ESPECTáCULOS › “LUCINDA LA GAUCHITA”, EN EL TEATRO BELISARIO
El nuevo folklore de los títeres
Por S. F.
Aunque Lucinda, la gauchita se sustenta en lugares comunes que abundan en el género infantil, como poner a los jóvenes en situación de víctimas de lo que los padres desean para sus futuros (la profesión para progresar, un buen matrimonio para ser feliz), el mérito de esta pieza de títeres, cuya autora y directora es María Romano, reside en la forma de narrar una historia convencional explotando al máximo los recursos del lenguaje y las técnicas de manipulación del títere. La originalidad, entonces, no deviene del tema sino del modo en que se inscribe en la escena una estética folklórica que rompe en las formas manteniendo el contenido temático. En un pueblo apacible, Villa Abrojito, donde la vida se saborea tomando mate en el rancho y disfrutando del contacto con la naturaleza y los animales, una joven sencilla y risueña quiere estudiar música, pero no encuentra la manera de decírselo a su padre, hombre cabrón y empecinado, que prefiere que Lucinda estudie una carrera (la idiosincrasia de m’hijo el doctor). Para embrollar la trama, un intrincado y desopilante triángulo se perfila. La joven está enamorada de un peón, Lautaro, que gusta de cantar y guitarrear por las peñas, y ella tiene un pretendiente que meterá toda la cizaña que pueda: Ignacio, el hijo de la patrona de la estancia. Tito Lograre, el payasesco y zumbón representante artístico de la moza en cuestión, sin embargo, ayudará a la heroína, que quiere cantar en el festival folklórico de su pueblo.
Los movimientos de los muñecos suman expresividad, matices y comicidad gracias a que la técnica de manipulación elegida es la de mesa, con los titiriteros de cara a los espectadores, pero con capuchas en sus cabezas que distancian las facciones de sus rostros. La manipulación de Paula Quintana, Cristian Scotton y Esteban Quintana es tan aceitada y lograda, tan profesional y contundente, que el manipulador se esfuma de la mirada de los chicos que, como si ignoraran que los personajes son movidos por los titiriteros, siguen con atención los episodios que afectan a los protagonistas, a veces absurdos, otras ridículos, que suceden en Villa Abrojito, hechos que suscriben el refrán “pueblo chico, infierno grande”. Cada personaje se ciñe a una gestualidad o característica que genera una inmediata identificación, de modo similar a la máscara en la comedia del arte, que permitía reconocer fácilmente los tipos humanos escenificados. Así, Ignacio provoca la comicidad del enamorado no correspondido, orgulloso y herido en sus sentimientos, que tuerce la trama y conjura contra su oponente, para conquistar a su anhelada mocita. Leonor, la patrona de la estancia, causa gracia por el tono de su voz, autoritario y chillón. En cambio, Lucinda es la joven enamorada y como tal, es candorosa, tímida y dicharachera.
La música original, compuesta por Daniel Casablanca (integrante de Los Macocos), armoniza con las circunstancias y climas transmitidos a los más chicos. Casablanca también aporta la singularidad expresiva de su voz en off cuando los pajaritos chismosos (consustanciados con los habitantes del pueblo, que se nutren de los rumores) intercambian opiniones acerca de las peripecias de la historia, como si fueran un coro griego devaluado. La eficacia de esta puesta consiste en que integra lenguajes y cuida los detalles con una obsesión por armonizar opuestos aparentes: acercamiento e intimidad del escenario (la sala pequeña contribuye) con la desaparición del manipulador o la historia convencional de dos enamorados contada desde el absurdo, pero también parodiando el discurso amoroso costumbrista, con un guiño hacia lo clownesco. Una mención especial merece la vaca payadora Matilda, festejada por los más chiquitos que se quedan fascinados –le hablan, la llaman o la saludan (una diva muy requerida)– cada vez que aparece. La vaca se encarga de encauzar los desajustes y entuertos del relato. Gracias a sus sabios oficios, hay casamientos (el final no se desvía de las pautas previstas para este tipo de historias) y la fiesta estalla al ritmo de un malambo contagioso.