Jueves, 4 de julio de 2013 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Eduardo Febbro
El mito se hizo pedazos. El Egipto laico que protagonizó buena parte de la revolución democrática de 2011 junto a los Hermanos Musulmanes y llevó al poder al primer presidente civil de la historia del país, el islamista Mohamed Mursi, es el mismo que hoy lo saca de la presidencia con la ayuda de los militares. Cuatro días de protestas desembocaron en un golpe de Estado que parece diseñado desde hace mucho. Los militares habían dado un plazo de 48 horas para que Mursi integrara en su gobierno a la oposición. El plazo se venció y volvieron los uniformes, a la calle y al poder. El comandante en jefe del Ejército y ministro de Defensa, el general Abdel Fatah al Sisi, apareció en la televisión acompañado por líderes opositores y religiosos y la plana mayor de las Fuerzas Armadas para anunciar que de ahora en más habría un nuevo presidente interino, el jefe de la Corte Suprema Constitucional, Adly Masour. Los militares echaron a Mursi y suspendieron también la polémica Constitución de corte islamista aprobada el año pasado.
Las dos revoluciones que estallaron en el país árabe más grande del mundo pusieron sucesivamente de rodillas a la pesadilla y al sueño: la pesadilla encarnada por la gerontocracia militarista y dictatorial del ex presidente Hosni Mubarak y el sueño que surgió con las manifestaciones, la ocupación de la plaza Tahrir, las elecciones y la victoria de la corriente islamista de los Hermanos Musulmanes. El vuelo de la democracia egipcia fue corto: los militares, desde el comienzo, falsearon el juego, se deslizaron en emboscada y terminaron cosechando los frutos de una revuelta que estalló en contra del sistema que ellos representaban.
El fracaso de los Hermanos Musulmanes y su presidente Mursi es rotundo. Mursi se instaló en la presidencia egipcia en junio de 2012, después de haber ganado las elecciones con el 51 por ciento de los votos, contra Ahmed Shafik, el último primer ministro del régimen de Mubarak. Cuando asumió el poder, heredó un país agotado por la crisis que dejaron los militares al cabo de los 18 meses que estuvieron en el poder, es decir, desde la caída de Mubarak, en 2011, hasta la elección de Mursi. Un año y medio de gestión desastrosa que hizo de la llegada de Mursi un momento de liberación y esperanza a pesar de los miedos que la elección de un islamista había suscitado en el país y fuera de él. Pero Mursi careció de estatura, de estrategia, de visión y de capacidad política para ampliar el espacio de sus apoyos más allá del electorado cautivo que él representaba. En vez de conciliar a un país, ganar confianza y aunar fuerzas en torno de un proyecto nacional, lo dividió. Mursi, por ejemplo, nombró a un ex miembro del grupo terrorista Gama Islamiya, Adel al Jayat, como gobernador de la provincia de Luxor. Las quejas de la población y las presiones del sector empresario obligaron a Al Jayat a renunciar. Fracaso político que mucho le debe a la obstinación de los Hermanos Musulmanes a no aceptar que el presidente dialogara “de igual a igual” con las demás corrientes políticas. Mursi y los Hermanos Musulmanes tampoco fueron capaces de llegar a una síntesis creativa entre conservadurismo religioso y gestión moderna de la economía. Por el contrario, el país en bancarrota que le entregaron los militares empeoró: cortes constantes de luz, falta de combustible, carestía de la vida. Fracaso económico y social.
La acumulación de errores y la visible falta de talento para gobernar sacaron a la calle a la misma corriente laica que había iniciado el movimiento contra Mubarak. Resultaba paradójico oír a la gente gritar en las calles de El Cairo “Sisi, Sisi, Sisi”. Así se apoda en Egipto al comandante en jefe del Ejército y ministro de Defensa, el general Abdel Fatah al Sisi. Ex director de los servicios de Inteligencia y antiguo miembro del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA), que se encargó de la transición del país luego de la caída de Mubarak, Sisi es un conservador. Su recorrido es tan paradójico como la accidentada marcha de la democracia egipcia: el general Sisi fue nombrado en el puesto por el presidente Mursi y hoy es él quien lo saca del poder.
Lo único que sigue vivo es la voluntad de cambio de la población. Pero la figura de la síntesis no aparece en el escenario. La configuración política de Egipto ofrece dos lecturas opuestas, pero ambas son verosímiles: hay quienes pensarán y dirán que “el pueblo reconquistó el poder”. Hay mucho de cierto. Otros, en cambio, dirán que “los militares regresaron al poder”. También es cierto. Se ha vuelto a la situación de 2011: el pueblo en la calle, los militares en el poder. La historia se ha repetido en estos días con una puntualidad magistral. En julio de 1952, o sea, hace exactamente 61 años, un grupo de “oficiales libres” acabó con el reinado del rey Faruk. A la cabeza de esa revolución estaba el general Nasser. Hace poco más de seis décadas Nasser fue ovacionado y aplaudido con el mismo fervor con que la gente aclama al general Abdel Fatah al Sisi. En Egipto todo pasa por las botas. Lo peor y, a veces, lo mejor.
El islamismo político fracasó en Egipto para dejar de nuevo el destino del país en manos de las fuerzas armadas. El movimiento popular Tamarod (Rebelate, en árabe), que lanzó las protestas de este año, le reprochaba a Mursi haber traicionado los valores de la revolución de 2011: respeto por las minorías, mejoras en las libertades civiles, mejoras en la economía y en el sistema político. Este extraño golpe de Estado ha dado lugar a escenas de una paradoja irónica: los egipcios celebraron con algarabía y sentimiento de liberación el golpe contra el primer presidente democráticamente electo de la historia del país. El sueño del Islam político duró muy poco. De ahora en más, las botas velan por un país al que los mismos militares llevaron al caos, la pobreza y la insurrección.
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