El cumplimiento estricto de las reglas electorales es condición necesaria (aunque no suficiente) para la existencia de una democracia constitucional. Dicho de otro modo: sin comicios libres y sin proscripciones es imposible hablar de democracia. La decisión de excluir al ex presidente Lula da Silva de las elecciones de octubre a las que llegaba como favorito termina de redefinir al sistema político brasileño.
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Tres camaristas ignotos intentaron cerrar el círculo que otros trazaron. Tenían poder para proscribir a Lula, jamás para resolver su segunda reelección, supeditada a la decisión del pueblo soberano. La sentencia es un ejemplo acabado de la perversa judicialización de la política. Los jueces suplieron al cuerpo electoral, lo privaron de sus derechos.
Lula estará hoy en las tapas de todos los medios del mundo pero ayer se condenó también (acaso principalmente) a millones de personas comunes del país hermano. Tal vez la sentencia se revise o revoque en otras instancias pero el panorama judicial parece sombrío.
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La táctica de criminalizar a la oposición dista de ser una exclusividad brasileña: es compartida por la derecha regional.
El Poder Judicial es uno de los arietes de coaliciones amplias, encabezadas por los poderes económicos concentrados, los medios hegemónicos y la dirigencia política que los acompaña. La delación premiada, los pactos espurios con delincuentes buchones, constituye una de las herramientas predilectas.
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La evidente sincronía de los procesos políticos no autoriza a sindicarlos como idénticos. El presidente Mauricio Macri fue ungido y revalidado en elecciones libres: sus legitimidades de origen y de ejercicio son diferentes (superiores) a las de su colega Temer. Pero en la Argentina también se criminaliza a la oposición, se procura sacarla de la competencia. No vencerla sino excluirla.
A pocos días de asumir, el macrismo ordenó la encarcelación sin condena de la dirigente social Milagro Sala. Lleva dos años de prisión, apenas aliviados por una chirle y tardía decisión de la Corte Suprema de Justicia.
A dos años de gestión, hay una veintena de presos políticos sin condena.
Santiago Maldonado murió en circunstancias atroces, todavía no develadas del todo. Ocurrió en un contexto de una represión salvaje e ilegal, comandada por el Poder Ejecutivo. El homicidio calificado de Rafael Nahuel echa nueva luz sobre la muerte violenta de Santiago, un hilo conductor los liga. Sobran similitudes, minga de casualidad: hay un patrón de conducta. El Gobierno ordenó disparar a mansalva en la misma geografía, en el mismo pseudo conflicto. Hasta ahora no hay ningún represor o instigador procesado. El oficialismo incitó la violencia, la encubrió mientras pudo, la justificó y bancó siempre. La arquetípica traducción institucional fue el ascenso de uno de los gendarmes que persiguió a Maldonado, blandió armas, participó del operativo.
De nuevo: eso no equipara al gobierno con una dictadura genocida pero sí como una democracia imperfecta, en creciente degradación.
En los próximos meses se medirá si la pérdida de calidad institucional se ameseta, se acrecienta, disminuye. En principio, será sencillo hacerlo. Bastará con contar la cantidad de presos políticos sin condena, de manifestantes gravemente heridos en ejercicio del derecho de protesta social, de detenidos al voleo. Ojalá que no haya que lamentar nuevas muertes causadas por el accionar brutal de fuerzas de seguridad, premiadas desde la Casa de Gobierno.
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En aras de una discusión precisa y de precaver chicanas, formulamos dos aclaraciones. La primera es que consideramos que en Venezuela, con otras coordenadas, la calidad democrática también está en caída creciente.
La segunda, más relevante, es que este análisis crítico no incluye la aplicación de programas político– económicos de derecha. Los ajustes, las reformas económicas regresivas o reaccionarias forman parte de las incumbencias de los gobiernos. Oponerse férreamente a ellos no equivale a equipararlos con la ruptura de las reglas del sistema. Hay mecanismos para enfrentarlos, impugnarlos y hasta derogarlos.
Nos centramos en conductas estatales anti sistema, en privaciones crecientes de derechos esenciales. Elegir autoridades o ser electo, ejercer la protesta social, ser libre salvo que medie una condena firme. Vivir, tan luego.
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No hay motivo para someterse a esquemas binarios o simplistas: el presidente en ejercicio Michel Temer no es (hasta hoy) un dictador idéntico a los que asolaron este Sur en la etapa del terrorismo de estado. Pero ya se parece más al ex presidente uruguayo José María Bordaberry (líder de la transición al autoritarismo pleno) que a Lula o Dilma Rousseff cuando ejercieron su cargo. Los debates que vendrán tipificarán ese régimen. La magnitud de su involución está por verse, el cambio cualitativo es indudable.
Lula da Silva y el presidente Evo Morales son ejemplos de ascenso social y político inédito en la región. Dos estadistas que llegaron desde los sectores sociales más castigados. Las presidentas reelectas de Argentina, Brasil y Chile fueron pioneras, elegidas en una etapa democrática. No en tiempos de insurgencia u olor a pólvora.
Esos y otros gobiernos populares y progresistas de la región cumplieron o cumplen con las reglas democráticas. Sus adversarios pudieron (y pueden) organizarse, expresarse, competir en elecciones libres. Hoy en día, fuerzas de signo opuesto quieren revertir dicha “pesada herencia”. Brasil es un caso extremo pero no una excepción. Las campanas doblan por nuestro gran vecino, por Lula, por otros dirigentes, por otros partidos, por los pueblos de otros países.