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Domingo, 8 de enero de 2006

BUENA MONEDA

La fiebre

 Por Alfredo Zaiat

Cuando aparece el problema de la inflación, muchos economistas hablan de “la fiebre”. Ante ese diagnóstico, la terapia a aplicar depende de las causas que provocan esa suba de la temperatura. La mayoría de los médicos inmediatamente recomiendan antifebriles sin estudiar demasiado los motivos que provocaron esa hipertermia. Unos pocos aconsejan tolerarla porque dicen que así se van generando defensas que van fortaleciendo el sistema inmunológico. Como se sabe, pocos pueden soportar la espera y optan por el camino del comprimido o el jarabe. El síntoma se neutraliza por un período de horas para luego reaparecer, en algunos casos, con más intensidad. Por otro lado, esperar que baje sola sin saber muy bien cuáles son las causas de esa alteración puede generar mucho daño. Entonces, el éxito en el tratamiento de una enfermedad que se manifiesta en fiebre dependerá de la precisión en el diagnóstico. Habrá médicos exagerados y otros prudentes. Algunos querrán aplicar una terapéutica agresiva para no dejar rastros; otros recomendarán una medicina homeopática para estabilizar la salud del paciente. ¿Qué hay que hacer con la fiebre-inflación de la economía argentina?

Existen casos de una infección generalizada que no requiere de debate, cuando todas las variables se han descontrolado en un proceso de elevada inflación o, en el caso extremo, de hiperinflación. Este no es el caso. Pero como el convaleciente padeció durante muchos años una fuerte calentura, cualquier señal de alza de unos grados en el termómetro provoca alarma.

El alza de precios del año pasado y que seguirá en éste no tiene nada que ver con los desbordes que castigaron a la sociedad en décadas pasadas. Los que no entiendan que se enfrentan a un proceso diferente de aquél recomendarán recetas equivocadas y, en última instancia, terminarán provocando un profundo daño a la economía. Los molestos índices de precios que descansan en un piso del 1 por ciento mensual no tienen su origen en una emisión monetaria desbocada, ni en desequilibrios de las cuentas públicas, ni en aumentos desproporcionados de salarios. Cualquier medicina para atacar algunos de esos frentes o todos a la vez revela un sorprendente desconocimiento de las raíces de la actual dinámica de la economía argentina.

La explicación más lineal de la presente inflación es que el crecimiento de la economía es muy fuerte. Aumento del Producto que está impulsado por el alza del consumo privado, público, la inversión y la demanda externa. Todos esos motores están empujando con intensidad el carro de la economía. En cada uno de los tres años siguientes de la salida de la convertibilidad, hubo un motor que traccionaba. Primero, las exportaciones; luego, se sumó la recuperación de la industria y el consumo; y después, se adicionó la inversión pública y privada. Y en 2005 todos funcionaron a pleno. Para este año que comienza se agregarán los servicios, que ya muestran síntomas de fuerte recuperación y empezarán a funcionar como otro motor potente del crecimiento.

Hay que frenar la economía, se propone en forma sencilla. Y aquí aparece el principal dilema de política económica que enfrenta el Gobierno. Menor crecimiento implica detener la recuperación del empleo y de los ingresos de los sectores postergados, en una sociedad que todavía registra elevados niveles de pobreza, indigencia y des y subocupación. A la vez, un proceso de crecimiento a ritmo chino provoca tensiones en el régimen de precios, que erosiona el poder adquisitivo de los trabajadores de ingreso fijos, lo que intensifica la conflictividad social solamente para no perder la carrera con la inflación. De ese modo, el imprescindible conflicto para mejorar la distribución del ingreso lo logra sólo marginalmente y termina sirviendo simplemente para no quedar rezagado respecto de la evolución de los precios.

Un grupo de economistas al que en estos años le brotó la sensibilidad social y manifiesta preocupación por la pobreza, cuando en las tres últimas décadas fueron los más entusiastas propagandistas de las políticas que convirtieron a la Argentina en una fábrica de pobres, no tiene dudas. Proponen ajuste fiscal reduciendo fuerte el gasto público para elevar aún más el superávit, subir la tasa de interés para desalentar el consumo y aplicar una estrategia de restricción monetaria reduciendo la intervención del Banco Central en el mercado cambiario dejando así caer el dólar. Para ellos, el modelo en la región es Brasil. Esa receta, en verdad, tiene éxito: la inflación se mantiene bajo control, pero la economía no crece. En ese prospecto no se advierte que existen medicamentos para la fiebre que en sobredosis provocan la muerte. Y, como se sabe, en el cementerio hay paz.

Resulta aleccionador conocer cómo Chile enfrentó la cuestión inflacionaria, siendo ése un modelo que tanto admiran los gurúes de soluciones fáciles. El economista Miguel Olivera, en su weblog, recordó el caso chileno en el artículo “La inflación: ¿viejos o nuevos fantasmas?”, destacando que “el milagro” del país trasandino se desarrolló con tasas de inflación altas en un promedio anual de casi el 20 por ciento en el período 1980-1990. “Y de hecho la inflación –explica– no bajó de los dos dígitos al crecimiento de la economía, sino hasta el año 1995.” Sin embargo, ese éxito chileno es difícil de trasladar al caso argentino por el pasado de elevada inflación de este último: la economía chilena se indexó con resultado positivo al ritmo de los aumentos de precios que, según Olivera, “evitó, entre otras cosas, que los capitales se fugaran ya que no sufrieron pérdidas como consecuencia de tasas de interés reales negativas”.

Los economistas suelen denominar trade-off al efecto de cómo se transfiere e impacta la evolución de una variable en otra. Olivera precisa que hoy en Argentina no existe un trade-off entre inflación y crecimiento, y se pregunta a qué niveles de inflación reaparecería. Es decir, cuándo el crecimiento empezaría a debilitarse ante un nivel de precios aún más elevado que el rango del 8 al 12 por ciento anual. No hay consenso en la respuesta a ese interrogante. En 2003, la economía creció 8,8 por ciento y la inflación en el año fue de 3,7 por ciento; en 2004, el Producto avanzó 9,0 y los precios 6,1, y el año pasado el crecimiento habría subido 9,2 y el IPC terminó en 12,3.

En cambio, es más fácil deducir el trade off entre crecimiento y empleo. En una economía que todavía no ha superado la emergencia sociolaboral, detener el aumento del Producto afectará la ya débil creación de puestos de trabajo en relación con el crecimiento de la economía (0,4 por cada punto de suba, cuando hace dos años era de 1 punto).

Por varias causas seguirán registrándose índices de precios fastidiosos por un período prolongado. Con esa tensión inflación-crecimiento-empleo habrá que aprender a convivir. Será la fiebre necesaria, evitando picos desestabilizadores, para curar una enfermedad de años que no resulta aconsejable atender, precisamente, con la medicina que postró al paciente.

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