Faltaban apenas unos minutos para las tres de la tarde, Carmen se acuerda bien porque tres en punto llegaban los guardavidas. Era un día de enero de calor agobiante y pesado en Villa Gesell, así que decidió meter los pies en el mar, asegurándose de que el agua que no le llegara ni a las rodillas. Estaba mirando hacia la orilla cuando la ola la tiró. Intentó levantarse, pero vino la segunda. El agua la arrastró hasta otro balneario mientras ella daba manotazos y tragaba agua. La sacaron dos chicos que estaban barrenando. Casi veinte años después, a la orilla del Paraná, Carmen se abrazaba con su familia, su profesor de natación y sus compañeras después de haber terminado su primera competición en aguas abiertas.

“De chica le tenía respeto al agua, pero no le tenía miedo”, dice Carmen Silva hoy, a sus 65 años. Durante su infancia en Paraná, Entre Ríos, se animaba a meterse al río con sus primos, pero empezó a hacerse “más enemiga que amiga del agua” a los nueve años, en una colonia de verano. “En esa época, para enseñarte te llevaban a la parte honda de la pileta con un palo súper largo. Vos te agarrabas de un extremo y el otro lo tenía el profesor afuera de la pileta. Yo siempre fui muy alta y pasó otro profesor que dijo ‘esa está muy grande para el palo, sacáselo’. Me fui para abajo. Uno se tiró y me sacaron agarrándome de los pelos. Muy pedagógico”, ironiza.

Las malas experiencias acuáticas siguieron en la adolescencia. Un pariente lejano quiso hacerse el gracioso y la empujó a una pileta cuando ella estaba sentada en el borde. Todos los que vieron la escena se rieron.

“Esa fue la experiencia que más me marcó para no querer aprender. Viste que sos adolescente y te sentís peor -admite en diálogo con este medio-. A partir de ese episodio, si yo me metía al agua tenía que ser con alguien al lado, no podía estar sola. Mi hermano tenía una quinta con pileta y, si íbamos, me metía procurando que no me traspasara la cintura o usando una de esas gomas negras gigantes. Después de lo que pasó en la playa, sentí que el agua estaba prohibida para mí”.

Pero eso tuvo que cambiar en 2008 después de una serie de problemas de salud que incluían un diagnóstico de apnea severa y una operación en la rodilla, entre otras. El consejo de les médiques era siempre el mismo: “Tenés que empezar natación”.

En Zambullidas o la educación acuática (Milena Caserola) Rocío Cortina describe, a través de un yo ficcionado que se basa en su experiencia personal, el proceso de aprender a nadar en la adultez (y pandemia mediante): qué aportan los diferentes profesores o compañeres que pasan por la pileta, cómo controlar la respiración o, el desafío para muches, meter la cabeza debajo del agua.

“Yo pagaba para caminar en la pileta. Iba hasta la línea roja (que marca el inicio de la parte honda) pegada a la pared y volvía. Además iba a la una de la tarde, no había nadie. Y llegó un momento en el que me aburrí de caminar una hora”, cuenta Carmen. Antes, probó dos clases de yoga acuático. También se aburrió. Pero había una profesora en ese natatorio que empezó a darle opciones, como usar la tabla flotante, y así empezar a aprender.

El aprendizaje de niñes y adultes en la pileta es muy distinto. Según Federico Vega, profesor de natación, en la infancia “tal vez sea un poquito más sencillo porque, por más que vengan con miedo o inseguridades, que por lo general les transmiten los padres, poco a poco van mejorando y esos miedos van desapareciendo”.

“Los adultos, la mayoría de las veces, vienen autobligándose, porque ven a un amigo o familiar que se mete en una pileta y ellos se quedan sentados en el borde -dice el docente a Página|12-. Hay algunos a los que les cuesta horrores y no pueden meter la cabeza abajo del agua. Nosotros los acompañamos de cerca, no los dejamos solos, los agarramos de las manos y los llevamos, los hacemos recoger algún objeto abajo del agua. Es un proceso más largo que con los niños porque ellos vienen arrastrando miedos desde hace años. Puede que pasen meses hasta que aprendan una técnica, pero cuando les sale una, la felicidad es enorme y lo festejan igual que los chicos”.

A Carmen esa primera profesora le fue dando confianza. La llevaba de las manos mientras ella iba en "modo perrito", le enseñó a girar la cabeza a ambos lados para respirar y con los flota-flota largos la animó a ir algunas veces a la parte honda de la pileta. “De a poco me fue llevando, sin que me diera cuenta. Y fui tomando más confianza”, recuerda. Con el tiempo, cambió de natatorio, también de docente, y empezó a ir con más frecuencia a las clases porque "si iba una vez por semana era como arrancar casi de cero”.

En 2019, su profesor de ese momento, Nicolás, le propuso a la clase participar en un circuito de natación de aguas abiertas que se haría en San Pedro, provincia de Buenos Aires. “Me dijo ‘yo creo que vos estás para hacerlo’. Primero le contesté que no, que ni loca. Al final dije que sí, pero que si a último momento decidía que no, no iba. Él me decía que estaba bien y que no tuviera miedo, que él iba a nadar al lado mío. Y fue verdad: Nico estuvo al lado mío siempre”, cuenta.

La preparación incluyó exámenes médicos, practicar nado de forma continua siguiendo el perímetro de la pileta y hacerlo con la cabeza fuera del agua para que pudieran ubicarse durante el trayecto en el río.

“Cuando te das vuelta para preguntarte qué estás haciendo acá ves que se viene todo el aluvión de la salida”, se ríe. Carmen nadó 3 kilómetros en 44 minutos y salió sexta en su categoría. “Salí del agua y me estaban esperando mi marido y mis compañeras. Ahí me puse a llorar de la emoción porque no lo podía creer. La satisfacción fue doble porque pude hacerlo y porque sentía que podía seguir”, afirma.

Hoy, Carmen va a clases tres veces por semana y “no lo cambio por nada”. Lleva hasta sus propias patas de rana y manoplas y un bolso en el que guarda, entre otras cosas, un pequeño arsenal de productos para la ducha, dos esponjas, gel de árnica y candados extra para los lockers del vestuario para prestar si alguien se olvida.

Recién hace dos veranos pudo volver a Gesell, “a enfrentarme con mi fantasma”, dice, y se metió al agua. Pero Carmen asegura que todavía tiene desafíos por delante, como mejorar la patada y mariposa, el estilo que más le gusta. “Hace veinte años yo ni soñando pensaba que iba a aprender a nadar porque creía que no era para mí. ¡Hoy encima me exijo! Para mí lo más importante es la superación propia. Y perderle el miedo, sobre todo”.