Domingo de marzo soleado y fresco en el coqueto barrio de La Horqueta, en la unión entre los dos ramales de la Panamericana, a la altura de Beccar y San Isidro. La cita es en el Seven Eleven, un discreto bar-restorán con fachada de ladrillo y galería con mesitas a un costado, detrás de un gran kiosco de revistas, en un centro comercial abierto y arbolado sobre la avenida Blanco Encalada. A la hora convenida, él ya me está esperando. Me llama con el brazo desde una mesa al aire libre, la más alejada de la vereda. Recuerdo el silencio. Faltan siete horas para que Alberto Fernández anuncie la esperada cuarentena, que entrará en vigor al día siguiente. La Horqueta parece un pueblo fantasma, pero el Seven Eleven de Beccar, milagrosamente, sigue abierto.

Adentro no hay clientes. Afuera, el único es Mariano Macri. Camisa celeste, pantalón kaki, ojos verdes, nariz importante, barba, sienes templadas, boca de jóker: la viva imagen de su papá. Erguido en la silla, hombros abiertos, espalda derecha, saluda afectuoso: “¿Cómo va, querido?”, con su voz grave y nasal. Me recibe con el codo, sin beso en la mejilla. “Se está cuidando. Tiene tres chicos jóvenes”, pienso. Una hora antes me había llamado desde su casa en un country de Pacheco y me dijo que teníamos que hablar. Nos encontramos a mitad de camino. 

Desde la última vez que nos vimos hace dos semanas, el mundo se dio vuelta por culpa de la pandemia. La recomendación es no salir de nuestras casas. “Ayer estuve con Mauricio, me dice, y entiendo. Hace dos meses que nos venimos reuniendo una o dos veces por semana para completar una larga entrevista que daría forma a este libro testimonial sobre su pelea con el expresidente. Y justo dos días antes de la cuarentena, por iniciativa de Mauricio, se reunieron. 


Se acerca una moza y le pido un tostado y un café con leche. Él dice: “Ya estoy bien”, le sonríe atento y no pide nada. Parece contento de verme. Prendo el grabador del celular, lo dejo sobre la mesa vacía y le apunto con el micrófono. Él lo endereza apenas y se lo acerca un poco más, como si quisiera asegurarse de que una ráfaga de viento no se lleve lo que está a punto de decir. Empieza a hablar y yo lo interrumpo pidiendo detalles. Retoma y lo vuelvo a interrumpir. Quiero clima, quiero diálogo, quiero horarios, direcciones, quiero todo. Vamos y venimos. Mariano cuenta, yo lo interrumpo, Mariano vuelve a empezar.

Hasta que sucede algo que me deja mudo. Mariano empieza a hablarle a Mauricio. Lentamente, en un ligero crescendo, con la voz firme, con enojo apenas contenido. 

Mauricio, ¿vos me estás jodiendo? No te importó la salud del viejo, la angustia que el viejo vivió. ¿Te das cuenta, Mauricio? Tampoco te importó la enfermedad de mi hija. Tuve que acudir a mi primo Ángelo a pedirle plata porque el médico oncólogo del Fundaleu que me traía la droga de afuera me cobraba una fortuna y ustedes me dieron vuelta la cara, me habían cortado el grifo, me habían dejado totalmente seco. No logré siquiera que reaccionaran frente al episodio de cáncer de mi hija y tuve que recurrir a mi primo, que fue el que me ayudó. ¿Te das cuenta? Vos te fuiste en todo este proyecto tuyo de poder cuando para mí el proyecto era velar por el crecimiento de la gente y evitar que la empresa se fagocitara a la familia. Vos y yo somos de dos galaxias distintas.

Parece poseído, enajenado, la mirada fija en el celular como si le habla-ra a un fantasma que no lo deja en paz. Un recitado cadencioso y gutural, haciendo caer palabras como piedras, pausando para que aturdan. Cuando apago el grabador cuarenta minutos después lo veo respirar aliviado, liviano. Entonces entiendo.

Haberle dicho a su hermano en la cara la tarde anterior lo que pensaba de él no le sirvió de mucho. Es como si le hubiese hablado a una sábana. Para conjurar su fantasma, debe repetirlo delante de un periodista, palabra por palabra, y hacer que todo el mundo se entere. No importa que ese mundo, ese día, se esté cayendo a pedazos. 

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Este libro cuenta, a partir de un relato autobiográfico de Mariano Macri, cómo se fue generando un abismo entre él y Mauricio por profundas diferencias de visiones, principios y posturas éticas. Después de décadas de compartir, o más bien de competir, con Mauricio por la herencia y el legado de su padre, Mariano, el quinto hijo de Franco, habla por primera vez y revela el lado oscuro de su hermano mayor, con un nivel de precisión y detalle que ni los peores enemigos del expresidente llegaron a imaginar.

