Es difícil, quizás doloroso, confrontar al Julio Verne de las lecturas de infancia y adolescencia con el hombre real, aquel que fuera catalogado por Marcel Moré, siguiendo una expresión del poeta francés Pierre Louys como “un revolucionario subterráneo”: burgués hecho y derecho de día, cientificista y con alma de scout; taciturno, triste y encerrado bajo siete llaves de noche, quizás para maniatar sus propios demonios. Es obvio que a la edad temprana en la que sucesivas generaciones leyeron las novelas de Verne durante años y más años, es muy difícil detectar al segundo Verne en el primero, quizás, porque La vuelta al mundo en 80 días, Cinco semanas en globo o Dos años de vacaciones le terminaban ganando la partida a los aspectos más sombríos que salpicaban textos enormes, pero más herméticos como Veinte mil leguas de viaje submarino o Viaje al centro de la Tierra. A lo sumo, el lector principiante, novato y entusiasta, llega a tener atisbos de esos claroscuros, pero como corresponde a la edad de la inocencia, los deja en el olvido del inconsciente y sigue de largo. Una nueva aventura, en la luna o en el fin del mundo, nos espera.

Lo primero que puede decirse de la esperada (y postergada) novela de Sergio Olguín Los últimos días de Julio Verne, es que, a pesar de trabajar en la franja crepuscular del final de una vida, tal como lo deja en claro desde el título, no se olvida ni por un minuto de que el ajuste de cuentas es con nuestros días salvajes, cuando la aventura no es menos crucial y definitiva, aunque transcurra en el plano imaginario: el mundo irrepetible del lector juvenil. Y como no vivimos tiempos victorianos ni hay aquí un énfasis pedagógico, la primera opción acertada es narrar de forma salvaje lo salvaje subyacente en Verne.

Hay algo que llama poderosamente la atención al final de la novela, o, mejor dicho, inmediatamente después del final: las fechas consignadas. “2003-2004 / septiembre 2022- mayo 2023”. Como si de alguna forma, Sergio Olguín hubiera arrastrado a Verne y su propia historia con Verne a lo largo del tiempo. Al respecto, revela que un encargo editorial finalmente frustrado estuvo en el origen de las fechas y las demoras. “Alrededor de 2003, la editorial Norma estaba armando una colección de novelas policiales con escritores de protagonistas y me invitaron a participar. Yo había leído la biografía de Verne que escribió Herbert Lottman y había quedado muy fascinado con todas sus zonas oscuras, para nada conocidas hasta los años 90 cuando salió este libro. Elegí a Verne porque daba mucho para un policial, sobre todo porque había tenido una pésima relación con su hijo Michel, autor fantasma de sus últimos libros, y con su sobrino Gaston, quien le había disparado en un episodio jamás aclarado”.

Lo cierto es que en ese momento Olguín no pudo avanzar mucho más allá del plan inicial (tres personajes reales, Verne, Michel y Gaston protagonizaban el libro, que iba a terminar con el ataque de Gaston a Verne) por el temor de tener que escribir una novela de época, terreno en el que entonces se sentía inseguro. En los últimos años, el proyecto fue cambiando. Ya no debía ser solo un policial negro, sino que debía atravesar más géneros populares como la novela de suspenso y el policial decimonónico, que combina la trama con cuestiones amorosas, la novela de aventuras y el grand guignol, una especie de terror exacerbado con mucha sangre y más truculencia.

Al final, y si bien el proyecto inicial no solo se alteró, sino que se amplió, aparentemente hasta límites insospechados, podemos juzgar que el resultado fue más acorde a la intención de responder a la fascinación de Verne: el de la infancia, la adolescencia y la adultez.

NADA ES LO QUE PARECE

Los primeros tramos de Los últimos días de Julio Verne ponen en escena a un padre, un hijo y un cadáver exquisito: un Verne consagrado, crepuscular, tiránico, poderoso y a la vez amargado por la falta de reconocimiento académico; un hijo disipado y aventurero (de aventuras urbanas en los laberintos y callejones del sexo y el alcohol, muy lejos de islas y selvas) que solo vive para demostrarle a su padre que puede ser un gran hombre y a la vez un escritor con vuelo propio, por fuera de su sombra terrible. Y finalmente el cadáver, bello y a pesar de la silenciosa muerte, lleno de enigmas elocuentes, al que aparentemente han “plantado” en el barco del gran escritor. “Sobre la mesa del comedor, como si fuera una camilla, había un cuerpo desnudo. Un adolescente rubio, con los ojos cerrados, las formas como talladas en mármol de Carrara. Tenía la belleza de un santo renacentista, de un efebo griego. Hay muertos que parecen personas vivas descansando plácidamente”. Y, si bien esta aparente serenidad del bello durmiente contrastará con la historia que luego se dará a conocer acerca del supuesto efebo, el narrador sabe de sobra que con esta primera escena y la primera misión que le encomienda Verne al hijo a modo de candente desafío, Los últimos días de Julio Verne queda referenciado en el enigma mayor de la vida real: ¿por qué Gaston, el sobrino dilecto, el que Verne elige como a un hijo y lleva en sus viajes por el mar Mediterráneo, le termina disparando dos tiros en las piernas, dejándolo maltrecho de por vida? ¿Qué oscuridades encerró ese episodio que terminó con la internación del sobrino y el definitivo eclipse del carácter del tío? Más adelante, en la novela, habrá una explicación que remite a una causa concreta del célebre affaire, pero aquí lo importante es la puesta en situación del claroscuro, de los dos rostros de Verne y, por supuesto, de la proliferación de los cuerpos (¿la fragilidad de los cuerpos?) bellos, desnudos, semidesnudos, embalsamados, conservados, mutilados, muertos, vivos o entregados a las frenéticas ceremonias de la locura.

