Jueves, 14 de septiembre de 2006 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Luis Bruschtein
Gran parte de la repercusión mediática sobre la difusión de los antecedentes del diputado Juan José Alvarez fue exactamente eso: discutir la difusión y no los antecedentes, una especie de antiperiodismo. Como si lo que debiera haberse hecho fuera no haberlo difundido. Es decir, no tendrían que haberse difundido esos antecedentes porque el país está en el pre-preludio, a más de un año, de una campaña electoral. Todos esos comentarios parecen más preocupados, en el fondo, de que esta difusión favorece a un candidato en detrimento de otro y entonces no habría que publicarlo para proteger al perjudicado. Con lo cual estos periodistas se involucran en la campaña electoral y parecerían dispuestos a ocultar información desfavorable para el candidato que les interesa. En muchos casos es así abiertamente y están haciendo campaña y todo el mundo lo sabe. En otros se dejan llevar sonsamente por la fuerte reacción mediática que movilizó la difusión de esta información.
Resulta por lo menos preocupante que una campaña electoral llegue al punto de que muchos periodistas de buena fe estén dispuestos a ocultar información que desfavorezca a sus candidatos y lo manifiesten de manera tan explícita. Y más aún cuando esa información vincula de forma directa a un político con los servicios de Inteligencia durante la dictadura, e incluso durante los primeros años de democracia, cuando esos servicios seguían operando –como ha sido demostrado y denunciado por el mismo ex presidente Raúl Alfonsín– en contra de la democracia.
En otro momento, algunos de esos periodistas hubieran tomado con seriedad y preocupación esa información y la hubieran discutido y difundido en vez de sumarse a una campaña mediática que tiende a minimizar y naturalizar un hecho de esa gravedad. Que lo hagan los políticos que resultan afectados por lo que se informa tampoco habla bien de ellos, pero los políticos responden a otra lógica que no es la de la información.
Ni siquiera la estrategia pública de ellos fue desmentir la información, sino minimizarla, naturalizarla, denunciarla como parte de una operación política. Hubo quien habló de “carpetazos”, de “guerra de carpetazos”. Y muchos periodistas y columnistas se hicieron cargo de esa línea operativa que tiene efectos mucho más nocivos, porque no se trata de negar la veracidad de la información (en cuyo caso no se estaría negando su gravedad), sino de decirle a la sociedad que no es importante que un político de la democracia haya colaborado con los servicios de Inteligencia de la dictadura, que la información es verdadera, pero que no tiene importancia porque se trata de una operación política. Todo el esfuerzo que hizo esta sociedad para atesorar el respeto a los derechos humanos se va por el desagüe ante una cuestión mezquina de simpatías político-partidarias.
El gran argumento es que se trata de una operación política. La mayoría de las veces, este tipo de información llega a las redacciones por una filtración, eso lo saben todos los periodistas y hasta los jueces que investigan situaciones similares o casos de corrupción. A veces proviene de una filtración judicial si existe una causa, algunas veces se trata de un “arrepentido” verdadero. Otras veces es un falso arrepentido que esconde otras intenciones políticas o económicas. El dato funciona como un disparador para el periodista, cuyo objetivo es dilucidar la veracidad de la información, corroborarla y ampliarla antes de publicarla, más allá de la intención del informante.
Si se llega a la conclusión de que se trata de información falsa y el periodista y el medio donde trabaja deciden publicarla, se estarán haciendo cargo de una operación política. Difundir información falsa, dudosa, forzada o relativa, sin cotejarla ni discutirla –como sucede a menudo– es una operación política del medio y del periodista. Cuando la información es cierta, está corroborada y no se trata de una versión, de alguien que acusa con pruebas circunstanciales, o que hace un armado que es imposible de comprobar, entonces es información periodística, como sucede en este caso que, sospechosamente, ha levantado tanta preocupación “independiente”.
El otro argumento relacionado con el de la operación política es el de la “guerra de carpetazos”. Se dice que la SIDE tiene carpetas sobre información privada de políticos, jueces, empresarios, funcionarios y demás como fruto de sus actividades de espionaje y que la información sobre Alvarez proviene de una de estas carpetas. Un organismo que en vez de dedicarse a la seguridad se aboca a este tipo de espionaje mugriento no debería existir. Y al publicar una de estas carpetas se estaría fomentando ese trabajo sucio. Sin embargo, aun así, el periodista estaría obligado a investigar y cotejar si se trata de información veraz y no de cuestiones de la vida privada, sexual, familiar o matrimonial. Muchos medios publican esta información de baja estofa. No ha sido así en el caso de Página/12 en toda su historia.
Pero el caso es que no se trata de una de esas famosas carpetas, sino de lo opuesto. Porque la información que motivó el artículo de Victoria Ginzberg proviene del legajo personal de Alvarez en la SIDE. No se trata de fomentar el fruto del espionaje sucio, sino de todo lo contrario: se está hablando, en todo caso, de alguien que pudo haberlo hecho. La confusión entre carpetas que provienen del trabajo de espionaje sucio por un lado y de un legajo, por el otro, puede ser producto de la ignorancia o de la mala fe, pero no se trata de lo mismo, por lo menos en este caso.
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