“La voz de intelecto es leve,

                                                           más no descansa hasta ser escuchada”.

                                                                                                      Sigmund Freud

                                                                          “Sin nosotros, no somos nada”.

                                                                                                  Horacio González


El refrán que dice que “a cada chancho le llega su San Martín” no se cumple rigurosamente, pues no siempre los malvados reciben su merecido. Aunque Don Quijote enfatizó aquella expectativa, recordamos que su percepción desentonaba con los hechos. Tampoco me sumo, por incredulidad personal, a la espera del juicio final. Los tiempos que exige ese tribunal exceden lo que admite mi mente terrenal, y la idea de que la humanidad sea juzgada por sus actos es demasiado intensa para los límites de mis ilusiones.

En todo caso, por vocación freudiana, creo --aunque no sea del todo acertado un verbo con trazos místicos-- en el juicio de existencia. La hipótesis es sencilla: se trata de una función psíquica que nos permite establecer si lo que tenemos en mente (léase, una representación) coincide (o no) con lo que percibimos. El juicio de existencia, por ejemplo, me habilita a darme cuenta de que cuando pienso en mi abuelo, él ya no está presente ante mis ojos. Puedo, entonces, recordarlo sin temor a desvariar. Es la misma función que, en su hora, desaprobó la ficción del “crecimiento invisible” que anunció Mauricio Macri durante su gobierno. Con el juicio de existencia, además, podemos identificar el rostro de una persona a la que conocemos, al comparar recuerdo y percepción, que en este caso coinciden.

El siguiente paso es saber que existen diversas formas de desconocer la exigencia que impone el juicio de existencia: “no hay peor sordo que el que no quiere oír” o “mirar para otro lado” son modos populares de describirlo. Desde luego, el panorama es amplio y admite diversos niveles de gravedad. Delirios y alucinaciones son las formas quizá más severas que conocemos: sujetos con certezas sobre lo que escuchan o ven, pero cuyas afirmaciones no obtienen consenso entre quienes los rodean. Sin embargo, hay quienes niegan la realidad --Freud decía desmienten-- y, sin llegar a posiciones tan extremas, se oponen a saber. Incluso, hay sujetos cuyo esfuerzo está dirigido a que otros no vean lo que sucede, a que otros vivan engañados. A aquellos, simplemente, los llamamos estafadores.

Finalmente, cuando un sujeto ha suprimido o desconocido el juicio de existencia, tarde o temprano este último retorna, aunque no suele hacerlo de forma amigable. Más bien, se le presentará con sentimientos displacenteros de diversa intensidad, y en algunos casos con el despertar de una ira cuyo desenlace no es previsible.

Freud definió también otro juicio, el de atribución, por medio del cual podemos decidir si algo es bueno o malo, útil o perjudicial. La diferencia entre ambos juicios es nítida: podemos discutir si un libro es bueno o malo, aunque mientras efectivamente exista el libro, la cosa no se pondrá muy áspera.

“No la ven”

El intento de trastocar la percepción, es decir, de perturbar el juicio de existencia, puede desplegarse con diferentes estrategias: podemos ocultar un hecho y decir que no sucedió, pero también podemos afirmar que ocurre algo que no existe.

Javier Milei, invocador de unas fuerzas del cielo por las cuales se siente ungido, instaló una frase que hace semanas profieren los libertarios: “No la ven”. En consecuencia, habría una porción de la sociedad que no percibe lo que está ocurriendo (dicho sea de paso, ¡qué parecido al mentado crecimiento invisible!).

Es decir, la discusión no se limita al juicio de atribución (en cuyo caso el debate sería sobre lo bueno o malo, o sobre lo útil o perjudicial, de una decisión presidencial) sino que se extiende al juicio de existencia. Dicho de otro modo, quienes no están de acuerdo con las medidas del gobierno, no estarían manifestando una crítica, no piensan diferente, sino que serían sujetos extrañados de la realidad, pues no estarían viendo lo que ocurre. En rigor, el debate deja de existir en el mismo momento en que uno de los polemistas afirma que el otro “no la ve”. Después de todo, cualquier conversación debe partir de un punto en común, que algo exista o no exista.

Más aun, a todos aquellos que “no la ven”, el gobierno los califica de delincuentes o traidores, precisamente, porque son quienes expresan el juicio de existencia que los funcionarios han decidido abolir, y de allí el odio que lanzan tantos tuiteros.

