Domingo, 22 de noviembre de 2009 | Hoy
EL BAúL DE MANUEL
Por Manuel Fernández López
No es infrecuente ver sembrados en la historia a personajes nacidos en lugares distintos de aquellos en que descollaron. El primer presidente argentino era boliviano, nacido en Potosí. Nuestro mejor cantor popular era francés, nacido en Toulouse. La campaña contra los indios de Buenos Aires fue encabezada por un ex coronel prusiano nacido en Munich. La primera escuadra argentina fue confiada a un irlandés nacido en Foxford. Un corsario francés nacido en Saint Tropez rompió el cerco español a Buenos Aires en 1811. Tales situaciones especiales fueron fruto, unas veces, de corrientes migratorias, otras de estancias circunstanciales como las del cuerpo diplomático, y otras a los cambios de bandera a que se han visto sujetos algunos países. Entre los economistas argentinos, por ejemplo, José Antonio Terry, ministro de Hacienda de tres presidentes y eminente catedrático de Finanzas Públicas en la UBA, nació en Bagé, Brasil, por hallarse circunstancialmente su familia allí. Emilio Lamarca, sucesor de Vicente Fidel López en la cátedra de Economía Política de la UBA, nació en Valparaíso, Chile, y estudió sucesivamente en Inglaterra y Alemania, debido a las tareas diplomáticas de su padre. En el orden internacional, el fundador de la Escuela de Viena, Carl Menger (1840-1921) no era vienés. Había nacido en Neu-Sandez, Galizieu, Polonia, que en aquella época formaba parte del imperio austro-húngaro. Vilfredo Pareto (1848-1923), continuador de Walras y líder indiscutido de la escuela matemática italiana, nació en París, hijo de Raffaele Pareto. Francesa su madre, en su casa no se hablaba italiano, idioma que adquirió en la escuela. Recién a los trece años se mudó a Florencia, entonces capital de Italia. Su producción fue bilingüe, alternándose sus contribuciones entre el francés y el italiano. Otro caso es el de Evsey David Domar, o Domashevitsky (1914-1997), uno de los creadores de la teoría del crecimiento económico por su modelo de 1946, similar, pero concebido con independencia del publicado por Harrod en 1939, hoy conocido como modelo de Harrod-Domar. Este último nació en Lodz, entonces Rusia y actualmente Polonia, pero se crió en la Manchuria, entonces Rusia y actualmente China, adonde estudió en la Facultad de Derecho de Harbin, hasta que, abrumado por tantas nacionalidades, en 1936 se mudó a California y cambió el derecho por la economía.
Hoy se habla mucho de utopías y aun se sugiere creer en ellas. Tal vez pocos aceptarían tal consejo, en vista del triste final que tuvo el autor del libro Utopía, decapitado por orden del rey al que había servido y aconsejado. El libro de Thomas More (1478-1535), canonizado como Santo Tomás Moro, al cumplirse cuatrocientos años de su muerte, contiene verdades permanentes, que podrían aplicarse a problemas actuales como la competencia imperfecta, la inflación estructural, los piqueteros y la invasión a Irak. Aristóteles ya hablaba de monopolio (= un vendedor), y Moro acuñó el término “oligopolio”, el mercado dominado por un reducido número de vendedores, vocablo que recién volvió a utilizarse en el siglo 20, sobre todo después de la Gran Depresión. Pero, además, Moro notó que en tales mercados el precio difícilmente es flexible en sentido descendente, fenómeno también advertido por los economistas en las décadas del ’30 y ’40, y convertido en una de las causas de inflación estructural por los economistas latinoamericanos a finales de la década de 1950. Moro señaló como uno de los factores de creación de pobres y desposeídos a ciertos cambios en los sectores de producción, como sucedía en su tiempo con la transición de la agricultura para subsistencia, efectuada en tierras comunales, a la cría de ganado ovino en grandes extensiones ganadas a la tierra común mediante los cercamientos (enclosures). Este cambio despobló los campos ingleses. Metafóricamente, decía Moro que “las ovejas se comen a los hombres”. Criticaba duramente la política expansiva y belicista de los principales países europeos, señalando que toda guerra tiene un costo, que no es solventado por las clases privilegiadas, y finalmente ningún beneficio: “Todas esas aventuras guerreras, en las que tantas naciones se embarcan, no hacen sino empobrecer al pueblo y agotar el erario público para, después de efímeros éxitos, acabar en rotundo fracaso”. Repudiaba la opinión de que la indigencia del pueblo es garantía de paz social. Las cosas en una república no podrán marchar justa o prósperamente si todo está repartido entre muy pocos, y no equitativamente. La indigencia lleva a robar, delito que se castigaba con la muerte, que juzgaba excesiva. Lo que se debería hacer, decía, era arbitrar medios de subsistencia para el pueblo, para que nadie se viera en la necesidad de robar.
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