Jueves, 7 de agosto de 2014 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Eduardo Fabregat
Cambia la situación procesal de los músicos de Callejeros. ¿Cambia algo más? El camino judicial de la causa por las casi doscientas muertes del 30 de diciembre de 2004 ha sido, por decirlo de alguna manera, intrincado. Lleno de vaivenes, marchas y contramarchas que sería imposible –además de tedioso– resumir aquí. Habrá que dejar el análisis jurídico a quienes mejor manejan ese asunto, y concentrarse en los caminos casi tan intrincados que debió afrontar el gremio del cual provenían los condenados por la Cámara de Casación. Personas que sufrieron consecuencias obviamente mucho menos dolorosas que la muerte, las lesiones físicas o mentales de por vida o la ausencia del ser querido, pero que también fueron afectados por lo sucedido en República Cromañón.
En estos casi diez años, los músicos debieron reinventarlo todo. La irresponsabilidad de Callejeros puso blanco sobre negro que algo estaba podrido en la formulación del espectáculo rock. La leyenda del aguante, el protagonismo excesivo del público, la pirotecnia y las banderas como expresión de apoyo, la irracionalidad barrabrava del fútbol colada en la cultura rock, se terminaron, es de esperar que para siempre. La ola indiscriminada de clausuras enfrentó a los músicos a un panorama desolador, que hizo germinar una clase de solidaridad antes no tan usual: las luchas por la Ley de la Música y por poner coto a los atropellos del Gobierno de la Ciudad llevaron a un nuevo entendimiento. Si antes había muchos que preferían el verdor de la propia quintita, una nueva generación de músicos entendió que solo uniendo intereses y combinando esfuerzos podría reconstruirse en el páramo.
Hay una nueva conciencia en el rock argento, otra manera de hacer las cosas, un modo de entenderse entre pares, una forma de trabajo que hace más posible la multiplicación de propuestas y posibilidades de ganarse el pan. Hay, también, una influencia estilística: el hecho de que en Buenos Aires y alrededores hubiera que hacer el menor ruido posible para evitar clausuras arbitrarias llevó a que los músicos intentaran otras cosas. La arenga fácil, el estribillo ganchero de segunda selección, la demagógica apelación a los valores del aguante y la tribuna, ya no sirvieron de nada. Surgieron otros sonidos y otras canciones: el panorama actual del rock independiente es de una buena salud reconfortante e impensable en el post Cromañón, con infinidad de artistas de múltiples colores musicales, de la furia eléctrica a la acústica soñadora. Ya nadie cree que para triunfar alcanza con imitar al Indio. Mejor aún, ya nadie pretende jugar al esquema independiente de los Redondos aunque no se tenga idea de cómo se hace.
Los brutales errores de organización cometidos por Callejeros, una de las causas centrales de tanta muerte en el barrio de Once, fueron enseñanza indisimulable. Hoy la gran mayoría de los músicos independientes trabaja con la seriedad, el rigor y la honestidad que les faltaron a Fontanet, Argarañaz y compañía. El abogado o el fanático de la bandera y las bengalas podrá llenarse la boca con el grito de que ahora los Callejeros son inocentes. Pero los músicos, los productores, los bolicheros, los sonidistas, el rock en general, ya no comen vidrio y saben bien quién es quién en esta historia. Y en el terreno conquistado, en todo lo pacientemente reconstruido en estos diez años, ya no hay lugar para los vendedores de humo de bengalas.
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