Miércoles, 26 de octubre de 2011 | Hoy
Por Adrián Paenza
La sociedad anda constantemente a la búsqueda de clasificar, etiquetar, uniformar. Parece que eso genera tranquilidad. Una vez que uno sabe que la persona que tiene enfrente pertenece a una cierta categoría, entonces ya sabe qué esperar de ella/él. “A éste lo tengo calado”, “yo sé lo que estás pensando”, son ejemplos de cómo uno necesita anticipar lo que vendrá.
De todas formas, en el afán de clasificar, hay medidas que no son opinables. Hay alguien que evidentemente es el más alto en un grupo o el más pesado o el más viejo. Eso se mide fácil. Hay otros factores que requieren un poco más de esfuerzo: ¿quién salta más alto? o ¿quién corre más rápido? Estos casos requieren o bien juegos olímpicos o campeonatos mundiales del deporte. Igualmente, sirven como medida. Son cambiantes, pero miden con cierta precisión.
Toda esta introducción tiene que ver con la búsqueda (que también tenemos) de encontrar al “más inteligente”. Y allí es donde empiezan los problemas. No hay un artefacto que mida la inteligencia, no hay un “metro patrón”. ¿Qué quiere decir ser inteligente?
Mucho se ha escrito y mucho se escribirá sobre este tema, y por eso se crean tests de inteligencia, “medidores” del “coeficiente intelectual” (o del IQ) u otras variantes. Todas, según entiendo, terminan siendo vulnerables, porque es muy difícil medir lo que no está definido. Por otro lado, más allá de la definición, uno podría preguntarse: sea quien fuere considerado inteligente, ¿nació así?, ¿se hizo?, ¿cuánto incidió el medio ambiente en el que se desarrolló/creció/crió?, ¿entrena uno la “inteligencia”?
Digo esto también porque hay un viejo refrán que dice: “Lo que Natura non da, Salamanca non presta”. O sea: “vea, si usted no nació inteligente, perdió para siempre”. Será un “bruto” toda la vida. No se moleste en ir a la escuela. Por eso rechazo toda esta clasificación y medición de supuestas “verdades absolutas”.
Dicho todo esto, sí creo que hay formas de estimular nuestra capacidad de pensar, de hilvanar ideas, de entrenar el cerebro.
Aunque parezca que este último párrafo no incide en nuestra vida cotidiana, quiero ofrecerle una forma de testearse a usted mismo.
No lo mira nadie, no lo ve nadie. No tiene que rendirle cuentas a nadie. Está leyendo esto en soledad. Vea la situación que le propongo y piense qué debería contestar. Eso sí: es obvio que usted puede leer inmediatamente la respuesta, ¿por qué no? Bueno, porque si la lee, se privará de la oportunidad de detectar en usted mismo cómo hace para entender un problema de lógica, que no es ni complicado ni difícil: es. Pero también, lo que es seguro, es que es un ejercicio de fácil comprensión. Acá va.
Un fabricante de cartas no convencionales pone arriba de la mesa un mazo de 40 cartas. De un lado, digamos en el “lomo”, hay un color sólido: blanco o negro. Del lado en donde habitualmente van los números, hay figuras geométricas: círculos, cuadrados, triángulos, rectángulos, etc. La “única” ley que tienen que cumplir es que si una carta tiene un círculo, entonces del otro lado (en el del lomo) tiene que haber color negro.
A usted le presentan ahora cuatro cartas de ese mazo. Esto es lo que usted ve:
Carta 1 - Color blanco
Carta 2 - Círculo
Carta 3 - Color negro
Carta 4 - Cuadrado
Frente a esa situación, a usted le dicen que dé vuelta el menor número de cartas posibles para determinar si se cumple la regla estipulada más arriba: “detrás de cada círculo tiene que haber color negro”.
¿Qué haría? O sea, ¿cuál es el mínimo número de cartas que usted tiene que dar vuelta para poder asegurar que la regla que le pidieron al fabricante se cumple? Ahora le toca a usted.
La primera reacción (y correcta) es tomar la carta 2 y darla vuelta. Está claro que del otro lado el lomo tiene que ser negro. Si no, ya no se cumpliría con la regla estipulada.
Supongamos que sí, que el lomo de la carta 2 es negro. ¿Es todo lo que hay que hacer? ¿Podría haber alguna otra carta que violara la ley impuesta al fabricante? Veamos. ¿Qué otra carta daría vuelta usted y por qué?
Estoy seguro de que estamos de acuerdo en que no tiene sentido dar vuelta la carta 4, en donde está el cuadrado, porque a uno no le interesa lo que pasa del otro lado: sea de color blanco o negro, no aporta nada.
¿Y entonces? La tentación (y acá la/lo invito a que piense un rato usted en soledad) es dar vuelta la carta 3, en donde está el color negro. ¿Por qué? Porque uno tiende a creer que del otro lado tendría que haber un círculo para que se cumpla la regla. Sin embargo, no es así. ¿Quiere detenerse un instante y pensar por qué no es así?
Porque si del otro lado no hubiera un círculo (digamos que hay un cuadrado), ¿contradiría esto lo que le pidieron? ¡No! Nadie dijo que no pudiera haber otras cartas que tuvieran el lomo negro. Lo que se pide es que todas las que tengan círculos de un lado tengan que ser de lomo negro, lo que no es lo mismo que decir que todas las negras tienen que tener círculos del otro lado. Una vez más, no avance si no está convencido de esto último que leyó. En entender por qué no hace falta dar vuelta la carta 3 reside toda la dificultad.
Sin embargo, lo que sí hace falta hacer es dar vuelta la carta 1. ¿Por qué? Porque uno tiene que comprobar que no haya un círculo del otro lado. Si lo hubiere (un círculo), entonces fallaría la regla que dice que detrás de cada círculo tiene que haber una carta de lomo negro. ¿Se entiende?
Resumen. El ejemplo es bien elemental y nadie puede sentirse mejor si lo resolvió bien, ni peor si no lo hizo. En todo caso, lo que pretendí con él es mostrar que sí hay cosas de la lógica cotidiana que se entrenan.
Entender cómo hilvanar este par de ideas para poder verificar si una regla se cumple o no es esencial en la vida cotidiana. Por supuesto que es irrelevante usarlo para este ejemplo de cartas artificiales, pero no es tan superfluo cuando uno analiza qué le está diciendo la persona con la que está hablando, o cuando intentamos comunicarnos con el prójimo.
Lo dejé para el final, pero no es por eso menos cierto: esto también fue hacer matemática.
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