Entre otras historias jamás contadas, Mariano habla del millonario préstamo de un banco brasileño que jaquea al grupo Macri, y el fallido plan para evitar pagarlo a través de una venta simulada de la empresa insigne del grupo, Sideco, a un banco austríaco que, a su vez, escondería el dinero en fundaciones creadas con ese propósito en el paraíso fiscal de Luxemburgo. También, con el mismo propósito de esconder sus activos, cuenta Mariano, el holding familiar Socma se habría ido vaciando en los últimos años mediante un esquema de autopréstamos a empresas del grupo. Además, para sortear la apariencia de conflictos de interés, desde que Mauricio ingresó en la función pública el grupo fue tercerizando algunos de sus negocios en testaferros y socios ocultos, por ejemplo, en el caso de los Parques Eólicos y Autopistas del Sol o McAir-Avianca, maniobras sobre las que Mariano aporta información que confirmaría lo revelado por el periodismo y avanza más allá de lo conocido hasta ahora.

Cuenta Mariano que su hermano mayor habría amasado una fortuna haciendo negocios desde las empresas de su padre, la presidencia de Boca, la jefatura del gobierno porteño y la presidencia de la nación. Brinda detalles exclusivos y hasta ahora desconocidos de la sociedad con OCA y el gremio de camioneros, conducido por Hugo Moyano, para explotar el Correo Argentino después de su expropiación por parte del gobierno de Néstor Kirchner, a través de una triangulación negociada con el exsecretario de Comercio Guillermo Moreno. Más aún, Mariano explica de qué modo los fondos negros originados en esta maniobra pudieron terminar en cuentas offshore a nombre suyo y de su otro hermano, Gianfranco —a quien describe como el principal testaferro de Mauricio, junto con Nicky Caputo y el fallecido Jorge Blanco Villegas—, en un banco de Bélgica. Durante la cobertura de los Paradise Papers se había conocido la existencia de esos fondos, pero hasta ahora nada se había dicho acerca de su origen. Mariano también cuenta por qué sospecha, o más bien está convencido, que Macri estafó a su padre y al grupo con la venta inflada de acciones de Sevel, la venta del proyecto Lincoln West a Donald Trump y una inversión descontrolada y no autorizada en el Banco Extrader.

Según Mariano, por frenar en la justicia la presunta venta simulada al banco austríaco —que él no duda en describir como un fraude—, Mauricio le espetó en la cara que ya no recibiría el ingreso que regularmente percibía como dueño del 20 por ciento del paquete accionario del grupo, aunque el entonces jefe de gobierno porteño no mantenía ningún vínculo formal con el holding.

El testimonio de Mariano Macri es mucho más que una denuncia. Es la historia íntima de una empresa de familia, o de una familia que funciona como empresa. Es el retrato de un hombre obsesionado con el dinero y el poder, que siguió digitando y manejando los destinos de un grupo empresarial desde el sillón de Rivadavia, en completa contradicción con su promesa de colocar su patrimonio en un fondo ciego y olvidarse de él mientras ejercía la máxima magistratura. Un presidente que no tuvo empacho en involucrar a sus propios hijos en sus manejos dentro del grupo exponiéndolos al accionar de la justicia al legarles sus acciones y luego ordenarles que votasen a favor de la venta simulada al banco austríaco.

En estas páginas, encontrarán que el menor de los varones Macri habla de los grandes negocios de su padre, de su hermano y de él mismo con una crudeza inusual entre empresarios de primer nivel. Detalla, sobre todo, dos de las historias menos conocidas del grupo: el desembarco en Brasil primero y, luego, en China. En ambos casos, Mariano tuvo un rol protagónico mientras Mauricio, al amparo de la política, movió sus piezas para desactivar y vaciar de poder a su padre, a quien había transformado en su enemigo íntimo. 

Para explicar la dinámica familiar que viene desde su niñez, Mariano revela detalles desconocidos de sus padres, Franco y Alicia; sus hermanos Mauricio, Gianfranco, Sandra, Alejandra y Florencia; su tío Jorge y sus sobrinos Agustina, Jimena, Caíco y Antonia, los hijos del expresidente. Detalla reuniones que terminaron en insultos y amenazas en la residencia de Franco de la calle Eduardo Costa 3030, Palermo Chico, un gran bloque blanco de tres pisos rodeado de árboles con enormes ventanas y garaje para cuatro autos en la zona más exclusiva de Buenos Aires. Mariano cuenta también cómo fueron sus reuniones cara a cara con Mauricio en las que terminó de entender el abismo que los separaba, y anécdotas familiares como la de Nuria Quintela, la mujer de Franco, contándole a Franco que Isabel Menditeguy, entonces mujer de Mauricio, había bajado información de la laptop de Mauricio sobre los pases de jugadores de Boca para negociar un acuerdo de divorcio de ocho millones de dólares, entre otras historias del clan que sirven para entender el origen del conflicto y cómo se llegó a la ruptura. Mariano dice que rompe el silencio por tres razones.

