Le digo que pasaron casi 20 años de Ramallo y me pregunta de qué estoy hablando. Tiene 25 años. La última generación no sabe cómo fueron los acuerdos político-policiales que hicieron de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, la Bonaerense, para sintetizar aquello de La Maldita Policía, Cabezas y “la mejor policía del mundo”. Tal vez, sepan más de la policía de Camps, porque hubo y hay una militancia por los desaparecidos, por la restitución de lxs hijxs, por los derechos humanos, por la memoria. Pero la memoria requiere de un ejercicio para relatar aquello que las actuales generaciones de jóvenes no presenciaron. 

No saben qué pasó en Ramallo ni que lo que haya pasado fue obra de la autonomía policial y su poder de negociación con el poder político del mundo. No saben. Sólo conocen a la actual Bonaerense. La sufren. Sufren una foto instantánea. Hoy, en una escuela en Berisso, en Banfield, en Lomas de Zamora, en San Martín. Saben por la participación directa en el asesinato de Araceli Fulles, en los ataques a las militantes del Encuentro Nacional de Mujeres en Mar del Plata. Lo saben en la violencia contra los piquetes. O la zona liberada en el barrio El Martillo en Mar del Plata.

Ramallo es la misma foto que ven ahora, la misma Bonaerense, pero hace 18 años. Capaz de sumar acuerdos políticos en la cúpula para obtener o mantener su poder; admitir y liberar zonas a bandas policiales con su negocio del asalto pyme, sostener su base cotidiana de peajes a los piratas del asfalto, los narcos, la trata y la explotación sexual. Pero hay una diferencia. La violencia policial y de la Bonaerense en particular hoy es una demostración de fuerza, busca ser visible, busca mostrar su violencia, busca atemorizar. Ramallo es una foto que la Bonaerense no quiere mostrar. Porque es el fantasma de lo que esta violencia actual mantiene latente. Ramallo es lo que la violencia de la Bonaerense puede llegar a hacer descontrolada de poder.

El 16 de septiembre de 1999, una banda asaltó la sucursal del Banco Nación en Villa Ramallo poco antes de que abriera sus puertas al público. Tres asaltantes entraron aprovechando la entrada de un correo y quedaron encerrados en el lugar, tomaron tres rehenes, el gerente de la sucursal, Carlos Chaves, su esposa, Flora Lacave, y el contador del banco, Carlos Santillán. Los tres asaltantes, Javier Hernández, Carlos Martínez y Tito Saldaña.

La toma de rehenes empezó antes de las 10 de la mañana y terminó alrededor de las 5 del día siguiente, de la peor manera. El final, a la madrugada del 17, tomó forma con la salida intempestiva del auto del gerente en el que escapaban los tres asaltantes cubiertos con los tres rehenes. Al menos un centenar de policías los fusilaron. Murieron el gerente Cháves, el contador Santillán, el asaltante Hernández. Flora Lacave, herida en una mano, fue arrancada del auto tironeada del cabello y no la mataron porque al uniformado que la sacó del interior lo detuvieron con un grito. Martínez salió con un brazo partido por las balas. Sobrevivió, fue condenado y se mató en una moto cuando ya empezaba a salir en libertad. Saldaña salió completamente ileso. Sobrevivió unas horas. Lo encerraron en una celda de la comisaría de Villa Ramallo y lo ayudaron a suicidarse dandole un golpe en la cabeza que lo adormeció (los peritos estudiosos lo conocen como anestesia de Brouardel) para ahorcarlo y colgarlo como si hubiera podido hacerlo por su cuenta.

La masacre de Villa Ramallo terminó con la Bonaerense buscando tapar su incapacidad cuando la impunidad se desata como un elefante en un bazar, y el poder político desesperado por despegarse de semejante chicle de plomo pegado en la cabeza. La Justicia hizo lo suyo: logró la condena de Carlos Martínez; y la de otros integrantes de la banda que no habían entrado al banco pero que participaron de uno u otro modo en los preparativos. Pero no avanzó a fondo. Entre los condenados de la banda destaca el que era el cabo primero del polémico Comando de Patrullas de San Nicolás, Aldo Cabral, la pata policial visible en la banda, condenado a 17 años, en lugar de los 25 que pidió el fiscal Eric Warr. Cabral conocía los movimientos policiales. Entregó el handy Yaeschu modulado con la frecuencia policial VHF 159.455, a través del que se dieron garantías a los asaltantes para que se fugaran a través de un corredor supuestamente libre de riesgos policiales. Cabral diseñó el mapa del banco. Hallaron una copia en su casa.

