae el último capítulo de una historia más larga.

Disputar y cuidar

¿Qué hicieron los activismos en torno al sida? ¿Qué nos dicen en estos días?

Act Up fue un laboratorio de lenguajes públicos y de prácticas éticas. Si por un lado se enfrentó rabiosamente a un Estado que había decidido el abandono y la muerte de la población afectada (se trataba de la era Reagan), por otro lado tomó distancia de los sectores que veían en la crisis del sida una pura conspiración homo/transfóbica, una astucia implacable de las formas de control y la represión antes que una realidad concreta de los cuerpos. En ese doble distancia Act Up encontró una capacidad de invención y de intervención nueva, desde donde

reinventó lenguajes públicos —los modos de hablar y de visibilidad de la sexualidad, salud, medicina, acceso a medicamentos, etc.— e hizo del cuidado colectivo una práctica a la vez ética y política.

Deborah Gould narra cómo, ante las primeras consecuencias letales del sida —incluso antes que que Act Up surgiera como grupo activista—, grupos de lesbianas y gays comenzaron a coordinar autónomamente una red de cuidado sobre amigxs que empezaban a ser afectados por la enfermedad y a los que el sistema de salud abandonaba de manera sistemática y cruel. Antes del grupo activista, la red de cuidados como horizonte de prácticas. Sin Estado al que apelar, y sin seguro de salud privado que respondiera, una red de lo que hoy llamaríamos “cuidado radical” (“el conjunto de estrategias, subvaloradas a pesar de ser vitales, para sobrevivir mundos precarios”, dicen Hi´ilei Hobart y Tamara Knesse.) Tradiciones feministas y lgttbiq que son archivos múltiples del cuidado como tarea política. Atención del cuerpo, acompañamiento, soporte afectivo en el medio de la ofensiva y del abandono: Act Up viene de ahí.

Pero a la vez —y ahí Act Up hace entrada como protagonista—, demanda furiosa ante el Estado: demandas por tratamientos, por medicamentos, por asistencia, por vivienda, por todo lo que el neoliberalismo estaba socavando. Cuando digo “furiosa” no exagero: Act Up inventó los modos en que la rabia ante la injusticia y el odio a sus perpetradores encontraron canales para reinventar la esfera pública. Ocupaciones de iglesias y ministerios, funerales políticos, pornografía como vocabulario público: lenguajes de impacto que fueron también apertura de nuevas interpelaciones. Al hacerlo, Act Up disputó los estereotipos y los saberes mediáticos que reforzaban el abandono.

Red de cuidado de los cuerpos, lenguajes que transformaron la esfera pública: dos modos de conciencia inseparables de la acción en el momento en el que lo que estaba en juego era el tejido de la vida colectiva. La “crisis del sida” puso la salud en el centro de la apuesta política. Y demostró que “salud” no es nunca un cuerpo individual, sino una red, un tejido, una multiplicidad cuya protección reclama tanto de saberes diversos como de un Estado capaz de coordinar y sostener esfuerzos colectivos. Dado que la pregunta por el cuidado no sólo sobre el propio cuerpo, sino sobre el tejido compartido, eso que pasa entre todos y sin el cual, simplemente, no vivimos. La epidemia es siempre un zoom sobre ese tejido vital compartido, iluminando las amenazas físicas pero sobre todo la amenaza de un sistema de salud y de protección social desfondado. Revela, una y otra vez, que el enemigo principal no es el virus, sino los poderes que nos abandonan a nuestra suerte.

Los activismos en torno al sida nos enseñaron que hay que habitar estos procesos desde abajo, desde la mirada de los cuerpos y a partir de la red que sostiene la vida, y en todo caso desde ahí ejercitar la crítica estratégica de los poderes. Mirar desde abajo no es sólo dar testimonio y verificar experiencias: es activar saberes y éticas allí donde la rutina se suspende y donde se abre el paisaje de una cierta incertidumbre cotidiana. Eso lo aprendió otra generación con el sida. Si grupos como Act Up supieron intervenir sobre una esfera pública en el contexto de creciente hegemonía mediática de la televisión en los 80s, este momento es también uno de reinvención de lo público precisamente donde una política del cuidado genera el horizonte de lo compartido. ¿La casa pública, la domesticidad en red, será nuestra forma de relación y acción? ¿Cómo imaginar vida pública y políticas del cuidado a la vez? Quizá sea útil, en estos días de guardar, volver sobre ese archivo de saberes y estrategias