Multitudes se conmueven ante la muy eficaz 1985: un opaco fiscal deviene héroe de la nación. Se atreve a juzgar a las juntas responsables del terrorismo de Estado. Escena emblemática de la democracia argentina, es su punto institucional más alto, el que produce la diferencia con otros países; pero a la vez la narración produce un desplazamiento de la fuerza que había producido esa diferencia: la fuerza loca, absoluta, singular, de las Madres de Plaza de Mayo, la osadía de les sobrevivientes, las militancias que volvían a recoger un legado antes que a contar el destino de las víctimas. Por esos años, Hebe discutía el Nunca Más porque no enseñaba a luchar con tanta narración de torturas y escarmientos; el presidente impulsaba dignamente los juicios mientras dejaba intocados a los beneficiarios económicos de los campos; el incómodo Fogwill nos recordaba que el show del horror bien podía ocultar la persistencia social, cultural, del proceso militar.
Los noventa fueron profundización neoliberal y estallidos rebeldes, pero no pocas veces nos preguntamos qué significaba la democracia si un gobierno electo por el voto popular podía actuar invirtiendo enteramente el signo de las acciones prometidas. Un diciembre furioso, en 2001, hizo estallar esos pactos y no generó pocos miedos en las clases dominantes. 2003 fue el comienzo de otra historia: la recuperación de la capacidad de un gobierno de intervenir y hacer, de trastocar y modificar, de inserir sobre el orden de lo dado. Con límites, balbuceos, presiones, negociaciones. Pero hubo ampliación de derechos, reparaciones, distribución de ingresos y no pocas osadías. Después de la derrota parlamentaria del intento de aumentar las retenciones a las exportaciones agropecuarias, Cristina intentó, sin éxito, dos reformas: la que regulaba la concentración mediática -logrando una ley cuyo trámite implicó una profunda conversación pública al respecto- y la no realizada reforma judicial. Si la primera no tuvo éxito fue porque hecha la ley, nacida la cautelar: jueces de todo el país, al servicio de los poderes concentrados, fueron impidiendo su aplicación.
La familia judicial es famiglia, pactos de sangre y empatías diversas. No perdona fácil. Se identifica, mayoritariamente, con quienes tienen poder. Togados, entongados. Fueron los grupos de tareas del gobierno macrista, persiguiendo ex funcionarios, encarcelándolos, mientras los medios concentrados ponían a disposición del gran público el melodrama de la corrupción, y constitucionalistas armaban los argumentos para darle un aire de seriedad. Así vimos crear la equivalencia entre el juicio por vialidad y el juicio a las juntas, con el ideologema: Nunca más a la corrupción. El desplazamiento fue poderoso y grave, porque si por un lado venía a interrumpir el esfuerzo por vincular el nunca más al terrorismo de Estado con la lenta pero necesaria revisión de sus dimensiones sociales y económicas -interrumpiendo la idea de justicia-; por otro, colocaba a la serie de los fiscales bajo el efecto halo de uno de sus escasos momentos memorables, y hacía de la justicia un efecto del aparato judicial.
Vimos en estos días la comparsa de esos entongados. Sus viajecitos a Lago Escondido, sus financistas, los chistes. En ese chat todos los hilos se enredan pero no dejan de tejer una figura clara: están en juego el desalojo a las tierras recuperadas por comunidades mapuches -hacen chistes sobre matar un mapuche-, la persecusión a quienes no pactan -imaginan la detención y tortura, el hacer cagar, al jefe de la policía aeroportuaria-, la servidumbre al poder concentrado y a su jefe clarinesco; las relaciones opacas con el sistema de medios y el aparato político -¿cuántos de nuestrxs representantes podrán decir hoy: no somos mascotas de Magnetto?-. Agrego, están en juego, también, la discusión sobre los potenciar trabajo y la ilegitimidad de la deuda externa, porque esta serie de señores de negro vienen para garantizar que nada equilibre y atenúe la lógica de la explotación máxima.
Vimos la comparsa, los leímos. Pero también ayer escuchamos una sentencia sin fundamentos, que condena y proscribe a Cristina. Como la bala que no salió, es a ella pero no solo a ella. Es proscribir a la política en su dimensión de agencia transformadora, en su capacidad de abrir horizontes, de generar igualdad. Es condenar nuestra memoria de los años en que la política si tuvo esa posibilidad. Es intentar borrarla. Condenar a Cristina es condenarnos a nosotrxs, a todxs, a la impotencia, convertirnos en espectadores de su circense acumulación. Es poner a quienes ejercen la función pública bajo la amenaza de próximas sanciones y persecusiones y a nosotrxs, las personas de a pie, bajo la amenaza de muerte. Porque lo que se activa aquí es reponer esa amenaza bajo la forma del lawfare. Como si alguien dijera proceda y un cuadro destituido se colocara de nuevo en la pared, pero ese rostro ya no fuera el del militar juzgado, sino el del fiscal suicida.
El proceso hoy tiene su cría. Porque lo que tiene es una coalición de garantes de la preservación de las transformaciones sociales que se amasaron en las catacumbas. A Cristina no la asesinaron en los setenta, como a tantxs compañerxs suyos, pero le vienen a recordar ahora que la empresa criminal sigue vigente. Se lo recuerdan a ella y a cada unx de nosotrxs. ¿Seremos capaces de desoír nuestro destino de mascotas?