Quiero la mitad del recorrido de la bala que los asesinó, que el cañón con que violaron a Cristina se quede a mitad de camino, que la trompada no llegue a destino, que la dejen amamantar a su hijo un poco más, para que esa ternura tape el olor a carne quemada que percibo cuando entro a Capucha o Capuchita. Quiero exactamente la mitad de todo lo que padecieron. Es decir que de tanto conmutar padecimientos al fin me los devuelvan con vida.
Quiero al nieto de mi madre, a mi sobrino nacido en cautiverio, ese que por razones inconmutables nunca pudimos abrazar. Sí, quiero a mi hermana y a mi padre, los quiero aquí de nuevo como hace cuarenta años. ¿No les parece justo?
Un dos por uno que retire ese océano de llanto que nos ahogó día a día en la desesperada espera. ¡Quiero ahora mismo la mitad de mi dolor, de mis temores, de mi exilio! ¿No pueden? ¿Cómo que no pueden? ¿Acaso no son capaces de torcer nuestra memoria? ¿De pretender que un asesino ya no lo es más porque se puso viejo? ¿Los devuelven a casa? Muy bien: ¿Dónde están mis amigos? ¿Dónde están nuestros hijos, nuestros padres y hermanos?
Les recuerdo una cosa:
Todavía cantamos. Todavía pedimos. Todavía soñamos.
¡Todavía esperamos!