Primero, por su salud mental. Lleva trece años de enfrentamientos con Mauricio en reclamo de que le pague un precio justo por su parte del paquete accionario y lo deje seguir su vida personal y empresarial de manera independiente. En su relato, describe cómo durante todos estos años el mayor lo ha sometido a toda clase de humillaciones, ninguneos y falsas promesas. Dice que necesita sacarse el peso de encima acompañando sus acciones en la justicia con un testimonio para que sus hijos, sobrinos y descendientes conozcan la verdad, o por lo menos conozcan la contracara del falso relato de Mauricio, donde él se vende como un santo al servicio del país, que poco y nada tiene que ver con el grupo económico que en realidad maneja con mano de hierro, aprovechándose de su íntima relación con la primera línea del management, que le responde de manera incondicional.

Segundo, para romper el mito de que su padre, el legendario empre-sario Franco Macri, era un mafioso menemista que vivió toda su vida de aprietes y negociados con el Estado. Mariano está convencido de que esta es una historia inventada por Mauricio y por quienes lo asesoran en marketing político, en particular, para congraciarse con Lilita Carrió y generar una narrativa que lo hiciera más digerible para la lideresa de la Coalición Cívica. A Mariano le duele y le enoja que Mauricio le eche todas las culpas a quien él considera un gran hombre, alguien que se jugó la vida por el desarrollo de Argentina y América Latina generando empleo y crecimiento con transparencia y visión estratégica, asumiendo grandes riesgos. Un hombre a quien Mariano describe como duro, austero, de “hacer” en vez de “ser”. Mientras Mauricio, para su hermano menor, es todo lo contrario a su padre: un ser opaco, egoísta, avaro y falso.

Tercero, Mariano siente que el mismo abuso y maltrato que él recibió de Mauricio a nivel familiar el pueblo argentino lo sufrió a nivel político. La misma desilusión, la misma estafa. Para Mariano, Mauricio es un ídolo con pies de barro. Y él, que lo conoce mejor que nadie, siente la obligación ética, el deber social y el imperativo moral de desenmascararlo.

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Conocí a Mariano hace más de treinta años. Antes de entrevistarlo para este libro, lo había visto unas pocas veces a lo largo de ese tiempo. No éramos amigos, pero existía un vínculo de confianza porque es amigo de mi hermano Matías. Se conocieron en Washington cuando ambos estudiaban allá, y yo lo conocí en esa ciudad durante el casamiento de Matías a fines de la década del 80. En ese entonces yo vivía en Los Ángeles y trabajaba en el diario Los Angeles Times. Cuando me mudé a Washington algunos años después para sumarme a The Washington Post, Mariano y Matías ya se habían ido a la Argentina, pero heredé algunos de sus amigos. Al poco tiempo, Matías se separó, se volvió a casar y se fue a vivir a Chile. Pero se siguió viendo con Mariano: todos los años venía a pasar las fiestas a Buenos Aires y siempre o casi siempre se encontraba con él. Alguna vez lo llevó a casa de mamá y Mariano también conoció, en alguna ocasión, a mis hermanos María e Ignacio. También visitó a Matías en Chile varias veces. 

Yo me lo crucé en un par de ocasiones. Le tenía cariño por saberlo un buen amigo de mi hermano, pero el mundo Macri de séquitos y obsecuentes me causaba cierto rechazo y siempre mantuve mi distancia. En la secundaria había sido compañero de Gianfranco, el hermano de Mariano y Mauricio, y no nos habíamos llevado bien: en cuarto y quinto año él llegaba al colegio San Martín de Tours montado en una moto Kawasaki 1000 y, antes de bajarse, la aceleraba durante minutos interminables haciendo un ruido infernal, a propósito, hasta que todo el barrio se percatara de su presencia. A Mauricio nunca lo conocí.

 Volví a saber de Mariano a fines de 2019, cuando un amigo de Washington me incorporó a su grupo de chat. Yo venía de publicar en mi portal Medioextremo.com un artículo sobre el derrocamiento de Evo Morales en Bolivia, en el que argumentaba que no había caído por un golpe militar, sino por una insurrección popular. Alguien del grupo me felicitó y yo, sin pensarlo, contesté: “Gracias. Ya me mandaron varias fotos de Videla y Hitler. Extraño un poco cuando me puteaba la derecha por destapar los chanchullos de Macri y Cía. con los Panamá Papers. Eran más finos: solo me decían ‘choriplanero K’”. 

