Jueves, 12 de diciembre de 2013 | Hoy
PSICOLOGíA › PREGUNTA POR UN SENTIMIENTO UNIVERSAL
El autor parte de una pregunta tan clásica como actual: los celos, ¿son una pasión legítima o un testimonio del “desprecio por uno mismo y por el ser amado”? En el camino hacia una respuesta, recuerda la fuerte distinción entre los celos y la envidia, y advierte que los celos son “una pasión constitutiva del deseo”.
Por Gabriel Lombardi *
En un pequeño tratado sobre las pasiones, Descartes plantea una pregunta cuya relevancia ética se reanima hoy: ¿es la pasión de los celos una pasión honesta y útil o un testimonio de la falta de amor y del desprecio de sí mismo y del ser amado? El filósofo rápidamente toma posición, advirtiendo los problemas que implica considerar al partenaire como un bien propio: “Despreciamos al hombre que es celoso de su mujer, ya que es un testimonio de que no la ama de buena manera y de que él tiene una mala opinión de sí o de ella. Digo que él no la ama de buen modo porque, si tuviera un verdadero amor por ella, no tendría ninguna inclinación a desconfiar de ella. Pero no es propiamente a ella a quien él ama, sino solamente al bien que él imagina, consistente en ser el único en poseerla, ser su único dueño. El no temería perder ese bien si no considerara que él mismo es indigno de tenerlo o bien que su mujer es infiel”.
Los celos forman parte de la vida cotidiana, por razones que hacen a la naturaleza del deseo humano, aunque de un modo diferente en el hombre y en la mujer. El término designa el ardor, la pasión, y también la emulación, una rivalidad que no necesariamente es nociva. Pero también se lo emplea para designar el sentimiento penoso experimentado al sospechar que el objeto amado puede ser disfrutado por un tercero, y el temer que pueda ser sustraído por él. El término evoca una pérdida y al mismo tiempo una paradoja: cuanto más el ser amado es deseado por otro u otros, cuanto más cerca del otro está en el deseo, tanto más estimable se vuelve para el sujeto. lo cual da a esta pasión ese aire de profunda irracionalidad subrayado por Descartes: los celos no surgen tanto de la fuerza de las razones que permiten juzgar que se puede perder al ser amado, como de la gran estima que cobra ese objeto justamente a partir de ser deseado por otro u otra.
El fenómeno es universal. Lacan llegó a considerarla una pasión constitutiva del deseo, apoyándose en una observación ya clásica, que encontró en las Confesiones de San Agustín: “Yo vi y experimenté cierta vez a un niño celoso. Todavía no hablaba y ya miraba pálido y amargado a su compañero de leche”. ¿Celos o envidia? Lacan lo traduce a veces como celos, pero destaca a propósito de esta imagen el matiz de celos odiosos, de odio celoso, e inventa el término jalouissance, el goce de los celos (en francés: jalousie, “celos”; jouissance, “goce”) para expresarlo. Pone el acento en los ojos que saltan hacia la imagen mientras el rostro palidece, sugiriendo una conexión íntima entre ambas pasiones, celos y envidia.
Eso no nos impide tener en cuenta las diferencias señaladas por Melanie Klein entre ambas pasiones. La envidia es de a dos y es mortífera: amo en ti algo más que a ti, tu belleza, tu carisma, tu prestigio, tu posición social, tu dinero, algo que tú tienes y yo no, entonces te arruino, aun si arruinándote me arruino a mí mismo. Los celos comprenden en cambio una relación esencial con un tercero, y en eso revelan otra característica del deseo humano. La envidia fragmenta, los celos separan. Sólo la consideración de otras pasiones, la angustia y el deseo, ha permitido vislumbrar, entre fragmentación y separación, un objeto pluriceptivo en las articulaciones del ser.
Sea como constatación clínica o como verdad axiomática, el psicoanálisis vuelve evidente que cada uno necesita fantasear con un tercero o tercera para excitarse. Es normal, y ya lo decían los poetas en sus ficciones, y los infieles en la confesión y catarsis que aportaban a los sacerdotes. Aun si uno tiene a su mujer, codicia la del prójimo. Aun si la mujer es de uno, resulta más deseable si la desea otro, u otra, y en la fantasía, a veces, ese otro no sólo la desea. En cualquier caso, el objeto de los celos es el objeto del deseo del otro, objeto que está en la juntura entre el deseo y el goce del Otro. Es el deseo del Otro lo que recorta el interés del objeto, lo que lo vuelve deseable para uno mismo.
Por otra parte, los celos pueden ser una pasión noble o innoble según el objeto, mientras que la envidia es siempre ruin y arrastra tras de sí las peores pasiones. De modo que los celos implican ya una cierta socialización del ojo envidioso: interviene un tercero, y con él, el deseo. La envidia es goce ruin. Los celos, aun en el campo corrosivo del goce, hacen lugar al deseo, que socializa la falta.
Por supuesto, también Freud (“Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad”) encuentra los celos entre los estados afectivos normales, pero además afirma que, siempre que parecen faltar en el carácter y en la conducta de un hombre, está justificado concluir que han sufrido una fuerte represión, y que por eso cumplen un papel mayor dentro de la vida anímica inconsciente. Leemos en este autor: “Es una experiencia cotidiana que la fidelidad, sobre todo la exigida en el matrimonio, sólo puede mantenerse luchando contra permanentes tentaciones”. Quien desmiente tales tentaciones dentro de sí mismo siente sus embates con tanta fuerza que es proclive a echar mano de un “mecanismo inconsciente” para hallar alivio. Se procura una absolución parcial de su conciencia moral proyectando a la otra parte, hacia quien es deudor de fidelidad, sus propias impulsiones a la infidelidad.
Este poderoso motivo puede servirse después del material de variadas percepciones, que delatarían mociones inconscientes del mismo género en la otra parte. Así argumenta Freud, con ciencia e ironía, sugiriendo que tales percepciones tal vez se justifiquen, ya que el compañero o la compañera probablemente no sean mucho mejores que uno mismo.
Por eso mismo, añade, las costumbres sociales han saldado cuentas sabiamente con este universal estado de cosas permitiendo cierto juego a la coquetería de la mujer casada y al donjuanismo del marido, con la esperanza de purgar y neutralizar así la innegable inclinación a la infidelidad. La convención establece que las dos partes no han de echarse en cara estos pasitos en dirección a la infidelidad, y las más de las veces consigue que el apetito por el objeto ajeno se satisfaga, mediante un cierto retroceso a la fidelidad, en el objeto propio.
Pero el celoso no quiere admitir esta tolerancia convencional; no cree posibles la detención o la vuelta en ese camino que una vez se emprendió, ni que el flirt social pueda ser, incluso, una garantía contra la infidelidad efectiva.
* Texto extractado del libro de reciente aparición Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante, constituido por textos de Lucas Boxaca, Colette Soler, Gabriel Lombardi y Luciano Lutereau (ed. Letra Viva).
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