Miércoles, 11 de abril de 2007 | Hoy
MARC AUGE Y LA ACELERACION DE LA HISTORIA EN LA SOCIEDAD ACTUAL
El antropólogo señala que “el riesgo no es el del consumidor satisfecho, sino que el mundo se transforme en una pequeña minoría que detenta el saber y el poder frente a la gran mayoría de consumidores y de pobres”.
Por Silvina Friera
El antropólogo de lo cotidiano invita a desayunar en el comedor del hotel de Retiro. Quizá la mañana lluviosa y oscura –aunque es temprano–, o la sobriedad forzosamente elegante de un salón estilo “folleto turístico”, transmiten la sensación de estar en uno de los no lugares, esos espacios que no existían en el pasado –los aeropuertos, los shoppings–, donde confluyen personas en tránsito que nunca más se encontrarán. Aunque llegó de París hace pocas horas, Marc Augé se prepara, con buen humor, para la seguidilla de conferencias que brindará en universidades de Buenos Aires y de Córdoba. Invitado por el Centro Franco Argentino de Altos Estudios de la UBA y la embajada de Francia, el autor de Las formas del olvido y Los no lugares se presentará hoy a las 19 en la Facultad de Filosofía y Letras (Puán 480). El tema de la conferencia será el aporte de la antropología a la comprensión del mundo contemporáneo. De lo que se trata, dirá en un castellano que dice haber “maltratado un poco”, es de expandir y de ampliar la mirada porque el contexto de nuestra vida ha cambiado. El hombre, que supo convivir con tribus de Africa y de América pero también ha visitado emblemas de la modernidad como el Metro de París o Disneylandia, advierte que ese contexto de arenas movedizas, que modifica incluso los vínculos entre los grupos tradicionales, tiene un papel protagónico para el estudioso del “aquí” y el “ahora”, el antropólogo de a pie. “Cualquiera sea el grupo considerado, por ejemplo los indígenas del Amazonas, tiene que ver con el planeta entero”, plantea Augé en la entrevista con Página/12.
Lo anticipó en 1992, cuando publicó en Francia los ensayos que integran Los no lugares, espacios del anonimato: La historia se acelera, apenas tenemos tiempo de envejecer un poco que ya nuestro pasado se vuelve historia, que nuestra historia individual pasa a pertenecer a la historia. Y los recientes sixties, los seventies y muy pronto los eighties –por qué no añadir los nineties–, se vuelven historia tan pronto como hicieron su aparición en el escenario del mundo. “La historia nos pisa los talones”, sintetiza Augé, y la multiplicación de acontecimientos no previstos sacude la modorra de economistas, historiadores, sociólogos y antropólogos.
–¿Qué consecuencias tiene esta aceleración en las sociedades contemporáneas?
–Sabemos muy bien que hay muchos eventos en todas partes del mundo, que la sobremodernidad, la aceleración de todos los factores constitutivos de la modernidad, del siglo XVIII y XIX, propicia el exceso, de tal manera que finalmente todo pasa como si no hubiera historia. Estamos viviendo dentro de una ideología del presente, con acontecimientos que no resignifican la relación con el pasado ni con la imaginación del futuro. Visto así, no existe más la historia, la visitamos como turistas, pero no tenemos el sentido de la relación entre el pasado y el presente ni la finalidad de una idea del futuro que anime el presente. Claro que en el fondo hay una historia, pero la consecuencia es que no pensamos la historia; es el triunfo de la ideología de la sociedad de consumo que define nuevos modos de individualidad. Y como estamos inmersos en esta sociedad es muy complejo analizar esta ideología, que se podría sintetizar con el lema de que portarse bien es consumir mucho. Sin embargo, una de las consecuencias es la ausencia de referencias, una vida sin perspectiva y una incapacidad de pensar el tiempo.
–No se puede pensar el tiempo, pero estamos inmersos aunque más no sea en este presente.
–Sí, es decir que tenemos una dificultad para pensar nuestro mundo que es un aspecto importante de nuestra manera de vivir. Se dice de vez en cuando que no podemos pensar la muerte, a pesar de que las pantallas de la televisión nos ofrecen millones de cadáveres. Pero la muerte no es un objeto de pensamiento porque una de las características del consumo es la instantaneidad. Después del consumo no hay nada sin otro consumo, es la repetición de nuestra forma de vida. Habría que aclarar el contraste de esta ideología con lo que se pensaba en los años ’60 y ’70, cuando había que pensar el futuro para cambiar la sociedad. Ya no pensamos en cambiar la sociedad, pero cuando era joven decir que había que cambiar la sociedad era un lugar común. Ahora, si se habla de cambiar el mundo, de imaginar la utopía, se lo califica de arcaísmo.
