Miércoles, 23 de septiembre de 2009 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Gabriel Puricelli *
La sorpresiva llegada del presidente Manuel Zelaya a Tegucigalpa fue la respuesta a quienes se preguntaban qué más se podía hacer para poner fin a la suspensión forzada del Estado de Derecho en Honduras, después de que el usurpador Roberto Micheletti y quienes lo apoyan se mantuvieran impertérritos frente al despliegue de todas las formas imaginables de acción diplomática para hacerlos desistir. La llegada subrepticia del líder constitucional a la capital de su país vino a poner en ridículo a las fuerzas militares y de seguridad, incapaces de impedirle el tránsito al hombre más buscado por el régimen.
Queda así erosionado uno de los últimos, a la vez que indispensable, atributos de poder del gobierno de facto, que es la capacidad de demostrar control efectivo del territorio. Cuando el secretario General de la Organización de Estados Americanos, José Miguel Insulza, dijo sensatamente que no se podía “volver a la diplomacia de las cañoneras”, pocos imaginaban qué otra iniciativa había a mano para terminar de derrumbar por medios pacíficos la fantochada golpista. Por cierto, si hay una definición de “paria”, ella tiene en Micheletti el ejemplo máximo: ni Irak de Saddam Hussein ni Corea del Norte ni tal vez el régimen genocida sudanés han sufrido un bloqueo tan total del acceso a ayuda, de las relaciones exteriores, del reconocimiento diplomático mismo, como el que hace frente a los golpistas hondureños. Y, sin embargo, han porfiado por largas semanas ya, esperando que unas elecciones realizadas en condiciones inconstitucionales le restituyan la indemnidad. Pues bien, Zelaya saludando desde el balcón de la embajada brasileña ha sido el sacudón más violento que han recibido, en un momento en que la unanimidad internacional en el repudio corría el riesgo del desánimo que siempre provoca la ausencia de resultados.
Los Estados Unidos habían subido hace sólo días la apuesta antigolpista que (con hesitaciones en las que se leen pugnas intraburocráticas y la inercia de la Guerra Fría) viene haciendo el presidente Barack Obama, al suspenderles sus visas a los personeros del régimen. Pero nada se compara a la audacia que ha demostrado un Brasil que, aun totalmente comprometido desde el principio en la condena al golpe, parecía estar esperando con impaciencia que los propios EE.UU. actuaran decisivamente dentro de lo que Brasilia indicaba respetar como área de influencia exclusiva de la superpotencia.
Pues bien (y éste es un partido bien interesante que parece estar jugándose ahora), la diplomacia de Itamaraty ha dejado ver ante los ojos azorados del mundo que su país está dispuesto a dar muestras de mayoría de edad geopolítica en cualquier rincón de América latina y el Caribe donde una demostración de poder pueda provocar efectos, en principio, benévolos. Una clave de lectura de lo que sucede en estas dramáticas e intensísimas horas en Tegucigalpa puede parangonar el hospedaje ofrecido a Zelaya a la presencia su- damericana en la misión de la ONU en Haití. La jugada brasileña, en la que ya están públicamente involucrados el canciller Celso Amorim y el propio presidente Lula, y para la cual están utilizando la caja de resonancia de la Asamblea General de la ONU en Nueva York, debe ser vista a la luz de la inquietud que provoca en Brasilia el redespliegue de la IV Flota de los EE.UU. en el Atlántico Sur y la presencia de ese país en bases militares colombianas. Convencidos de que esos movimientos están destinados a equilibrar su fuerza como poder emergente, los brasileños no dejarán pasar oportunidad de proyectarse, reafirmándola.
Las condiciones para un vuelco de la situación en Tegucigalpa están dadas. Y, aunque cooperen en este caso para el fin común de devolverle la democracia al pueblo hondureño, los términos de la competencia hemisférica entre Washington y Brasilia también lo están.
* Cocoordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas (http://www.politicainternacional.net/)
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