Sábado, 31 de marzo de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
No es la primera vez que ciencia y religión se ven las caras. Galileo, Newton, Laplace, Darwin, Einstein y la lista sigue: cada uno a su modo y con sus armas, tiró a favor de la razón (en desmedro de la fe), para instalarla como el principal paradigma a través del cual observar el mundo. Sin plantearse más si Dios existe o no, diversas camadas de científicos ahora proponen un nuevo camino de análisis, con la teoría de la evolución como lupa: ¿será la religión el resultado de la particular arquitectura cerebral del ser humano? ¿Constituirá una ventaja adaptativa, es decir, una capacidad que ha permitido a la especie sobrevivir y reproducirse a lo largo de millones de años? He ahí la (nueva) cuestión.
Por Esteban Magnani
“No fue la razón sino la fe en la razón lo que mató en Grecia la fe en los dioses”, dice Juan de Mairena, el personaje de Antonio Machado, a sus alumnos. Ambos paradigmas, fe y razón, han luchado por siglos por instalarse como el lente principal a través del cual observar el mundo. Santo Tomás de Aquino consideraba que cuando el mundo observable chocaba con la fe había que inclinarse por esta última, mientras que Laplace se jactaba frente a Napoleón de no haber requerido la “hipótesis” de la existencia de Dios para explicar su cosmología.
La disputa se torna aún más interesante cuando alguna de las dos cosmologías intenta incluir en su interior a la otra. Eso es lo que ocurre cuando se discute si la existencia de Dios es una cuestión que pueda resolverse científicamente, es decir, si es falseable de alguna manera. Entre las muchas respuestas a esta cuestión figuran las de dos grandes científicos y divulgadores: el biólogo evolucionista Richard Dawkins y el paleontólogo Stephen Jay Gould. Mientras este último consideraba que la religión y la ciencia pertenecían a dos reinos con objetivos y herramientas distintos e incompatibles que no tenía ningún sentido intentar relacionar, el primero afirmaba que un mundo con dioses debería ser muy distinto de uno sin ellos y que el estudio de esa diferencia tenía valor científico. Pero si bien la cuestión acerca de si Dios existe o no puede no tener interés científico, lo que sin duda lo tiene es la pregunta de por qué la idea de uno o varios dioses existen en todas las culturas. ¿Cómo es posible que todas las sociedades conocidas tengan explicaciones sobrenaturales sobre los orígenes? La respuesta puede ser buscada por medio de muchos abordajes distintos. Uno de ellos es justamente la especialidad de Dawkins y Jay Gould: la teoría de la evolución, una de las más poderosas herramientas de la biología.
Distintos evolucionistas han llegado a la conclusión de que la religión es resultado de la particular arquitectura cerebral del humano. ¿Pero qué hizo que se generara y permaneciera? Desde la perspectiva evolutiva, cualquier particularidad física o de comportamiento de una especie puede tener dos posibles orígenes: o bien constituye una ventaja adaptativa, es decir, una capacidad que ha permitido a la especie sobrevivir y reproducirse a lo largo de millones de años, o se trata de una consecuencia secundaria de esa ventaja adaptativa que en sí misma no hace diferencia en las posibilidades de supervivencia de la especie. Los argumentos en uno y otro sentido no logran cerrar la disputa.
¿Puede ser que la religión constituya una ventaja adaptativa? Si se piensa que el tiempo dedicado a las prácticas religiosas podría utilizarse para la reproducción de la vida, la respuesta parece más bien negativa. De hecho el mismo Dawkins llegó a la conclusión en uno de sus recientes libros –The God Delusion– de que la religión no sólo no es positiva, sino que se trata de un accidente evolutivo de consecuencias potencialmente peligrosas. ¿Por qué no desapareció entonces la religión de las sociedades humanas si aquellas que la practicaban tenían menos posibilidades de sobrevivir? Lo cierto es que existen otros hábitos mucho más peligrosos que la religión que sin embargo han sobrevivido a lo largo de toda la evolución: el mejor ejemplo es el dormir. Probablemente la necesidad del sueño sea un efecto secundario de ventajas adaptativas tan poderosas como para permitirse “el lujo” de generar una conducta que produce indefensión frente a los predadores. Según algunos investigadores, el caso de la religión constituye un peligro comparable desde el punto de vista evolutivo.
Scott Atran, un antropólogo especializado en la relación entre evolución y Dios, explicaba en una reciente entrevista realizada por The New York Times, que la religión puede definirse como la tendencia a creer que algo materialmente verdadero es falso; por ejemplo, que alguien cuyo cuerpo yace inerte frente a uno en realidad está vivo en otro lugar. Semejante confusión entre vida y muerte es peligrosa para cualquier especie; a pesar de todo, la creencia en una vida posterior es común en la mayoría de las civilizaciones. Si se acepta que la religión es un hábito peligroso para la especie humana, la única explicación posible, argumenta Atran, es que sea un efecto secundario de algunas ventajas adaptativas. Stephen Jay Gould mismo explicaba que el desarrollo de una maquinaria tan compleja como el cerebro necesariamente debería generar productos inesperados que no tenían ninguna función adaptativa en particular. ¿Podría acaso el arte explicarse como una ventaja adaptativa? Otra nota (o libro) podría intentar esbozar una respuesta.
Existen al menos tres mecanismos que según Atran pueden generar la tendencia a creer en poderes sobrenaturales. El primero es la tendencia a detectar a priori un agente externo potencialmente peligroso: huir frente a una sombra extraña que se mueve suponiendo que se trata de un animal peligroso es una política más saludable que quedarse a corroborar la realidad. Esto implica que nuestro cerebro está diseñado para creer que hay algo aun donde es improbable que lo haya.
El segundo mecanismo es, paradójicamente, el razonamiento causal, es decir, la creencia de que todo lo que ocurre tiene una causa, uno de los pilares de la ciencia. Esta forma de pensamiento resulta muy útil a la hora de realizar operaciones simples como comer para satisfacer el hambre o construir una casa, pero puede generar la tentación de encontrar una narrativa lógica donde no la hay. El ejemplo más claro es la naturaleza de la casualidad: es lo que ocurre cuando en un mismo día se dan varios eventos improbables, como recibir el llamado de alguien a quien se estaba por llamar y que el viento tire su foto al piso durante la conversación.
Esa necesidad de una narrativa que justifique lo que ocurre, la dificultad de creer que se trata de simple azar hacen necesaria la creencia en lo sobrenatural.
Y el tercer mecanismo es la capacidad de ponerse en el lugar del otro para anticipar sus posibles movimientos, sobre todo aquellos que pueden resultar peligrosos. Eso implica una capacidad de abstracción suficiente como para concebir que el otro tiene una mente separada del cuerpo, algo que no es directamente accesible a los sentidos pero que existe. De allí a pensar en algo que es pura mente sin cuerpo no hay más que un paso.
En todos los casos la posibilidad de creer en lo sobrenatural está asociada a una ventaja adaptativa. Por otra parte, numerosos experimentos han demostrado que los niños tienden a creer que sus padres todo lo pueden y luego conservan la capacidad de creer que alguien tiene esa capacidad. La creencia en lo supernatural está tan inmersa en nuestra personalidad que se cruzan los dedos por cualquier motivo o se cree en la mala suerte. Un experimento que Atran realizaba en este sentido consistía en mostrarles a sus estudiantes una caja mágica que destruía todo aquello que pusiera en su interior quien no creyera en seres supernaturales. Casi todos los no creyentes dudaron unos instantes en introducir algo en ella. Por otro lado, los fenómenos que se desvían ligeramente de lo normal suelen dejar una impronta mucho más fuerte en la memoria de los sujetos que la experimentan, llevándolos a recordarlo como un hito significativo pese a su marginalidad estadística.
Estas y otras conductas generan el caldo de cultivo en el que surge la creencia en seres supernaturales. Sobre esa base, la sociedad a su vez puede desarrollarla en sistemas completos de funcionamiento particulares que ya exceden la supervivencia de la especie.
Desde la vereda de enfrente se encuentran quienes creen que la religión sí constituye una ventaja adaptativa. En primer y más obvio lugar, la certeza de la muerte (probablemente un efecto no adaptativo de la conciencia) es mucho más manejable si se cree en alguna forma de permanencia del alma o la mente. Quien pueda superar la angustia de la muerte propia y ajena podrá manejar su vida en forma más satisfactoria y abocarse con más energía a reproducirla. Por otro lado, la imposibilidad de pensar la noexistencia es suficientemente convincente como para creer que no es posible y que por lo tanto hay algo que sigue existiendo. Desde esta perspectiva los agnósticos no necesariamente se suicidan en masa, pero sí manejan peor sus vidas, al no sentir que tienen un sentido trascendente.
Entre los evolucionistas hay otra discusión entre quienes sostienen que la selección natural puede operar a nivel individual y a nivel grupal. Uno de los que defiende esta segunda opción es el biólogo estadounidense David Wilson, de la Universidad de Nueva York: hay especies de pájaros que utilizan centinelas que protegen al grupo, pero los elegidos al advertir a sus compañeros delatan su posición y son los primeros en morir frente a un ataque. Sin embargo, como la especie en conjunto se beneficia de esta práctica, los centinelas sobrevivientes pueden reproducirse en mejores condiciones, algo que, según Wilson, demuestra que el altruismo resulta más potente que el egoísmo a escala grupal y son las especies las que se benefician de su práctica. Y, sostiene, lo que sucede entre los pájaros es extensible a la religión que, si bien puede quitar tiempo y energías a un grupo, le aporta otras cosas que le permiten sobrevivir: cohesión, solidaridad y trabajo en equipo.
La creencia en Dios hace a cada uno responsable del bien de todos porque un símbolo sagrado puede ponerse por encima de la voluntad individual y coordinar una sociedad sin resistencias individuales. Cabe aclarar que este tipo de comportamiento religioso puede haber sido una ventaja adaptativa en los últimos millones de años, pero resulta muy discutible en la actualidad, como demuestran las masacres por razones religiosas que hacen cada día más triste a este planeta.
Sin embargo, argumentan algunos científicos, algo de esa ventaja puede continuar hoy a nivel individual cuando una persona religiosa tiene una vida ordenada, que lo hace más atractivo a la hora de conseguir una pareja. Algo similar sostiene el antropólogo Richard Sosis, de la Universidad de Jerusalén, quien encontró que aún hoy los rituales constituyen momentos privilegiados para demostrar la pertenencia al grupo y la disposición a hacer sacrificios por ser incluido. El mismo Sosis aseguró haber encontrado un ejemplo actual de la religión como ventaja adaptativa cuando en 2003 demostró que las comunidades religiosas lograron superar con más frecuencia que las seculares las crisis que terminaron con la mayoría de los kibbutz, sobre todo por la tendencia de los primeros a seguir esforzándose cooperativamente como si tuvieran una misión más allá de sus intereses individuales.
La cuestión dista mucho de estar cerrada y promete años de debates curiosamente apasionados, como si la religión lograra, aun entre los científicos, despertar pasiones de cierto fanatismo, aunque por suerte sin amenazas de guerra o pogrom. Pero tal vez el mayor problema reside en operar en la difusa frontera entre naturaleza y cultura: decidir si un comportamiento social determinado es una ventaja adaptativa o no lo es depende en buena medida de que a priori se acepte la posibilidad de que cualquier conducta necesariamente tenga que tener una ventaja adaptativa detrás, aunque más no sea modificada hasta hacerse irreconocible. ¿Se puede hablar de una ventaja adaptativa cuando Max Weber explica el desarrollo capitalista de los países del norte de Europa porque las prácticas protestantes eran más funcionales que otras al sistema económico?
Las ciencias sociales incluso han estudiado las consecuencias de la “muerte de la fe en los dioses”, como la llama Machado: el retroceso de la religión como organizador social redujo los niveles de cohesión y autoridad, aumentado los de conflicto. Este fenómeno, visto desde los ojos de la evolución, permitiría decir que aquella sociedad en la que el mandato de aceptar el destino es más fuerte que el deseo de luchar por la igualdad, resulta más funcional y por lo tanto tiene más posibilidades de sobrevivir, algo que parece exceder demasiado lo que intenta explicar la biología.
Si bien las argumentaciones parecen razonables hasta cierto nivel, resulta difícil saber hasta dónde. Si se llevan los argumentos evolutivos a fondo se puede llegar a absurdos como pensar que la Iglesia Católica manejará el mundo porque sus creyentes se reproducen masivamente, al no usar anticonceptivos, y que esto constituye una ventaja adaptativa. Es detrás de esta delicada frontera, difícil de determinar con precisión, que deberá moverse el debate para continuar siendo fructífero.
Así las cosas, y aunque la respuesta resulte esquiva desde casi cualquier perspectiva, la pregunta sigue despertando curiosidad: ¿por qué todas las civilizaciones tienen sus dioses?
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