–¿La aceleración de la historia y la incapacidad de pensar el tiempo desembocaron en lo que se podría llamar “la muerte de las utopías”?
–Sí, es lo que los filósofos han dicho, y pienso en Lyotard cuando postulaba “el fin de los grandes relatos”. No se trata solamente del marxismo; no hay tampoco un gran relato del liberalismo. Tal vez el único gran relato que existe es el del fin de la historia de Fukuyama y es muy difícil, como lo ha observado oportunamente Derrida en su libro Espectros de Marx, de entender si Fukuyama, cuando se refiere al fin de la historia, habla de una perspectiva o de una realidad. No hay un gran relato del liberalismo y de manera concreta se percibe muy bien en los debates políticos. Hace unos años que se dice que no hay debates, que no hay contrastes entre la izquierda y la derecha, que no sabemos de qué se trata.
–¿El individuo no intenta cambiar la sociedad porque sería un consumidor satisfecho?
–Mucha gente no tiene acceso al consumo, y la posibilidad de tener un consumo mejor es una perspectiva para ellos. Hay una cierta homogeneización de la imaginación, tanto de parte de los que tienen acceso al consumo como de parte de los que aspiran a volverse consumidores. Pero el riesgo que enfrentamos no es el del consumidor satisfecho, sino que el mundo se transforme en una pequeña minoría que detenta el saber y el poder frente a la gran mayoría de consumidores y de pobres.
–En uno de los ensayos que integra Los no lugares, espacios del anonimato, señala que “si la experiencia lejana nos ha enseñado a descentralizar nuestra mirada, debemos sacar provecho de esta experiencia”. ¿Cómo aprovechar esta experiencia?
–El problema del espacio, el problema de la relación social, es el mismo problema. La dificultad es pensar la relación con los otros porque el tejido social cambia muy rápido. En los años ’60, después de las independencias, había discusiones para imaginar cómo sería posible el desarrollo en los países subdesarrollados, entre las opciones más liberales y más colectivistas, pero se preservaba una imaginación del futuro a través de una relación entre los países ex colonialistas y los ex colonizados. A fines de los años ’70, principio de los ’80, se discutió la idea de la caridad, la Madre Teresa, tal como en el siglo XIX las relaciones entre los ricos y los pobres. Pero no hay más relación sino una coexistencia, en una sociedad de individuos consumidores con espacios donde no existen relaciones simbolizadas, relaciones sociales en el sentido fuerte de la palabra. No son espacios donde se puedan elaborar nuevas relaciones. Por otra parte no estamos viviendo en un mundo de libertad sino de senectud de esa libertad. La política tendrá que tener en cuenta todo esto para no olvidar que tenemos que vivir a la vez individual y colectivamente.
–Parecería que el Estado tiende a convertirse en un no lugar, en tanto no dispone de símbolos fuertes para ofrecer. Tal vez sólo, en términos de Max Weber, preserve el monopolio de la violencia y la represión. ¿Se podría pensar al Estado de la “sobremodernidad” cada vez más como un no lugar?
–Y ni siquiera estoy seguro de que el Estado tenga el monopolio de la violencia. La paradoja es que el comunismo postulaba la desaparición del Estado como un ideal, pero en el pensamiento de la izquierda actual aparece la necesidad del Estado. Tenemos la impresión de que por detrás del Estado operan fuerzas muy grandes que gobiernan el destino del mundo. Son las grandes empresas las que gobiernan al mundo y no se puede comprender los grandes problemas centrales a nivel internacional si no tenemos en cuenta los intereses de esas empresas. Toda la política exterior es una política que tiene que ver con los imperativos económicos. Podemos pensar que incluso en los estados democráticos hay un riesgo de que el Estado dependa de las fuerzas económicas internacionales. Todo esto introduce un malestar, incluso en los países de Europa, aunque se podría discutir si Europa es una configuración política o regional. A menudo se plantea la distinción entre “la izquierda de gobierno” y “la izquierda pura”, pero resulta que es la derecha la que gobierna. El problema del Estado es el corazón de los debates actuales de la izquierda.
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