Pero además hubo un juicio a los policías que dispararon desde el corredor que se había dispuesto para que saliera el auto. Siete condenados por disparar y matar o herir. De ellos, destaca Oscar Parodi, suboficial principal del mismo Comando de Patrullas de San Nicolás, o sea, compañero de Cabral. Recibió 20 años. Su caso es paradójico. Una bala de su FAL dio muerte a Chaves. Pero al ser detenido dijo que él no había disparado. En una segunda declaración se autoinculpó. Pero antes del juicio pidió protección y sostuvo que un superior suyo había disparado. Es probable. La relación entre Cabral y Parodi, es innegable, pero ambos cayeron en causas separadas. Uno porque participó directamente en la banda. El otro, como si hubiera sido parte del centenar de policías autoconvocados que no tenían otra orden que la incitación a meter bala a la delincuencia, convocada por Carlos Ruckauf unos meses antes, en plena campaña electoral para rasguñar votos duros del otrora candidato de la mano dura y luego condenado como represor, Luis Patti.

Los agujeros negros de Ramallo muestran en claroscuro lo que se buscó tapar.

Se sabe que la banda se comunicaba con el handy con modulación policial. El handy desapareció. Se comunicaba con un punto a punto con un handy policial del Comando Patrullas. Desde ese extremo exterior le fueron indicando a Saldaña (que conocía a los policías) la posibilidad de escapar saliendo del banco hacia la izquierda. Saldaña decidió salir con los rehenes. ¿Por qué con los rehenes si tenía garantizada la salida? Saldaña no debe haber creído del todo la garantía, pero nunca debía haber sentido capaz a la Bonaerense de disparar contra rehenes. Se equivocó. 

Un francotirador policial vigilaba la puerta y avisó que salía el auto con los rehenes. El aviso del francotirador se superponía con órdenes de diferentes comandos y jurisdicciones. Propio del desorden de la Bonaerense.

Los autoconvocados se desplegaron alrededor del pasillo que armaba la calle. Hacia la derecha el auto no podría salir, la calle estaba bloqueada por la policía. Allí estaba ubicado Parodi o, al menos, su FAL. Y fue el primero en disparar pese a la advertencia. ¿Por qué disparó primero y sin orden? No se sabe, pero se puede presumir que sabía que su disparo motivaría a la respuesta que desataría el vendaval de balas. Saldaña vació su cargador. A Saldaña le respondió el centenar de policías. ¿Por qué el patrullero de Cabral estaba ubicado fuera del lugar establecido, a una cuadra de donde terminó el auto que llevaba a los rehenes? Este cronista y el reportero gráfico de este diario Jorge Larrosa se toparon con el patrullero apenas concluidos los disparos, lo que quedó graficado en una imagen en la que aparecen Cabral y otro policía que no pudo ser incorporado a la causa. Hacia ese patrullero llegó corriendo el cabo Alberto Castillo, del mismo comando, también fotografiado en su carrera. La tarea de Castillo fue la de recoger del auto del gerente un bolso (el de Flora Lacave) en el que estaba guardado el handy y un arma larga. El handy y el arma nunca aparecieron. Castillo también fue fotografiado corriendo con el bolso hacia el patrullero apenas terminó el tiroteo. Ambas fotos fueron tapa de PáginaI12. Tras la identificación de la foto y el reconocimiento del bolso por Lacave, Castillo fue detenido. Cuando lo liberaron fue recibido como un héroe (bajo proceso). Como Saldaña, terminó muerto. 

Del eslabón que conocía los lazos policiales, Saldaña, curiosamente la Justicia no se ocupó. No investigó su muerte habiendo ocurrido en una comisaría, no cualquiera, sino la más vigilada del país en ese momento. Ocho años después aceptó a regañadientes que lo habían matado. Quién lo trasladó a la comisaría fue Cabral. Se conocían, claro. Saldaña se había quedado sin rehenes. Sabía de lo que eran capaces y sabía que conocía sus nombres. Cabral, también. No era el único. Es imposible que un cabo primero, solo, mueva un patrullero, se instale en un lugar no ordenado durante un operativo, reciba un bolso tomado del baúl del auto de los rehenes. Que su compañero, Parodi, o su FAL, sea el primero en disparar a matar, y que su otro compañero, Castillo, corra a buscar el bolso. Los tres conocían a Saldaña y ninguno quería aparecer mencionado. La sospecha es que no eran ellos tres solos.

El jefe de la comisaría de Ramallo donde mataron a Saldaña fue llamado a La Plata para tratar sobre la crisis de la toma de rehenes. Durante su ausencia, tuvo lugar la performance sobre el detenido que debía ser el más custodiado del país. Y lo estaba, pero solo que por sus compañeros de banda. Nada de eso se investigó. Y es llamativo el interés de la Bonaerense por plantar casualidades en el caso. 

En las sucesivas tomas de rehenes post Ramallo, los asaltantes reclamaban cámaras y más de una vez se los escuchó advertir: “¡No quiero que esto termine como Ramallo!”

Hoy, se incita a meter bala desde el discurso del presidente Macri y la gobernadora Vidal, y la Bonaerense (también otras policías) responde con sus atropellos. Sigue con sus negocios, sigue con su tremendo desorden elefantiásico. Sigue presente el fantasma de Ramallo.