Los cuerpos proliferan en el gran teatro de París de fin del siglo XIX, en ese grand guignol de sangre, alucinaciones de ajenjo y fantasías cientificistas desacopladas –finalmente- de la moral victoriana. Sin frenos, la realidad se ve afectada de las patologías de la imaginación. Nada es lo que parece.

CATARSIS, LOCURA Y AVENTURA

Para diversificar la trama y de paso enriquecer el sombrío mundo verniano, Olguín hará que Michel se rodee de una serie de personajes queribles y, a su modo, sumamente eficaces, como su novia Leyla (gran personaje femenino, complejo, tortuoso), el genetiano Lobo y el melvilliano Gandolfo (indisimulado homenaje al gran Elvio) no solo para en primera instancia cumplir con el mandato patriarcal de deshacerse del cadáver sino para ir hasta el fondo con la aventura existencial en la que –intuye- está inmerso su padre. Luego, a la manera de un personaje secundario protagonizado por un actor de discutibles dotes pero inoxidable sed de gloria, un invitado inesperado irá ocupando el centro del escenario. Es el doctor Demetrius Zambaco, un connotado médico carente por completo de escrúpulos, pero no de perversidades. Es que si Verne, una vez más, encarna al “hombre subterráneo” que en definitiva se debate entre la luz de la Ciencia y la sombra de los instintos, entre la fachada y el secreto, Olguín propone al extrovertido Zambaco como su doble degradado y sin dobleces.

La trama los convertirá en enemigos íntimos y hasta el final de Los últimos días de Julio Verne se sostendrá el inestable equilibrio entre un personaje engulléndose al otro (cabe aclarar que los dos fueron reales y aquí están recreados literariamente). Compiten por los mismos trofeos de cuerpos y laureles provenientes de las Artes y la Ciencia, pero difieren en que por los motivos o límites que sea que se autoimponga, Verne no cede al último dique de contención de una moral controladora, o no derriba las últimas murallas de la civilización europea. Encallado en un fin de siglo que lo fascina pero en cierta forma lo arrasa, Verne sigue apostando a la lógica de la verdad y a la meridiana claridad de la razón, mientras que Zambaco cree fervientemente en la ficción de la locura. Como esa ceremonia en la que el médico introduce al gran escritor en las revelaciones de las drogas alucinógenas.

Cuando todo parece ir encaminándose hacia un final de relojería propio de la novela policial clásica, una vez más aparecerá Jan Kott en la vida de Sergio Olguín. El gran crítico y teórico teatral polaco, autor de libros como Shakespeare nuestro contemporáneo o El manjar de los dioses, es según lo señala el propio Olguín, una de las más directas y persistentes influencias desde Las griegas, su primer libro de cuentos. Para que el personaje de Zambaco se incorporara de lleno en el clima y la impronta de la novela, Olguín se centró en un ensayo de Kott sobre Las Bacantes, donde se postula cómo la locura funcionaría a la manera de conector o eslabón perdido entre el ritual religioso y la obra teatral.

La última parte de la novela aparece signada entonces por una extensa y electrizante catarsis que tiene lugar (no podía ser de otro modo) en el escenario por excelencia de su majestad la locura: la Salpetriere, constituyendo casi una nouvelle dentro de la Gran Novela. Y, sin embargo, cuanto más parecen alejarse trama y estructura de las luminosas historias vernianas, más se entrelazan unas y otras, y unas en otras. Este gran riesgo de tensionar por dentro el texto hasta límites vertiginosos es indudablemente el máximo desafío y el máximo logro narrativo de Los últimos días de Julio Verne.

¿Qué persigue finalmente la aventura vivida o imaginada, y puesta por escrito? ¿Sólo la gloria de un vetusto sillón en una polvorienta academia? ¿O hay más, mucho o algo más? Al fin y al cabo, si coincidimos con Zambaco en que la locura es esencialmente rebelión, esta no debe haber estado tan ausente de la rigurosa vida de un hombre que se consagró a generar el caos para restaurar el orden mediante osadas ficciones científicas y tecnológicas. Pero que nunca renunció a las ilusiones subterráneas, a subvertir y horadar las superficies de la vida.

Los últimos días de Julio Verne es una enorme novela que muestra las dos caras de este buen subversivo: aquel que supo llenar de anhelos los días de la infancia con su juventud emprendedora, y también el otro, aquel que logra conmovernos, conmocionarnos, con las oscuras aventuras de la madurez.