El varón no nace tal, sino que –según la autora de este texto– se forja en ritos de iniciación que, aunque tácitos, existen también en nuestra cultura; en ese marco, ciertos fantasmas masculinos, calificables como “homosexuales”, son algo muy distinto.
La presencia real del pene y la teoría consiguiente acerca de la angustia de castración han asentado la idea de que el varón nace como tal, se desarrolla en esa dirección y su conflicto central estriba en la posibilidad de pérdida del órgano portador de la masculinidad y en lo que esto acarrea de desmedro narcisístico. Se trata de explorar no sólo los organizadores que podemos considerar de género respecto de los valores de la masculinidad, sino también la constitución misma de la masculinidad, tanto en su función social como en el carácter que asume en la relación adulta entre los sexos.
La recurrencia de esta cuestión en las diversas culturas se expresa en las pruebas que los jóvenes deben cruzar con objeto de llegar a “hacerse hombres”. Y más allá de que en nuestra sociedad esto se haya desritualizado en parte, sigue teniendo vigencia. En la cultura judía, el bar mitzvah, aunque ahora se ha extendido a las mujeres –pese a que algunos religiosos todavía se rehúsen–, constituyó originalmente un rito de pasaje: el abandono de la comunidad de mujeres para ingresar en la de hombres, al punto de que cuando se debe portar un muerto se requiere un número determinado de hombres que lleven el féretro, y se considera hombre a todo aquel que siendo de sexo masculino haya atravesado el Bar Mitzvah.
Existe una diferencia importante entre aquellos elementos que aluden a la asunción de roles, en el sentido tradicional con el cual los estudios de género han determinado los rasgos que la cultura impone para la asunción de la identidad, y las formas de producción de fantasmas que la sexuación determina respecto del despliegue masculino-femenino en los modos de ejercicio del placer. Se puede ser un hombre judío y ejercer la masculinidad sin haber atravesado la ceremonia del Bar Mitzvah, pero no se puede, como veremos, ser un hombre sambia sin pasar por los rituales que lo instituyen como tal.
El bar mitzvah sólo convalida la condición –para aquellos que subordinan su judeidad a la asunción religiosa– de hombre judío, no en el sentido de convalidación de la virilidad, sino de la función social a ejercer. Los rituales que consideraremos a continuación implican también el ejercicio de la función sexual, definiendo, en algunas culturas, la condición de hombre en sus aspectos más universales, incluyendo roles y sexuación.
Los modos de “iniciación” no ritualizados son, por otra parte, frecuentes en muchas sociedades: la visita iniciática al prostíbulo, acompañado de un tío joven o de un hermano mayor, es uno de los clásicos procesos de convalidación de la masculinidad en las culturas latinoamericanas, y éstos expresan, en muchísimos casos, la preocupación del padre porque el debut del hijo convalide no sólo la sexualidad de éste sino la propia.
En el imaginario popular, la “debilidad” o el “desvío” sexual del hijo varón convoca a la burla o a la maledicencia sobre el padre, el cual de algún modo siente que ha fallado en la transmisión de la masculinidad –ya que ésta ha dejado de ser patrimonio de la tribu para serlo de la familia–, permitiendo que se exprese en el hijo “su propia falla inconsciente”, y revierte este reproche sobre la madre del hijo, acusándola de las supuestas fallas en su propia feminidad. El concepto de “madre fálica”, con el cual cierto lacanismo ha venido a sellar la responsabilidad femenina respecto de la sexualidad del hijo varón, se ha convertido, en los últimos años, en el modo como los sectores ilustrados recuperan los fantasmas populares y los hacen devenir seudocientíficos.
