Sábado, 25 de octubre de 2008 | Hoy
Por Mariano Ribas
Allí está Andrómeda. Luce calma e inofensiva: es aquel manchón, pálido y difuso, que en esta época, y desde nuestras latitudes, apenas se asoma sobre el horizonte del Norte hacia la medianoche. En las grandes ciudades, sólo podemos verla con la ayuda de unos binoculares. Pero en cielos verdaderamente oscuros y transparentes, es fácil observarla a ojo desnudo, como un suave resplandor ovalado, del tamaño de tres o cuatro lunas en fila.
Mirar a Andrómeda resulta por demás emocionante: es el objeto más lejano observable a simple vista. Está a una distancia de casi tres millones de años luz. Una fosa de espacio tan profunda que la luz, viajando a 300 mil Km/seg, demora casi tres millones de años en cruzar. Mucho espacio, y mucho tiempo.
Y eso también es profundamente emocionante: cuando miramos a Andrómeda, en realidad, la vemos como era hace casi tres millones de años. Esa suave luz galáctica que recién ahora pega en nuestras pupilas es muy vieja. Salió de allí cuando en la Tierra aún vivían Lucy y los demás Australopithecus afarensis, aquellas pequeñas criaturas bípedas que iniciaban el camino hacia nosotros.
Y sin embargo, noche a noche, año tras año, y siglo tras siglo, esa brutal brecha espacial que separa a Andrómeda de nuestra galaxia, la Vía Láctea, se va cerrando. Sin que lo notemos, mañana, ambas estarán un poco más cerca que hoy. Y alguna remotísima vez, dentro de miles de millones de años, estos dos pesos pesado de la fauna galáctica local se encontrarán en un fenomenal abrazo gravitatorio. Un episodio mayúsculo que desatará oleadas masivas de alumbramientos estelares, y finalmente, el nacimiento de toda una nueva galaxia.
Hasta hace apenas un siglo parecía que nuestra galaxia era todo el universo. Pero no: la Vía Láctea no está sola, sino que forma parte del llamado “Grupo Local”, una familia de unas 50 galaxias, desparramadas en un radio de unos pocos millones de años luz (y que es, apenas, una mota de polvo en un universo de unos 100 mil millones de galaxias, y mayormente vacío, pero esa es otra historia).
La inmensa mayoría del “Grupo Local” son modestas galaxias “enanas”, formadas por unos pocos miles de millones de estrellas. Otras son un poco más respetables, como las Nube Mayor y la Nube Menor de Magallanes, dos galaxias vecinas que se ven como manchones en nuestros cielos australes. Pero la verdad es que en esta cincuentena de galaxias, sólo hay tres verdaderamente notables.
La tercera en el podio es M33 (también conocida como “Galaxia del Triángulo”, por la constelación donde se la puede ubicar), una muy bonita galaxia espiral de 50 mil años luz de diámetro. La segunda es la nuestra, una galaxia espiral barrada, de 100 a 120 mil años luz de diámetro, y unos 400 mil millones de estrellas (lo de “barrada” se debe a que su núcleo está, justamente, atravesado por una barra de estrellas y gases).
Y sí, obviamente, la número 1 es Andrómeda, otra galaxia espiral, quizás un 40 o 50 por ciento más grande que la nuestra, pero con una masa estelar bastante parecida. Este fabuloso carrusel de estrellas –también conocido como M31– es uno de los íconos máximos de la astronomía. No hay libro o revista especializada que no tenga una foto de Andrómeda en sus páginas. Además, es uno de los objetos más notables del firmamento (boreal, especialmente, porque desde el Hemisferio Sur apenas podemos verla sobre el horizonte).
Indiscutiblemente, y más allá de los parámetros que se tengan en cuenta (parece, por ejemplo, que la nuestra tiene más “materia oscura”), Andrómeda y la Vía Láctea son los dos titanes del Grupo Local. Incluso, cada una de ellas tiene un séquito de varias “galaxitas” satélites, sujetas por sus tremendos tirones gravitatorios. Y bien, parece que las dos reinas locales tienen su suerte echada en el largo plazo. Y alguna vez, las dos serán una sola.
Por empezar, pongamos las cosas a escala, para entenderlo mejor. Actualmente, la distancia entre la Vía Láctea y Andrómeda es de 2,9 millones de años luz. Tomando en cuenta esa brecha y los tamaños de ambas (prescindiendo de ciertas diferencias), podríamos representarlas como dos CD separados por tres metros. No parecen demasiado juntas. El punto es que se están acercando.
A partir de distintos estudios espectrales de la luz emitida por Andrómeda, queda bien en claro su velocidad radial con respecto a la Tierra -y a toda la Vía Láctea, en realidad- es de unos 140 Km/seg. Es decir, 500 mil Km/hora. En realidad, no es que la Vía Láctea esté quieta y que Andrómeda se nos venga encima, sino que esa es la suma de las velocidades de una con respecto a otra.
Los dos titanes del “Grupo Local” se están acercando entre sí, ni más ni menos. Están jugando al juego que mejor juegan y que más les gusta: el irresistible juego de la gravedad. A paso firme y sostenido, devorando millones y millones de kilómetros por día (nada a escala intergaláctica), la Vía Láctea y su hermana mayor se verán las caras bien de cerca dentro de 3 mil millones de años. Y entonces comenzará un lento y espectacular drama.
Las colisiones entre galaxias no son fenómenos tan raros en el universo. De hecho, los más grandes telescopios han fotografiado cientos y cientos de casos, algunos verdaderamente impresionantes -tanto en detalle como en espectacularidad- como en el caso de las famosas galaxias “Antenas” (situadas a más de 60 millones de años luz). El estudio de esos choques galácticos ha echado algo de luz sobre la suerte que les espera a la Vía Láctea y Andrómeda.
Tanto o más importantes han sido las contribuciones de varios modelos teóricos y simulaciones por computadoras, realizadas durante los últimos años. Entre los casos más notables figuran los trabajos publicados en 2000 y 2001 por el astrónomo John Dubinsky (Universidad de Toronto), y más recientemente, en 2007, por un grupo de investigadores encabezados por Thomas Cox y Abraham Loeb (Centro de Astrofísica HarvardSmithsonian, en Massachusetts).
Y ni hablar de las espectaculares imágenes virtuales generadas por el doctor Frank Summers y sus colegas (Space Telescope Science Institute, en Baltimore, EE.UU.). Generando “Vías Lácteas y Andrómedas virtuales” en súper computadoras, y cargando pilas de datos (como sus masas, diámetros, densidades, orientaciones, distancia y velocidades), fue posible adelantarse en el tiempo, y recrear -aproximadamente, claro está– el encuentro entre las dos galaxias, su evolución, y sus consecuencias. Veamos qué pasará...
Nada especialmente significativo ocurrirá hasta dentro de unos 1500 millones de años. A partir de entonces, lentamente (y a medida que Andrómeda vaya apareciendo cada vez más grande y brillante en el cielo), las siluetas de ambas galaxias empezarán a deformarse progresivamente, producto de sus respectivos tironeos gravitatorios.
Y unos 1000 millones de años después tendrán su primer encuentro, a más 1 millón 500 mil Km/hora. Será un tremendo roce que las deformará completamente, abriendo sus cerrados cuerpos espiralados, hasta formar unas especies de letras “S” muy estiradas. Ambas galaxias, completamente desgarradas, seguirán de largo, alejándose durante unos cientos de millones de años más, para luego frenarse y, entonces sí, caer hacia su abrazo y fusión definitiva.
Lejos de chocar verdaderamente, tanto en su roce inicial como en su fusión final, Andrómeda y la Vía Láctea se atravesarán, e integrarán sus cuerpos cientos de miles de veces millonarios en estrellas. De hecho, y dados los enormes vacíos interestelares, es tremendamente improbable que alguna de sus estrellas choquen entre sí (para entenderlo un poco mejor, basta con imaginarse a dos granos de arena separados en el volumen de un estadio de fútbol).
En medio de retorcijones y corrientes alocadas de estrellas, lanzadas en una y otra dirección, ambas galaxias se irán asentando en un cuerpo único de forma aproximadamente ovalada. Habrán pasado unos cuatro mil millones de años desde nuestros días.
El largo y traumático parto del nuevo monstruo galáctico, que nosotros preferimos llamar “Vía Andrómeda” (aunque en otros sitios la llamen “Milkomeda”), traerá aparejado otro fenómeno nada menor: remolinos y colisiones directas entre las nebulosas que flotan entre las estrellas. Enormes masas de gas y polvo que miden cientos o miles de años luz, y que se verán inevitablemente forzadas a chocar y colapsar, desatando masivas oleadas de nacimientos de estrellas. Nuevos soles que se encenderán por primera vez en la flamante –y aún muy inestable– súper galaxia.
En los cielos de la Tierra, el espectáculo estará garantizado desde el comienzo. La espiralada silueta de Andrómeda ocupando casi todo el cielo, es algo que eriza la piel de sólo pensarlo. Pero... ¿habrá alguien para verla? Más aún: ¿cuál será la suerte de todo el Sistema Solar en medio de semejante desbarajuste galáctico? Nada podemos saber acerca de la suerte de la humanidad. Tal vez, por aquel lejanísimo entonces, hayamos poblado buena parte de la galaxia, quién sabe con qué forma, y viajando a velocidades sublumínicas. O tal vez hayamos desaparecido muchísimo tiempo antes.
Lo cierto es que dentro de tres o cuatro mil millones de años, el Sol seguirá vivo. Sí, será una estrella bastante vieja, pero aún le quedará resto para brillar otros dos mil millones de años. Más allá de ciertas diferencias en cuanto a los tiempos y al desarrollo general de la colisión, los modelos de Dubinsky y de Cox/Loeb coinciden en algo: el Sol (arrastrando a todo el Sistema Solar) seguramente saldrá disparado hacia los bordes de la nueva galaxia, quizá quedando a unos 100 mil años luz de su centro (en comparación, actualmente, estamos a 27 mil años luz del núcleo de la Vía Láctea).
Pero, pase lo que pase, el viejo Sol sabrá defender y retener a su corte de mundos. En medio de la debacle galáctica, la gravedad solar se impondrá a los muy atenuados tirones de otras estrellas, mucho más lejanas, y a la deriva. Y así será hasta el final de sus días. Y cuando el viejo Sol finalmente muera, Vía Andrómeda ya habrá calmado hace rato sus penosas furias de parto. La colosal galaxia elíptica, con casi un millón de millones de estrellas, estará en paz. Y dominará orgullosa este rincón perdido del universo.
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