El 1º de enero de 1959 el ejército rebelde, al mando del comandante Fidel Castro, tomó Santiago de Cuba y la declaró capital provisoria de la isla, ese mismo día las tropas del Segundo Frente Nacional del Escambray, comandadas por Eloy Gutiérrez Menoyo, entraron a La Habana, y al día siguiente las fuerzas del Movimiento 26 de Julio, comandadas por Camilo Cienfuegos y el Che Guevara, tomaron el regimiento de Campo Columbia y la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña: La Revolución Cubana había triunfado. Un año más tarde, el 1º de diciembre de 1960, en los cines de Buenos Aires se exhibía “Espartaco”, la película que en base a la novela de Howard Fast había dirigido Stanley Kubrick, con un reparto estelar, entre otros: Kirk Douglas, Laurence Olivier, Tony Curtis, Peter Ustinov, Jean Simmons y John Gavin. Si bien es cierto que hacía tres años que había muerto Joseph McCarthy, aquel senador republicano que lideró la infame caza de brujas contra escritores y artistas estadounidenses, la siniestra sombra del macartismo continuaba vigente: Kirk Douglas, en su calidad de co-productor ejecutivo, debió enfrentar a la censura estadounidense a fin de que en los créditos figurase Dalton Trumbo en su condición de guionista. En 1947 Trumbo había sido condenado a un año en prisión por no abjurar de sus ideas comunistas y por no denunciar a sus compañeros; luego debió exiliarse en México. A trece años de aquella ignominia aún integraba la lista negra de artistas prohibidos por el Comité de Actividades Antinorteamericanas y tenía prohibido trabajar como escritor.
En el año 73 a.C., se produjo en Capua una revuelta de gladiadores esclavos que al mando de Espartaco se desplazaron hacia el sur de Italia, en la primavera del 72 a.C. una masa de ciento cincuenta mil desventurados seguían a Espartaco. Esa cifra, además de esclavos, incluía a pastores y arrieros vecinos de esas comarcas. Frente a este despropósito, el senado romano le encargó al patricio Marco Licino Craso que acabara con los rebeldes, para ello lo dotó de seis legiones de soldados del imperio. Luego de tres años de persecuciones y combates, ambos ejércitos, con aproximadamente cuarenta mil hombres en cada bando, se enfrentaron en la batalla de Río Silario. Previo al combate, Espartaco sacrificó a su caballo. “si venzo –dijo–, no me faltará otro; si soy vencido, no lo necesitaré”, y combatiendo a pie, como el resto de sus hombres, se dispuso a matar a Craso; no lo consiguió: fue rodeado por las milicias romanas y se supone que allí murió. En la pelea cuerpo a cuerpo, a campo abierto, los romanos eran más disciplinados y estaban mejor equipados, por lo cual los rebeldes fueron definitivamente derrotados; a los que no murieron en batalla se los crucificó a lo largo del tramo de la Via Apia entre Capua y Roma. El cuerpo de Espartaco nunca se encontró.
Ante esta circunstancia, a la hora de escribir el guion de la película, Dalton Trumbo se concedió una licencia histórica-poética. Como se recordará, luego de la derrota, Craso les propone un trato a los esclavos vencidos: “No serán crucificados –promete– si Espartaco se entrega a las legiones romanas” y de inmediato pregunta: “¿Quién es Espartaco?” .Aquí se produce uno de los momentos más impresionantes de la película, un instante que ya es parte de la historia del cine: uno a uno de los esclavos, lentamente y sin vacilar, se ponen de pie y con orgullo proclaman: “¡Yo soy Espartaco!”.
Esta evocación histórica-cinematográfica se originó como consecuencia del interrogante que planteó Martín Granovsky aquí mismo, en uno de sus valiosos artículos. Quería saber cuál pudo haber sido el origen de la frase “¡Yo soy Fidel!” que los cubanos corearon colectivamente tanto en La Habana como en Santiago de Cuba y en cualquier otro rincón de la isla. “¿Es un invento popular que el Partido Comunista de Cuba tomó de la calle o una construcción del PCC que recogió el pueblo?”, se pregunta. En “Apuntes sobre el concepto de historia”, Walter Benjamin señala: “Si se quiere considerar la historia como un texto, vale a su propósito lo que un autor reciente dice acerca de [los textos] literarios: el pasado ha depositado en ellos imágenes que se podrían comparar a las que son fijadas por una plancha fotosensible”. En base a este pensamiento, bien podría afirmarse que los cubanos que despedían a su Comandante estaban repitiendo lo que Dalton Trumbo escribiera para la película de Kubrick. Permítaseme un inciso: el pasado 23 de febrero, con el fin de desmentir que un mediático fiscal había cometido suicidio, un grupo de fiscales y el titular del gremio de judiciales convocaron a una marcha del silencio en Plaza de Mayo. Miles de entusiastas acudieron a la cita; acaso sin saberlo, muchos de ellos se apoderaron de la frase acuñada por el comunista Dalton Trumbo: acarreaban con orgullo el cartel “Yo soy…” Al mes siguiente, un periodista, un filósofo y un rabino llamaron a un nuevo encuentro para “honrar la memoria del fiscal”, en esta oportunidad asistieron menos de cien personas, ninguna de ellas portaba el cartel “Yo soy…” Por falsa, la identificación había muerto a poco de nacer.
Ciertas voces agoreras podrían argumentar que los cubanos viven una revolución triunfante, en tanto que los esclavos de la película sufrieron una derrota. No obstante, queda claro que la de Marco Licino Craso fue una victoria pírrica: a partir del año 73 a.C. las revoluciones crecieron sin descanso, es innecesario numerarlas, basta con mencionar la que el 1º de diciembre de 1959 llegó para quedarse en la isla de Cuba. La comandaba un moderno Espartaco que no precisó sacrificar a caballo alguno para luchar y triunfar junto a su pueblo. La Revolución sigue en pie, fuerte como siempre, por eso no debe sorprender que tanto los cubanos que participaron de ella como los que nacieron cuando ya estaba consolidada, repitan con orgullo: “¡Yo soy Fidel!”; efectivamente lo son.