Felación ritual
Los sambias de Nueva Guinea no sólo establecen pruebas durísimas de acceso a la virilidad, sino que se ven obligados, a lo largo de toda la vida, a confrontarse con tareas que les permitan alcanzar la pureza masculina que sostienen como ideal. Los sambias están convencidos de que la virilidad es un estado que se induce artificialmente y que debe inculcarse a la fuerza con medios rituales a los jóvenes, a quienes someten a una inducción dolorosa de la virilidad en una secuencia de ritos de transición. D. D. Gilmore (Hacerse hombre. Concepciones culturales de la masculinidad, Paidós, 1994) cuenta que “lo que los hace especiales, e incluso únicos, es su fase de homosexualidad ritual, en la que se obliga a los jóvenes a practicar la felación con el adulto, no por placer sino para ingerir su semen. Supuestamente, ello les proporcionará la sustancia o ‘semilla’ de una creciente masculinidad. En palabras de Tali, uno de los informadores del antropólogo Gilbert H. Herdt (“Fetish and fantasy in Sambia iniciation”, en Rituals of Manhood) y experto en los ritos: ‘Si un muchacho no come semen permanecerá pequeño y débil’. Sin embargo, esta fase homosexual es sólo temporal y luego deja paso a una vida adulta completamente heterosexual, con matrimonio, procreación y todas las demás virtudes masculinas corrientes. Así, la homosexualidad es una vía de acceso a la ‘masculinización’ y es precisamente esta relación, en apariencia contradictoria, entre el fin y los medios, lo que hace de los sambias un caso tan interesante e importante”.
La similitud entre los sambias –que han abandonado estos rituales a medida que fueron asimilados a la Papúa-Nueva Guinea moderna– y los antiguos espartanos radica en el carácter guerrero de una cultura en la cual se ensalza la dureza, la actuación decisiva, la inmutabilidad ante el peligro y el dolor, la fuerza física y el riesgo. Y el acto homoerótico no es, desde el punto de vista sambia, realmente homosexual, en el sentido del encuentro entre dos adultos aquiescentes –en esta cultura las relaciones homosexuales entre adultos son desconocidas–, y la felación es un medio para un fin más que un fin en sí, por lo cual “masculinización ritualizada” es un término más preciso y menos etnocéntrico.
Al igual que otros pueblos, los sambia creen que la maduración masculina no es el resultado de un desarrollo biológico innato, por lo cual debe provocarse con la intervención de artificios culturales.
Pleno ejercicio
El llamado fantasma del obsesivo, ese fantasma de un hombre de ser penetrado por otro hombre, puede aparecer incluso en el momento del coito, en pleno ejercicio de la sexualidad masculina. Hemos detectado de manera frecuente en nuestra práctica la presencia de este fantasma bajo formas diversas, el cual da cuenta en muchos casos del deseo de ser atravesado por el pene como transmisor de potencia virilizante. En la mayoría de los casos se trata de un pene anónimo, incluso recortado del cuerpo del otro, pero que genera la fantasía de permitir modos más eficaces, más perfectos de goce, paliando la angustia por la propia insuficiencia respecto de la satisfacción de la mujer, cuestión que constituye uno de los grandes fantasmas amenazantes, generalizados, de la masculinidad actual. La simpleza de interpretarlo como producto de una corriente homosexual -efecto de la bisexualidad constitutiva o de los aspectos no resueltos del deseo erótico por el padre– no tiene en cuenta el movimiento estructural que representa. En nuestra cultura, el levantamiento de la interdicción del goce femenino, interdicción favorecida durante siglos en Occidente por la cultura religiosa, en particular cristiana, ha incrementado el temor respecto de la suficiencia masculina para satisfacer a la mujer, reforzando el fantasma de la mujer devoradora, insatisfecha, dispuesta a exigir siempre más de lo que se le ofrece y de lo que se le puede dar.
La interpretación de estos fantasmas del hombre como producciones homosexuales, o lisa y llanamente de carácter femenino, no sólo implica un error teórico, una falacia conceptual, sino que ha constituido una impasse decisiva en nuestra práctica para la comprensión de la sexualidad de nuestros pacientes hombres. Y volveré a afirmar, por la responsabilidad que nos cabe en llevar a buen término el análisis y aliviar la angustia de nuestros pacientes, que toda interpretación que no sólo oculte la realidad determinante del síntoma sino que convalide el imaginario sufriente del paciente sin desentrañarlo, constituye una captura ideológica que reduplica aquellas en las cuales el yo se encuentra prisionero. Reubicar en nuestra teoría y en nuestra práctica los fantasmas que el yo considera homosexuales y que en muchos casos representan, como ocurre a lo largo del proceso de constitución cultural, formas de masculinización, despojándolos de la cualificación etnocéntrica que los vela, amplía nuestra perspectiva y genera nuevas condiciones en el proceso clínico.
* Texto extractado del libro Paradojas de la sexualidad masculina, que distribuye en estos días editorial Paidós.