Integrada por trece largometrajes y una cantidad similar de cortos, la Competencia Internacional del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente, que este año sopla veinticinco velitas, comenzó a desplegarse en las diversas sedes que conforman el circuito de proyecciones. Como siempre, la diversidad de orígenes, estilos y temáticas deberá ser evaluada y discutida por un equipo de cinco jurados, pero esa instancia llegará recién hacia el final de esta semana. La coproducción francocanadiense-ucraniana Intercepted viene de participar en el Festival de Berlín y le toco abrir el juego competitivo. Nacida en Kiev, pero instalada en Montreal, la realizadora Oksana Karpovych regresó a su tierra natal durante los duros meses del comienzo de la invasión de Rusia para registrar las imágenes y sonidos del desastre. De todas formas, el dispositivo central del film, como su nombre lo señala, radica en entrelazar ese registro propio con el sonido de una serie de llamados telefónicos entre soldados rusos y sus familiares, interceptados por la inteligencia militar ucraniana.

“Nos dieron la orden de matar a todos los civiles”, dice una voz masculina mientras la pantalla ofrece la impactante imagen de un grupo de personas disfrutando del frescor de un río, con fondo de esqueletos de edificios bombardeados. “Matalos a todos y volvé a casa, Papá”, dice una niña desde el otro lado de la línea. Otro soldado le describe a su pareja la calidad de los productos que pudo saquear (“Es todo de marca”) y, más tarde, un joven que afirma estar volviéndose loco relata las torturas a las que someten a sus enemigos. El resultado de ese choque de imágenes y sonidos transforma a Intercepted en un crudo y potente relato de la despersonalización de la matanza y el horror, cocinada sobre el fuego del odio, el desprecio y el nacionalismo inflamado. Alguna voz aislada se alza contra el régimen de Putin y otra afirma que lo que se ve en la televisión es pura invención, pero en su mayoría los diálogos destilan brutalidad y deshumanización. Las imágenes de pequeños poblados después de la batalla ofrecen un espectáculo de destrucción y, paradójicamente, de renacimiento. A pesar de todo, la vida continúa, aunque las heridas continúen abiertas, regando de sangre la tierra y el concreto.

La guerra y la ocupación son también los temas de Riverboom, aunque la geografía sea otra y el tono del relato sea casi opuesto al de Intercepted. A comienzos del siglo XXI, luego del arribo de las fuerzas aliadas a Afganistán, el realizador suizo Claude Baechtold, por aquel entonces un joven sin experiencia cinematográfica, se embarcó en un viaje por el caótico territorio afgano junto a un periodista francés y un fotógrafo italiano, registrando el periplo con una pequeña cámara digital. Dos décadas después, el montaje de ese material le da forma a un diario de viaje personal que mezcla la experiencia colectiva del trío, en particular su contacto con los pobladores, con reflexiones íntimas. No exento de humor –de hecho, el tono ligero es una de sus marcas de estilo– el documental presenta los hechos en primera persona, y Baechtold se presenta a sí mismo como un hijo dilecto del “epicentro de la paz mundial: Suiza. Pero es la muerte de los padres lo que empuja al protagonista a aceptar la oferta del viaje, que comienza y termina en Kabul.

"Riverboom", un documental con tono ligero, pero en Afganistán. 

Siguiendo aproximadamente la ruta recorrida por la escritora de viajes suiza Ella Maillart en 1939, los tres aventureros se enfrentan a peligros naturales y humanos, entrevistan a jefes militares enemistados y descubren un inmenso campo de cultivo de marihuana y amapolas, sostén económico de los campesinos y jefes comunales. Riverboom también relata someramente la historia de Afganistán desde los años 40 hasta la actualidad, pasando revista a las luchas contra los soviéticos, el origen del régimen talibán y los intensos cambios políticos y sociales de los últimos veinticinco años. Sin embargo, lo que permanece en la memoria, la del realizador y también la del espectador, es el intenso intercambio humano entre extranjeros y locales, la fuerza de lo humano en medio del desastre. Las crónicas urgentes enviadas desde allí por el periodista Serge Michel, siempre ilustradas por el fotógrafo Paolo Woods, son hoy la excusa para un film de aventuras reales que utiliza el material perdido y encontrado años después por Baechtold para reconstruir un período de su vida y del mundo.

El cine gallego está presente en la competencia del Bafici con el nuevo largometraje de Alberto Gracia, presentado hace algunos meses en el Festival de Rotterdam. El tercer largometraje del director de La estrella errante comienza con una escena a priori ajena al relato central: un grupo de ciegos sale de excursión ayudados por un guía vidente, pero al llegar a destino este se suicida (o al menos eso parece), dejando al contingente sin apoyo para el regreso a casa. De allí, La Parra salta a la presentación de su héroe, un tipo de unos cuarenta años, desempleado y en crisis, que debe regresar a su pueblo natal en Galicia, Ferrol, para hacerse cargo de las cenizas de su padre recientemente muerto. A poco de llegar, el estado destartalado de la casa paterna lo empuja a quedare en un hotel-inquilinato.

A partir de ese momento, las aventuras del protagonista –a quien todos comienzan a llamar Cosme, aunque ese no sea su nombre– incluyen borracheras, encuentros con gente no tan notable, un desastre marítimo y la posibilidad incierta de iniciar una nueva etapa en la vida. Hay algo de Después de hora en La Parra, en particular durante las secuencias nocturnas, aunque la cualidad onírica del film de Gracia roza por momentos el surrealismo. En el fondo, no deja de ser una comedia excéntrica, incluso fantástica, con toques de cine negro que recuerdan (aunque de forma lejana) a Vértigo, con sus personalidades fantasmales y un personaje central, Damián, que comienza a transformarse, poco a poco y sin darse cuenta, en Cosme.

La Competencia Internacional presentó también durante los primeros días del festival la ópera prima del actor taiwanés Lee Hong-Chi. Love is a Gun comienza como una película de su compatriota Hou Hsiao-hien y termina como una de Takeshi Kitano

"Love is a gun", del taiwanés Lee Hong-Chi.

La primera escena, un magnífico plano-secuencia con lentos paneos de cámara, que utiliza a su vez la profundidad de campo para destacar la presencia de tales o cuales personajes en el cuadro, presenta a “Batata” (el propio Lee), un joven que acaba de pasar tres años en la cárcel por haberle disparado a una persona. De allí en más, la historia lo seguirá de Taipei a una pequeña ciudad cercana, en un intento por llevar una vida normal, alejada de las pequeñas mafias locales, al tiempo que se reencuentra con un viejo colega en el mundo criminal y una excompañera de escuela devenida en actriz. Love is a Gun es un film desparejo –por momentos fresco y atractivo, en otros derivativo en fondo y forma–, que reelabora clichés pero no termina de encontrar el tono que ambiciona construir.

Riverboom se exhibe el martes 23 a las 14.30 Cacodelphia 2.

La Parra se exhibe el jueves 25 a las 14.25 en Centro Cultural San Martín 1.

Love is a Gun se exhibe el miércoles 24 a las 11.45 en Centro Cultural San Martín 1.