No es noticia que hoy en día, gracias al pequeño mapa digital que todos llevamos en el bolsillo, resulta casi imposible perderse en una ciudad. Esta historia de Google Maps y GPS, si bien presenta unas cuantas facilidades para nuestro ritmo vertiginoso, viene con ciertos contratiempos: al encauzar el merodeo de los transeúntes, es cada vez más difícil encontrar lugares por casualidad; una esquina en la que se vendan antigüedades, un café de barrio, una librería de usados atendida por un señor con mil anécdotas.

Muchos autores reflexionaron sobre la figura del flâneur, la persona que pasea sin un rumbo definido por la ciudad, observándola, dejándose sorprender por sus recovecos, sus lugares olvidados. La persona que, al caminar de forma errática, entra en otra temporalidad, no relacionada con las exigencias de la producción. Las ciudades están llenas de sonidos, ritmos, palabras. “Una ciudad es un lenguaje, y caminar por ella es el acto de hablar dicho lenguaje”, dijo la escritora Rebecca Solnit. “Uno camina, mira y va escribiendo en la cabeza”, precisó nuestra Hebe Uhart. La ciudad, entonces, no solo se habita: es también una historia y, como tal, es capaz de leerse.

Volvamos a nuestro relato de Google Maps y los GPS. ¿Habrá algo más aburrido que una historia que cercena nuestra capacidad para la curiosidad y la sorpresa? ¿Una que nos adelanta con precisión lo que va a suceder para ahorrarnos el trabajo de develarlo nosotros mismos? El cineasta David Lynch a menudo hablaba de cómo la vida está llena de pequeñas abstracciones que desciframos a través de la intuición. Él consideraba que incluir esos lugares vacíos de “sentido lineal” en sus historias dejaba espacio para la imaginación del espectador, y todo lo que esta pudiera construir allí.

Corría el sábado por la noche en la ciudad de las diagonales la primera vez que llegué a un lugar que, para esta transeúnte nocturna, era completamente desconocido. Había escuchado rumores… “Entrás por un pasillo largo”, “Al fondo hay un cine en una casa”, “Tiene veinte butacas de cuero rojo”, “Se proyecta todos los días, llueva o truene”.

Me detuve frente a una puertita de metal. Parecía ser una de esas puertas que dan a un pasillo que comunica varios departamentos. A un costado, el timbre, con una distinción: Cineclub “Proyecciones Terrestres”.

El pasillo, tenuemente iluminado, desembocaba en un patio en el que los espectadores -algunas camperas de cuero, algunos raros peinados nuevos- compartían charla y cigarrillo entre películas. Eran todos esos chicos de los que me hubiera encantado ser amiga cuando estaba en la Universidad. Sonaba Kraftwerk, banda alemana pionera de la música electrónica, y más tarde Popol Vuh, grupo coterráneo y contemporáneo del anterior. La música no fue una elección al azar, sino la antesala para una de las películas que proyectaron esa noche: Nosferatu, de Herzog, en donde Popol Vuh estuvo a cargo de la banda sonora.

Paolo, fundador del cineclub, cuenta que antes de ser cine la casa fue una verdulería, y que trabajó junto a un amigo durante un mes para convertirla en lo que es hoy. Con el foco puesto en el cine nacional y platense, el espacio proyecta películas todos los días y tiene distintos ciclos: grandes directores, cine latinoamericano, animé, sagas, trasnoche de terror (uno de los más convocantes) y "las películas que más nos gustan".

Paolo creció en Santa Rosa, donde fue parte de un grupo de muralistas: "En Santa Rosa debe haber doscientos murales pintados por nosotros", dice riendo. Cuando era chico sus papás lo llevaban al cine, y él nunca lloraba. "Siempre fui muy curioso. En la adolescencia, conocí el mundo a través de las películas". Años más tarde llegó a La Plata, ciudad que, para él, representa "el auge del rock y de la movida independiente".

En el Cineclub, además de películas, se proyectan recitales enteros. “La música es muy importante en el cine, y también como ambientación de nuestra sala. Está buenísimo que cuando la gente llegue tenga algo para ver. Ponemos mucho rock progresivo, documentales de música. Hace poco proyectamos un recital de Magma y a la gente le gustó tanto que nos pidieron retrasar el inicio de la película. Muchos no conocían a la banda, les encantó. Este es un lugar de encuentro”.

Las personas que van al Cineclub se disponen a mirar, por dos horas, el mundo desde los ojos de algún director de otro país, de otra década. “En mi casa no podría ver de un tirón esta peli, estaría frenándola para revisar el celular. Acá mi atención está en la película y en la pizza que como mientras la miro” cuenta sobre la experiencia un chico de cigarrillo y campera de cuero.

“Deseamos que el espectador se culturalice, que aprenda viendo, escuchando, que saque sus propias conclusiones, que conozca el mundo al ver una película tailandesa, francesa, china, nacional, platense. La persona que viene tiene la capacidad y la paciencia para estar concentrada dos horas, algo que hoy en día resulta complejo. Apuntamos a formar un público, a generar una conciencia y un cuidado de lo nuestro, pero hablamos a través de lo que programamos. Creemos que la gente tiene la suficiente inteligencia como para sacar sus propias conclusiones. No hacemos crítica, dejamos que las personas hagan con la película lo que les parezca”.

Paolo y Ángeles (quien se incorporó más recientemente al proyecto) están de acuerdo en no contar la historia completa, en no dirigir la mirada de los espectadores. Como la ciudad, y como querría Lynch, permiten que sea el otro quien complete el sentido, lo recorra, lo haga estallar y encuentre en él nuevas constelaciones. “Este lugar era un sueño y ahora es una realidad. Hay que sostenerlo con cuidado y paciencia”, dicen, apostando siempre al rumor que acerca Proyecciones Terrestres a todos los transeúntes que quieran descubrirlo.