Recuerdo que, unos segundos después de mandar el mensaje, me invadió una sensación de malestar. ¿Y si Mariano estaba en el grupo? Me fijé y, efectivamente, Mariano estaba en el grupo. No solo eso, estaba escribiendo. Contestó: “Hola, Santi, ¿cómo andás, tanto tiempo? Los chanchullos que en el ejercicio de su profesión encuentres del señor presidente serán una cuestión entre él y vos o la sociedad argentina a la que te interesa que rinda cuentas. En nada me atañen a mí y nada tengo que aportar en su defensa. Distinto es si hicieran referencia a mi viejo, alguien que dejó todo en la cancha desde su pura esencia de hacedor. Bacione, caro”. 

Enseguida llamé a Matías para pedirle perdón. El grupo era más de él que mío y Mariano era su amigo. “No te preocupes, Mariano odia a Mauricio”, me contestó. Pero sí, me preocupé, al punto que colgué y me bajé del grupo. Matías y un par más me escribieron para que volviera, pero me parecía injusto con Mariano: había pocas personas con las cuales se podía sentir como uno más, con su bajo perfil, y muchas estaban en ese grupo de chat. Yo, además de no ser su amigo, era periodista. Pensé que mi permanencia lo iba a poner incómodo. Le pedí a Matías que se lo explicara y me borré.

Al mes siguiente, en la semana entre Navidad y Año Nuevo, me llamó Matías desde la casa de mamá: “Hola, Santi, tengo noticias”, fue lo primero que me dijo. Mariano quería hablar conmigo. Mariano quería contarme todo. Matías estaba feliz y yo apenas podía contener mi emoción. Faltaba mucho todavía para este libro, pero la semilla había sido plantada. Nos reunimos con Mariano, me empezó a contar y no tardamos en ponernos de acuerdo. 

Fueron dos reuniones —la primera en un Café Martínez, la segunda en mi departamento de San Telmo— de unas tres horas cada una. Quedamos en que yo le iba a preguntar lo que quisiera e iba a ser dueño del material, y que nuestra relación iba a ser de entrevistador y entrevistado. Quedamos, también, en que no haría nada si no me interesaba lo que decía o si sentía que no decía la verdad, pero, si avanzábamos pasado cierto punto, si revelaba información comprometedora, tenía que publicarla sí o sí, porque si no yo podía quedar expuesto como un extorsionador que había negociado su silencio. En ese aspecto Mariano fue muy generoso, ya que me invitó a apurar el proyecto para que, en caso de que llegara a un acuerdo económico con su hermano y ese acuerdo incluyera una cláusula de confidencialidad hacia adelante, no pudiera anular ni silenciar información que ya no estaba en sus manos, sino en las mías. 

Después de esas dos reuniones iniciales, empezamos a grabar. Más de diecisiete horas en nueve encuentros en mi departamento, en la casa de mi compañera Valeria Canale en Villa Urquiza, y en lugares públicos de la capital y la provincia de Buenos Aires. Cuando le pregunté por qué me había elegido, me dijo: “Porque te conozco y conozco a tu familia”. Matías me dijo que a él le parece que a Mariano le debe haber gustado cómo me había manejado con él al borrarme del chat después de mi furcio.

Lo que sigue es lo que Mariano quiso contar y lo que yo quise preguntarle después de haber escrito un libro sobre los Panamá Papers junto con Tomás Lukin, ArgenPapers, que tiene a Mauricio Macri como gran protagonista, y durante y después de leer gran parte de lo que se ha escrito acerca de los Macri, sobre todo la biografía El Pibe, de Gabriela Cerruti. También, Macri, de Laura Di Marco; los libros de Franco Macri; los artículos del portal Nuestras Voces, que dirige Cerruti, y su Big Macri; La Dinastía, de Ana Alé; Radiografía de la corrupción Pro, de Ignacio Damiani y Julián Maradeo, y Macristocracia, de Fernando Cibeira. También entrevisté a fuentes del sector político, financiero, postal y deportivo, para sumar datos que ayudasen a entender y completasen la descripción que hace el hermano del expresidente. Esa información aclaratoria y suplementaria precede cada capítulo en letra itálica.

Con las palabras directas de Mariano, con su ironía, con su sensibilidad, con sus sincericidios de niño bien, este, más que un testimonio, es el reclamo de la Argentina avasallada y saqueada por Mauricio Macri.