La falsedad no elimina el sentido

Todo discurso, aun cuando sea necio, mentiroso odelirante, para Freud conserva jirones de verdad, si no objetiva, al menos psicológica. En todo caso, ¿cuál es el trazo de verdad que podemos inferir, incluso reponer, en la frase libertaria? Es difícil discernirlo, no obstante si el gobierno dice “no la ven” quizá esté haciendo una confesión: algo están pergeñando y los demás no lo vemos. Esta conjetura no surge sólo de las ciencias de la sospecha, sino también del genuino propósito de restituir el sentido a las palabras, de la necesidad de defender la lógica del discurso entendido como lazo social en que las diferencias y las afinidades se reúnan contra la violencia.

Cuando la ministra Pettovello, en un gesto indigerible, anunció que “atendería a uno por uno” de los hambrientos, al día siguiente miles de ellos decidieron salvaguardar sus estómagos y también el lenguaje: hicieron una larga fila de decenas de cuadras para ser atendidos. Si la funcionaria mintió o despreció no importa, capturaron sus palabras y actuaron devolviéndole el sentido genuino a las mismas.

Recordemos que el 30 de abril de 1977, cuando las primeras Madres de Plaza de Mayo eran hostigadas porque estaba prohibido permanecer en la Plaza, ante la orden “¡Circulen, circulen!”, comenzaron a circular, y la ronda continúa hasta el día de hoy.

En suma, tomar la palabra mentirosa, despectiva o amenazante, y construir un sentido colectivo no implica creer lo falso, ni someterse a la humillación y al castigo. Más bien, constituye un acto de genuina rebeldía ante el poder despótico.

Capital humano

--“Los que pusimos el hombro tenemos muchos días pendientes de vacaciones. A mí me quedan noventa días y, obviamente, no me los puedo tomar. La empresa, desde luego, tampoco me los puede pagar. Lo que puedo hacer, ya que los días de vacaciones son mi propiedad, es vendérselos a compañeros que tengan pocos días de vacaciones. El resultado es bueno para todos. De hecho, el Gerente de Capital Humano dice que se llama ‘win-win’. Los que tenemos muchos días seguimos trabajando y la empresa no paga esos días porque los pagarán otros trabajadores”.

Que el texto precedente sea una ficción no impide sentir el horror ante un presente que lo hace verosímil. ¿Llegará un día en que los trabajadores necesiten vender su hora de almuerzo, así como Milei propuso la venta de órganos y niños? Al fin y al cabo, “time is money” es uno de los rezos principales de especuladores y explotadores.

Como sea, volvamos a restituir el sentido pleno de la palabra presidencial: si Milei repite que los derechos fundamentales que debemos defender son la vida, la libertad y la propiedad, es porque vienen por ellos: quitarnos lo que tenemos, perseguirnos y, si les parece necesario, terminar con nuestras vidas.

El consenso imposible

Milei pronosticó un 15.000% de inflación con la misma rigurosidad con la que instaló otra de las frases que, en una celebración enrarecida, festejaron sus votantes, “no hay plata”. Queda para otro estudio comprender por qué sus dos lemas principales comienzan con una negación.

La imposibilidad de consensuar no resulta, únicamente, de que él, sus ministros y legisladores se niegan a debatir, sino que es el producto inevitable de desconocer el juicio de existencia. De hecho, la urgencia por reforzar cada día una mayor certeza es proporcional al ataque a dicho juicio. La lógica inquisitorial de su política se revela en sus valoraciones (delincuentes, traidores, etc.), ya que los acusados de inmediato son culpables, sin mediar instancia probatoria alguna.

Irracionalidad, ignorancia y violencia son los atributos del actual gobierno; la incoherencia entre palabras y hechos, o entre los diferentes argumentos o, incluso, entre el discurso y la subjetividad, es la marca de la palabra que pretende ser hegemónica.

No aguardaremos, entonces, que a cada chancho le llegue su San Martín y mucho menos esperaremos al día del juicio final. Lo que sí será inevitable es que el juicio de existencia retorne para todo aquellos que hoy pretenden vivir en un como sí, que insisten en creer lo no creíble, sea por extrema ingenuidad o por un odio vacío.

No podemos predecir cuándo ocurrirá, qué catástrofes habrán sobrevenido para ese momento ni qué consecuencias tendrá el reencuentro con aquel juicio. Lo que sí sabemos es cómo Freud defendió su pensamiento: “Nunca se sabe adónde se irá a parar por ese camino; primero uno cede en las palabras y después, poco a poco, en la cosa misma”. Hoy, entonces, porque está en juego la cosa pública, debemos defender la palabra pública. Parafraseando a Horacio González, sin nosotros, no existimos.

Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista.