Jueves, 15 de octubre de 2015 | Hoy
PSICOLOGíA › LA FUSIóN HOMBRE-MáQUINA
“¿Las tecnologías de la comunicación funcionan como sustancias adictivas?”, pregunta la autora, y sostiene que “las redes sociales no son la herramienta libertaria que algunos predican, sino un espacio que, a medida que exhibimos más de nosotros, termina por consumirnos”.
Por Alicia Donghi *
J, de 23 años, llega a una primera entrevista de admisión acompañado por su hermana, mayor que él. Presenta un rasguño en su muñeca. Motiva su consulta la angustia porque su novia lo dejó y no entiende por qué. Cuenta que estuvo en la guardia de un hospital porque se quiso cortar las venas en el trabajo de su novia, previo aviso de que estaba decidido a llevarlo a cabo. La hermana agrega que antes la llamó a ella y a una ambulancia. Esta lo atendió en el acto, no tenía ninguna herida de gravedad, pero dado el episodio, le recomendaron que iniciara un tratamiento psicológico. En la primera entrevista comenta que tiene dos perfiles de Facebook: uno como él, otro como mujer. El es el amigo fiel, ella es la acosadora. Su perfil de mujer acosadora se volvía cada vez más hostil, en cuanto que amenazaba a sus “víctimas” con borrarle su vida virtual, sus mails, su Facebook. Ellas entonces recurrían al perfil de él –de su amigo que sabe mucho sobre cuestiones de informática y es confidente– y les aconsejaba hacer todo lo que esta mujer virtual les pedía. Finalmente las víctimas accedían y se desnudaban y se dejaban grabar solas o con sus novios frente a la computadora para satisfacer los requerimientos de esta mujer acosadora virtual. A algunas de estas chicas luego las conocía como su amigo leal en la vida real. Así pasó con su última novia, con quien sostuvo una relación de casi dos años. El refiere que nadie la va a querer con 19 años y un bebé de un año y medio. No sabe por qué de un día para otro ella no lo quiere ver más. La entrevistadora lo hace recapacitar y encuentra un motivo que desestima apenas lo nombra: “Hace unos meses, por las cosas que le pedía cuando teníamos sexo, se dio cuenta que había sido yo la misma persona que su acosadora del Facebook...”.
La navegación por Internet expresa una nueva modalidad del viaje, que en los últimos años es objeto de estudio. Actualmente, asistimos a una resignificación de conceptos clave para repensar el tipo de vínculo social que propician las nuevas tecnologías, cuando provocan alteraciones y cambios de hábitos todavía no terminados de considerar. No es novedad que con el boom que ha sufrido Internet y la telefonía móvil en los últimos años, la mayoría de nosotros haya cambiado radicalmente su vida. Conversar a diario con un familiar que vive en el extranjero por webcam, dejar de desencontrarse con la gente gracias al celular, tener acceso a las noticias de todo el mundo en tan sólo un instante, son solamente algunas de las ventajas que la era digital ofrece al ser humano. Pero lógicamente no todo es color de rosas. Yo puedo estar trabajando gracias a Internet, y el celular me salva la vida cotidianamente, pero hay cosas que si no se manejan de forma adecuada en relación con estos fenómenos los riesgos de salir perdiendo son muy elevados o sea ser “tecnogozado”.
Uno de los grandes escritores de ciencia ficción del último siglo, James Graham Ballard, es una suerte de psiquiatra del nihilismo global, cuyos textos oscilan entre la condena apocalíptica del mundo actual y un deleite casi morboso con sus perversiones. Nada es casual en su obra, tan cerebral como pudo ser la de Aldous Huxley, pero quizá más sensible al peligro. Quien quiera entender por qué vivimos tiempos tan locos, acabará por cruzarse con este escritor. Hace tres décadas escribió un ensayo premonitorio, “El futuro del futuro”, en el que auguraba la llegada del entretenimiento en redes sociales y el cambio del usuario a consumidor. Sin importar nuestro lugar jerárquico en la familia, señalaba Ballard, cada uno de nosotros dentro de la privacidad de nuestras habitaciones será la estrella en una saga doméstica en continuo desarrollo, con padres, esposos, esposas e hijos degradados a un apropiado rol de apoyo. Estas ideas –la eliminación del espacio privado, el dominio de la techné, la democracia digital– están presentes en la actualidad. Sin embargo, hay otra que es la que más provoca temor y señalada por Freud en varios de sus artículos: la pérdida del amor del otro y del Otro.
La tecnología y sus productos (los teléfonos inteligentes, las redes sociales, los reality shows, la ubicación exacta del prójimo por GPS) son, posiblemente, nuestra metáfora contemporánea más parecida a aquellos mitos antiguos y folclóricos que causaban terrores nocturnos. Los efectos de la tecnología en una sociedad enajenada con la sensación de vivir el aquí y ahora, nos interrogan: ¿las tecnologías de la comunicación funcionan como sustancias adictivas? Y si es así, ¿cuáles son sus efectos secundarios? En la actualidad –parafraseando a Colette Soler–, cuando todo lo que no está prohibido se vuelve obligatorio, la máxima visibilidad se torna un imperativo. Las redes sociales no son la herramienta libertaria que algunos gurúes new age o ciber predican, sino un espacio que, a medida que exhibimos más de nosotros, termina por consumirnos. Las redes sociales han transformado la forma en la que nos comunicamos, han exaltado nuestras histerias, nuestro voyeurismo y nuestras carencias. Estas herramientas se nos tornan un yugo planteando nuevos temores: la creación de un mundo virtual que obliga a las personas a vivir en la esclavitud de un orden social que se rige por las normas del espectáculo. También se agrega la posibilidad de poseer un ciborg que funciona como el doble de un ser querido, ya muerto; o un dibujo animado que supera a su creador. O ¿puede la capacidad de almacenar memoria volverse en nuestra contra? ¿Cómo afrontar la separación o pérdida de una persona cuando los productos tecnológicos propician que la veamos constantemente? Cada vez se vuelve menos frecuente que nos planteemos la utilidad de la tecnología, ofuscados por la novedad y el asombro. Hace tiempo los teóricos de la razón instrumental advirtieron que en nombre del bien social –el desarrollo y la razón– se crean herramientas para el exterminio del otro. En un claro guiño a la ciencia ficción desencantada de Ballard, la fusión del humano con la máquina. Ante esto surge una pregunta: ¿existen alternativas a esta fusión hombre máquina que representa Internet?
Sin embargo, al prenderse el televisor, o una tablet o un smartphone o una PC, las cosas cambian: se unen las nuevas tecnologías, los sujetos penetran la pantalla, y emerge esta área entre el placer y el malestar en cada muro, en cada escritorio, en la palma de cada mano, en la pantalla fría y brillante de un televisor, un monitor, un teléfono inteligente. La Compañía de sueños ilimitada, escribía Ballard en 1979.
Más allá de la cuestión más evidente, el modelo de Internet nos presenta esa metonimia, esa especie de huida permanente del deseo en su instantaneidad. Casi parece que no hay tiempo para comprender cuál es el deseo que me habita, porque ya, enseguida, debe aparecer su satisfacción. Y esta demanda se iguala a lo que Freud había definido como la pulsión, que es ella misma una demanda instantánea de satisfacción, una demanda que no admite espera, una demanda que el sujeto lleva ahí adonde vaya. Y sabemos que el propio síntoma –definido por Freud– es un intento en el sujeto de dar una satisfacción sustitutiva a esa pulsión.
Ahora el deseo se fabrica por encargo. Y la estructura misma del deseo lo permite. Lacan advierte que lo que él llamó la ciencia –o la técnica– colabora con todo lo que viene ocurriendo, facilitando la dimensión del hombre objeto, pasivo ante el derrame externo de máquinas extrañas y productos que no cesan de modelar la subjetividad moderna. Y si ese más allá no es el espacio, indiscutiblemente imaginario, ¿dónde se produce la inquietante extrañeza? De ser así, ¿cómo, y de qué manera, esta extrañeza hace marca en el sujeto de nuestro tiempo? Nuestro modo de pensar ¿es una respuesta? Recordemos que la condición de humanos nos hace adaptarnos a las situaciones extremas. Sherry Turkle en La vida en pantalla muestra la evolución de nuestras concepciones acerca de la tecnología: lo estrictamente humano, nuestras resistencias, nuestros miedos y las diferencias que separan a los adultos del mundo infantil con estos temas. Y en este punto la inevitable recurrencia a Freud y a su descubrimiento: el dispositivo analítico donde en el silencio y también en la ausencia de la mirada del Otro se empiezan a desplegar cuestiones que en la “vida real” no aparecían. ¿Estaríamos hablando de una forma de virtualidad? Así comenzó el psicoanálisis más de un siglo atrás. El dispositivo no fue un tema menor. El ciberespacio es un lugar que A. Barlow describe como “un mundo silencioso (donde) toda la conversación es tipeada. Para entrar en él, uno abandona cuerpo y espacio y se vuelve una cuestión de palabras solamente”. Cualquier similitud con un diván es mera coincidencia.
* Psicoanalista. Profesora asociada regular de Clínica de Adultos (Facultad de Psicología, UBA); miembro del Foro Analítico del Río de La Plata.
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